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A la hora del almuerzo, Montalbano llamó a la Brigada Móvil de Montelusa para hablar con la inspectora Ferrara. Era la hija de un compañero suyo de escuela que se había casado muy joven; una chica simpática y divertida que, vete a saber por qué, de vez en cuando intentaba seducirlo.

– ¿Anna? Te necesito.

– ¡No me digas!

– ¿Tienes alguna hora libre por la tarde?

– Me la buscaré, comisario. Siempre a tu disposición, de día y de noche. A tus órdenes o, si quieres, a tus deseos.

– Pues, entonces, iré a recogerte a Montelusa, a tu casa, sobre las tres.

– Me llenas de alegría.

– Ah, por cierto, Anna, vístete de mujer.

– ¿Tacones muy altos y abertura en el muslo?

– Simplemente quería decir que no te presentes de uniforme.

Al segundo toque de claxon, Anna salió puntualísima del portal vestida con blusa y falda. No hizo preguntas. Se limitó a besar a Montalbano en la mejilla. Sólo cuando el vehículo enfiló el primero de los tres senderos que desde la carretera provincial conducían al aprisco, sólo entonces habló.

– Si me quieres follar, llévame a tu casa, aquí no me gusta.

En el aprisco había dos o tres coches, pero era evidente que sus ocupantes no pertenecían al ambiente nocturno de Gegè Gullotta. Eran estudiantes de ambos sexos, parejas burguesas que no habían encontrado sitio mejor. Montalbano recorrió el sendero hasta el final y, cuando las ruedas delanteras ya se hundían en la arena, frenó. El tupido matorral junto al cual se había descubierto el BMW se encontraba a la izquierda y no se podía alcanzar por aquel camino.

– ¿Es allí donde lo han encontrado? -preguntó Anna.

– Sí.

– ¿Qué buscas?

– Ni yo mismo lo sé. Bajemos.

Se encaminaron hacia los matorrales. Montalbano le rodeó el talle y la estrechó contra él; ella apoyó la cabeza en su hombro sonriendo. Ahora comprendía por qué la había invitado el comisario. Se trataba de una artimaña; yendo los dos juntos, no pasaban de ser una pareja más de enamorados o de amantes que buscaban la manera de aislarse en el aprisco. Eran seres anónimos y no suscitarían la menor curiosidad.

«¡Qué hijo de puta! -pensó Anna-. Le importa una mierda lo que yo siento por él.»

Montalbano se detuvo de espaldas al mar. El matorral se encontraba frente a ellos, a unos cien metros de distancia en línea recta. No cabía la menor duda: el BMW había llegado hasta allí no por los senderos sino desde la playa y, tras girar hacia el matorral, se había detenido con el morro de cara a la vieja fábrica, es decir, justo en posición contraria a la que necesariamente tenían que adoptar los vehículos procedentes de la carretera provincial, pues no había el menor espacio para maniobrar. Cualquiera que quisiera regresar a la carretera no tenía más remedio que hacer marcha atrás en los senderos. Sin dejar de abrazar a Anna, Montalbano recorrió otro trecho con la cabeza inclinada: no descubrió huellas de neumáticos, el mar lo había borrado todo.

– Y ahora ¿qué hacemos?

– Primero llamaré a Fazio y después te acompañaré a casa.

– Comisario, ¿me permites que te diga una cosa con toda sinceridad?

– Pues claro.

– Eres un hijoputa.

Cuatro

– ¿Comisario? Soy Pasquano. ¿Quiere explicarme, si no le importa, dónde demonios se había metido? Llevo tres horas buscándolo y en la comisaría nadie sabía nada.

– ¿La ha tomado conmigo, doctor?

– ¿Con usted? ¡Con el universo entero!

– ¿Qué le ocurre?

– Me han obligado a dar preferencia a Luparello, exactamente igual que cuando vivía. Pero ¿es que hasta muerto tiene este hombre que pasar por delante de los demás? ¿Acaso piensan asignarle también un lugar de primera fila en el cementerio?

– ¿Quería decirme algo?

– Le adelanto lo que le enviaré por escrito. Nada de nada, el pobre hombre murió por causas naturales.

– ¿O sea?

– Pues que, hablando en términos no científicos, le estalló literalmente el corazón. Por lo demás, estaba bien, ¿sabe? Lo único que no le funcionaba era la bomba, y es la que lo ha jodido, a pesar de los extraordinarios esfuerzos que habían hecho por arreglársela.

– ¿Había alguna otra señal en el cuerpo?

– ¿De qué?

– Pues no sé, equimosis, inyecciones.

– Ya se lo he dicho: nada. No he nacido ayer, ¿comprende? Además, solicité, y me lo concedieron, que en la autopsia estuviera presente mi colega Capuano, su médico de cabecera.

– Se ha curado usted en salud, ¿verdad, doctor?

– ¿Cómo dice?

– Una chorrada, perdone. ¿Padecía alguna otra enfermedad?

– ¿Por qué vuelve otra vez a lo mismo? No tenía nada, sólo la tensión un poquito alta. Se la controlaba con un diurético, tomaba una pastilla el jueves y otra el domingo a primera hora de la mañana.

– O sea que el domingo, cuando murió, la había tomado.

– ¿Y qué? ¿Qué coño insinúa? ¿Que le envenenaron la pastilla del diurético? ¿Se cree usted que estamos todavía en la época de los Borgia? ¿O acaso ha empezado a leer libros policiacos de saldo? Si lo hubieran envenenado, yo me habría dado cuenta, ¿no cree?

– ¿Había cenado?

– No había cenado.

– ¿Puede decirme a qué hora murió?

– Esa pregunta me ataca los nervios. Se dejan ustedes sugestionar por las películas americanas, en las que, cuando el policía pregunta a qué hora tuvo lugar el delito, el forense le contesta que el asesino terminó su obra a las dieciocho treinta y dos, segundo más segundo menos, treinta y seis días antes. Usted también vio que el cadáver aún no estaba rígido, ¿no? Y también notó el sofocante calor que hacía en el interior de aquel vehículo, ¿no?

– ¿Entonces?

– Entonces el pobrecillo se fue entre las diecinueve y las veintidós horas de la víspera del día en que lo encontraron.

– ¿Nada más?

– Nada más. Ah, se me olvidaba: el ingeniero la palmó, pero consiguió echar el polvo. Se encontraron restos de esperma en sus partes bajas.

– ¿Señor jefe superior? Soy Montalbano. Quiero comunicarle que me acaba de llamar el doctor Pasquano. Ya ha realizado la autopsia.

– No gaste saliva, Montalbano. Lo sé todo. Sobre las dos de la tarde me ha llamado Jacomuzzi, que estaba presente, y me ha facilitado la información. ¡Qué bonito!

– Perdone, no le entiendo.

– Me parece bonito que, en esta espléndida provincia nuestra, alguien decida morir de muerte natural para dar buen ejemplo, ¿no cree? Con otras dos o tres muertes como la del ingeniero, nos ponemos al mismo nivel que el resto de Italia. ¿Ha hablado con Lo Bianco?

– Todavía no.

– Hágalo ahora mismo. Dígale que, por nuestra parte, ya no hay ningún problema. Pueden celebrar el entierro cuando quieran, si el juez da el visto bueno. Oiga, Montalbano, esta mañana he olvidado decírselo. Mi mujer se ha inventado una receta fabulosa para los pulpitos. ¿Le iría bien el viernes por la noche?

– ¿Montalbano? Soy Lo Bianco. Quiero ponerle al corriente. A primera hora de la tarde he recibido una llamada del doctor Jacomuzzi.

«¡Lástima de carrera desaprovechada! -pensó de inmediato Montalbano-. En otros tiempos, Jacomuzzi hubiera sido un pregonero extraordinario, de esos que iban por ahí tocando el tambor.»

– Me ha comunicado que la autopsia no ha detectado nada anormal -añadió el juez-. Y, por consiguiente, he autorizado la inhumación del cadáver. ¿Tiene usted algo en contra?

– Nada.

– Entonces, ¿puedo considerar el caso cerrado?

– ¿Me puede conceder dos días más de plazo?