Montalbano oyó, materialmente, dispararse un timbre de alarma en la cabeza de su interlocutor.
– ¿Por qué, Montalbano?, ¿qué ocurre?
– Nada, señor juez, absolutamente nada.
– ¿Pues entonces, hombre de Dios? Le confieso, señor comisario, y no tengo ningún reparo en hacerlo, que tanto yo como el jefe de la fiscalía, el gobernador civil y el jefe superior de policía hemos sido objeto de fuertes presiones para que el caso se cierre a la mayor brevedad posible. Nada ilegal, por supuesto. Sólo son las consabidas peticiones de personas, familiares y amigos del partido, que desean olvidar y hacer que se olvide cuanto antes esta desdichada historia. Y con razón, creo yo.
– Lo comprendo, señor juez. Pero yo no necesito más de dos días.
– Pero ¿por qué? ¡Deme una razón!
Encontró una respuesta, una escapatoria. No podía explicarle al juez que su petición no se basaba en nada o, mejor dicho, se basaba, no sabía ni cómo ni por qué, en la sensación de que alguien que en aquellos momentos actuaba con más habilidad que él lo estaba tomando por tonto.
– Si de veras lo quiere saber, le diré que lo hago por el qué dirán. No quiero que nadie haga correr la voz de que hemos archivado rápidamente el caso porque no teníamos intención de llegar hasta el fondo del asunto. Mire, basta muy poco para que tome cuerpo esta idea.
– Siendo así, estoy de acuerdo. Le concedo estas cuarenta y ocho horas. Pero ni un minuto más. Procure comprender la situación.
– ¿Gegè? ¿Cómo estás, hermoso? Perdona que te despierte a las seis y media de la tarde.
– ¡No me jodas!
– Gegè, ¿te parece que ésas son maneras de hablarle a un representante de la ley, tú, que, en presencia de la ley, lo único que puedes hacer es cagarte en los pantalones? A propósito de joder, ¿es cierto que te estás tirando a un negro de cuarenta?
– ¿De cuarenta qué?
– De longitud de caña.
– No seas cabrón. ¿Qué quieres?
– Hablar contigo.
– ¿Cuándo?
– Esta tarde, a última hora. Dime tú la hora.
– Mejor a las doce de la noche.
– ¿Dónde?
– Donde siempre, en Puntasecca.
– Beso tu preciosa boquita, Gegè.
– ¿Dottor Montalbano? Escuche, soy el gobernador Squatrìto. El juez Lo Bianco me acaba de comunicar que usted ha pedido veinticuatro o cuarenta y ocho horas más, no recuerdo muy bien, antes de cerrar el caso del pobre ingeniero. El doctor Jacomuzzi, que ha tenido la amabilidad de mantenerme al tanto de los acontecimientos, me ha hecho saber que la autopsia ha establecido de forma inequívoca que Luparello falleció de muerte natural. A pesar de que está lejos de mí la idea, ¿qué digo idea?, ni siquiera la mínima sombra de interferencia, que por otra parte no tendría razón de ser, le quiero preguntar: ¿por qué esta petición?
– Mi petición, señor gobernador, como ya le he dicho al doctor Lo Bianco y le reitero a usted, está dictada por un deseo de transparencia, con el fin de cortar de raíz cualquier maliciosa insinuación sobre una posible intención de la policía de no aclarar los entresijos del caso y de archivarlo sin realizar las obligadas comprobaciones. Sólo eso.
El gobernador se declaró satisfecho con la respuesta de Montalbano, quien había elegido cuidadosamente dos verbos (aclarar y reiterar) y un sustantivo (transparencia) que formaban parte desde siempre del léxico del gobernador.
– Soy Anna, perdóname si te molesto.
– ¿Por qué hablas así? ¿Estás resfriada?
– No, estoy en el despacho, en la Brigada Móvil, y no quiero que me oigan.
– Dime.
– Jacomuzzi ha llamado a mi jefe y le ha dicho que tú aún no quieres cerrar el caso Luparello. Mi jefe me ha dicho que eres un gilipollas, opinión que comparto y que, por otra parte, he tenido ocasión de manifestarte hace unas horas.
– ¿Para eso llamas? Gracias por confirmármelo.
– Comisario, tengo que decirte otra cosa de la que me he enterado poco después de haberte dejado, al volver aquí.
– Estoy con la mierda hasta el cuello, Anna. Mañana.
– No, no hay tiempo que perder. Puede interesarte.
– Mira, estaré ocupado hasta la una o una y media de la noche. Si puedes acercarte ahora, me iría muy bien.
– Ahora no puedo. Iré a tu casa a las dos.
– ¿Esta noche?
– Sí, y si no has llegado, te espero.
– Hola, cariño. Soy Livia. Siento llamarte al despacho, pero…
– Tú me puedes llamar cuando y donde quieras. ¿Qué hay?
– Nada importante. Acabo de leer en un periódico lo de la muerte de un político de tu tierra. Es sólo una reseña. Dice que el comisario Salvo Montalbano está llevando a cabo minuciosas investigaciones sobre las causas de la muerte.
– ¿Y qué?
– ¿Esta muerte te dará mucho la lata?
– No demasiado.
– Entonces, ¿no hay cambios? ¿El sábado que viene vendrás a verme? ¿No me darás una desagradable sorpresa?
– ¿Cuál?
– La avergonzada llamada, anunciándome que se ha producido un cambio sustancial en las investigaciones y que, por consiguiente, tendré que esperar, pero que no sabes hasta cuándo y que quizá sería mejor dejarlo para la próxima semana. Ya lo has hecho, y más de una vez.
– No te preocupes, esta vez no sucederá eso.
– ¿Dottor Montalbano? Soy el padre Arcangelo Baldovino, el secretario de su eminencia el obispo.
– Encantado. Dígame, padre.
– El obispo ha recibido, y con cierto estupor, lo reconocemos, la noticia de que usted considera oportuno prolongar las investigaciones acerca de la dolorosa y desdichada desaparición del ingeniero Luparello. ¿La noticia se ajusta a la verdad?
Montalbano le confirmó que se ajustaba a la verdad y explicó por tercera vez el motivo de su proceder. El padre Baldovino pareció convencido, pero suplicó al comisario que se diera prisa «para impedir infames conjeturas y evitar a la familia una ulterior tortura».
– ¿Comisario Montalbano? Soy el ingeniero Luparello.
«Pero ¿no te habías muerto, coño?»
La broma estuvo a punto de escapársele, pero se contuvo a tiempo.
– Soy el hijo -añadió el otro con una voz extremadamente educada y cortés, sin la menor inflexión dialectal-. Me llamo Stefano. Tengo que hacerle una petición que quizá le parecerá insólita. Le llamo en nombre de mi madre.
– Si puedo atenderla, delo por hecho.
– Mi madre quisiera hablar con usted.
– ¿Y eso qué tiene de insólito, ingeniero? Yo mismo tenía intención de pedirle a la señora que tuviera a bien recibirme cualquier día de éstos.
– El caso es, señor comisario, que mamá quisiera hablar con usted mañana, como muy tarde.
– Dios mío, ingeniero, estos días no tengo ni un minuto, créame. Y supongo que ustedes tampoco.
– Diez minutos siempre se encuentran, no se preocupe. ¿Le parece bien mañana por la tarde, a las cinco en punto?
– Montalbano, ya sé que te he hecho esperar, pero estaba… en el retrete, en tu reino.
– Venga, ¿qué quieres?
– Quiero darte una noticia muy grave. Me acaba de llamar el Papa desde el Vaticano, cabreadísimo contigo.
– Pero ¡qué dices, hombre!
– Pues sí, está furioso porque es la única persona del mundo que no ha recibido tu informe sobre el resultado de la autopsia de Luparello. Se ha sentido menospreciado, y me ha dado a entender que tiene intención de excomulgarte. Estás jodido.
– Montalbano, estás como una chota.
– ¿Me aclaras una cosa?
– Faltaría más.
– ¿Tú le lames el culo a la gente por ambición o por naturaleza?
La sinceridad de la respuesta del otro lo dejó asombrado.
– Por naturaleza, creo.
– Oye, ¿habéis terminado ya de examinar la ropa que vestía el ingeniero? ¿Habéis encontrado algo?
– Hemos encontrado lo que era en cierto modo previsible. Restos de esperma en los calzoncillos y en los pantalones.