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– ¿Y en el coche?

– Aún lo estamos examinando.

– Gracias. Tenedme al corriente.

– ¿Comisario? Le llamo desde una cabina de la carretera provincial, cerca de la vieja fábrica. He hecho lo que usted me había pedido.

– Dime, Fazio.

– Tenía usted toda la razón. El BMW de Luparello venía de Montelusa y no de Vigàta.

– ¿Estás seguro?

– Por la parte de Vigàta, la playa está cortada por unos bloques de cemento. No se puede pasar; para hacerlo, habría tenido que volar.

– ¿Has descubierto el recorrido que pudo hacer?

– Sí, pero es una locura.

– Explícate mejor. ¿Por qué?

– Porque, a pesar de que desde Montelusa a Vigàta hay decenas y decenas de calles y callejuelas que uno puede escoger para no llamar la atención, en determinado punto, para poder llegar al aprisco, el coche del ingeniero no tuvo más remedio que recorrer el cauce seco del Canneto.

– ¿El Canneto? ¡Pero si por allí no se puede pasar!

– Pues yo lo he hecho y, por consiguiente, cualquiera puede haberlo hecho. Está completamente seco. Lo malo es que me he cargado la suspensión del coche. Y, como usted no ha querido que utilizara el vehículo de servicio, tendré que…

– Yo te pago la reparación. ¿Algo más?

– Pues sí. Justo al salir del cauce del Canneto para adentrarse en la arena, las ruedas del BMW dejaron unas huellas. Si avisamos ahora mismo al doctor Jacomuzzi, podríamos sacar el molde.

– Que se joda Jacomuzzi.

– Como usted mande. ¿Necesita algo más?

– No, Fazio, ya puedes volver. Gracias.

Cinco

La playita de Puntasecca, una franja de arena compacta al amparo de una colina de marga blanca, estaba desierta a aquella hora. Cuando el comisario llegó, Gegè ya lo esperaba apoyado en su automóvil, fumando un pitillo.

– Baja, Salvù -le dijo a Montalbano-, vamos a disfrutar un poco de este aire tan bueno.

Se pasaron un rato fumando en silencio. Después, Gegè apagó el cigarrillo y dijo:

– Ya sé lo que quieres preguntarme, Salvù. Me lo he preparado muy bien, puedes hacerme las preguntas incluso salteadas.

Ambos sonrieron ante la evocación de aquel recuerdo común. Se habían conocido en la primina, pequeña escuela privada que precedía a la escuela primaria, y en la que la maestra era la señorita Marianna, la hermana de Gegè, que le llevaba a éste quince años. Salvo y Gegè eran unos estudiantes perezosos, que se aprendían las lecciones como loros y las repetían como tales. Pero, a veces, la maestra Marianna no se conformaba con aquellas letanías y les hacía preguntas salteadas, es decir, sin seguir el orden natural de los datos, y entonces se quedaban mudos, porque era necesario haber comprendido y haber establecido nexos lógicos.

– ¿Cómo está tu hermana?

– La he llevado a Barcelona, a una clínica especializada en los ojos. Por lo visto, hacen milagros. Me han dicho que, por lo menos, podrá recuperar parte de la visión del ojo derecho.

– Cuando la veas, dale recuerdos de mi parte.

– Lo haré sin falta. Como te decía, estoy preparado. Ya puedes disparar las preguntas.

– ¿A cuántas personas administras en el aprisco?

– Veintiocho, entre putas y chaperos de variada índole. Más Filippo di Cosmo y Manuele Lo Pìparo, que vigilan para que no se arme jaleo. Tú sabes bien que al más mínimo problema estaría jodido.

– O sea que mantienen los ojos muy abiertos.

– Claro. ¿Tú sabes el perjuicio que me podría suponer, qué sé yo, una pelea, un navajazo, una sobredosis…?

– ¿Te sigues limitando a las drogas blandas?

– Por supuesto. Hachís y, como máximo, cocaína. Pregunta, pregunta a los barrenderos si por la mañana encuentran alguna jeringuilla, una sola.

– Te creo.

– Y, además, tengo siempre encima a Giambalvo, el jefe de la Brigada de Buenas Costumbres. Me soporta, dice, siempre y cuando no le cause quebraderos de cabeza, y no le toque los cojones con algo gordo…

– Comprendo a Giambalvo: teme verse obligado a cerrarte el aprisco. Perdería lo que tú le sueltas bajo mano. ¿Qué le das, un sueldo mensual, un porcentaje fijo? ¿Cuánto le das?

Gegè esbozó una sonrisa.

– Pide el traslado a la Brigada de Buenas Costumbres y lo sabrás. A mí me encantaría, pues así le echaría una mano a un miserable como tú, que sólo vive de su sueldo y anda por ahí con los fondillos del pantalón remendados.

– Gracias por el cumplido. Y ahora háblame de aquella noche.

– Bueno, pues debían de ser las diez o diez y media cuando Milly, que estaba trabajando, vio los faros de un vehículo que se acercaba por la parte de Montelusa junto a la orilla del mar y se dirigía a toda velocidad al aprisco. Y se asustó.

– ¿Quién es esta Milly?

– Se llama Giuseppina La Volpe, nació en Mistretta y tiene treinta años. Es una chica lista.

Sacó del bolsillo una hoja doblada y se la entregó a Montalbano.

– Aquí te he escrito los nombres y los apellidos verdaderos. También la dirección, por si quieres hablar personalmente con ella.

– ¿Por qué dices que Milly se asustó?

– Porque un coche no podía llegar por allí, a no ser que bajara por el Canneto, donde uno se puede romper el coche y los cuernos. En un primer momento, pensó que se trataba de una muestra del ingenio de Giambalvo, una redada sin previo aviso. Pero enseguida llegó a la conclusión de que no podían ser los de Buenas Costumbres, pues no se hace una redada con un solo vehículo. Entonces, le entró aún más miedo, porque pensó que podían ser los de Monterosso, que me están haciendo la vida imposible para quitarme el aprisco. Y temía que se produjera un tiroteo. Preparada para escapar en cualquier momento, se puso a observar fijamente el automóvil, y su cliente protestó. Tuvo tiempo, sin embargo, de ver que el coche giraba, se dirigía a toda pastilla hacia el matorral hasta casi empotrarse en él y se detenía.

– No me dices nada nuevo, Gegè.

– El hombre que había follado con Milly la dejó y se alejó marcha atrás en su coche hasta alcanzar la carretera provincial. Milly se puso a esperar otro cliente, paseando arriba y abajo. Luego llegó al lugar Carmen, con un enamorado que la viene a ver todos los sábados y domingos, siempre a la misma hora, y se pasa con ella las horas muertas. El verdadero nombre de Carmen figura en la hoja que te he dado.

– ¿Has puesto también la dirección?

– Sí. Antes de que el cliente apagara los faros, Carmen vio que los dos del BMW ya estaban follando.

– ¿Te ha dicho exactamente lo que vio?

– Sí, fue cuestión de unos segundos, pero lo vio. Quizá porque le llamó la atención, pues coches de esa clase jamás se ven en el aprisco. Bueno, el caso es que la mujer que ocupaba el asiento del conductor -lo había olvidado, Milly dijo que la mujer iba al volante- se giró, se colocó sobre las rodillas del hombre sentado en el asiento del copiloto, le sobó un poco la parte de abajo con las manos, que no se veían, y empezó a subir y bajar. ¿O es que ya has olvidado cómo se folla?

– No creo. Pero haremos la prueba. Cuando acabes de contármelo todo, te bajas los pantalones, apoyas tus preciosas manitas en el capó y te colocas con el culo al aire. Si me olvido de algo, me lo recuerdas. Anda, sigue y no me hagas perder el tiempo.

– Al terminar, la mujer abrió la portezuela, bajó, se alisó la falda y cerró la puerta del coche. El hombre, en lugar de ponerlo en marcha y largarse, se quedó donde estaba, con la cabeza echada hacia atrás. La mujer pasó casi rozando el coche de Carmen y, justo en aquel momento, los faros de otro automóvil la iluminaron de lleno. Era una mujer muy guapa, rubia, elegante. Llevaba en la mano izquierda un bolso bandolera. Se dirigió hacia la vieja fábrica.

– ¿Algo más?