Todo comenzó el 2 de octubre de 1972, en el bar del hotel Tirol (Madrid), a las 3.05 p. m. en punto, cuando un haz de rayos lanzado desde un televisor en blanco y negro alcanzó la parte posterior de la cabeza de Carranza, que se encontraba en la barra, saboreando el segundo coñac Torres mientras veía el telediario reflejado en el espejo.
En el momento en que apareció la imagen de Bobby Fischer en la pantalla, dio comienzo la emisión radioactiva.
Concentrada en la nuca durante cuatro segundos, adquirió intensidad suficiente para traspasar el cráneo y alcanzar su hemisferio cerebral derecho, donde quedó depositada la noticia: él, Claudio Carranza von Thurns, doctor en Teología por la Universidad de Insbruk, ex Maestro Internacional FIDE, ex miembro del Anillo Analítico Lacaniano de Buenos Aires, ex presidiario en dos continentes; precisamente él, entre todos los hombres y mujeres de la tierra, había sido el seleccionado para recibir la revelación de la fórmula Omega.
Increíble, sí, pero cierto.
Salió del Tirol tambaleándose bajo el peso de la responsabilidad.
No tardó en comprender que, durante la masiva irradiación, un microrreceptor biológico de gran potencia había sido implantado en su bulbo raquídeo.
¡Caramba, le habían convertido en la antena humana!
Dos semanas más tarde apareció una verruga de sesenta y cinco milímetros de diámetro, parecida a una lenteja, en el punto exacto en el que el haz de rayos había atravesado la piel. Se trataba, naturalmente, de un localizador-vigía que señalaba su posición en radares remotos.
¡Caramba, caramba: resulta que también habían convertido su cabeza en un punto de luz intermitente, visible en la cuadrícula de pantallas desconocidas!
– Bip-bip…, bip-bip…, bip-bip… -comenzó a repetir según andaba por la calle.
Abandonó su casa de la calle Sicilia y se instaló en una pensión de la calle del Barco, para mantenerse a corta distancia del rascacielos de la Telefónica y facilitar las transmisiones.
En la federación reclutó a ese puñado de hombres dispuestos a todo, les tomó juramento y les advirtió que tuvieran paciencia, hasta que él recibiera noticias occipitales y supieran a qué atenerse.
Así fue como nació el Club Gambito de Dama, que se reunía en el Café de la Anunciación a esperar noticias de Los Ángeles.
Años después se sumó el último afiliado: Antonio Maroto.
Cuando regresó de París, un desconocido le entregó una octavilla en el metro.
Ajedrez. Club Gambito de Dama. Partidas ultra-hiperrápidas a pierdepaga (hostiblitz). Admisión: 200 pts Diagnóstico+pronóstico psiquiátrico instantáneos: 200 pts Prof Dr Carranza. Todas las noches. Café de la Anunciación,cl Víctor Hugo, 6.
Dejó el taxi en doble fila.
Detrás del futbolín estaban las mesas y, en la de la esquina, el tablero de Carranza dispuesto para los hostiblís, como él los llamaba, porque iban a toda hostia.
Don Claudio reconoció el papel fotocopiado: su último recurso para saldar la cuenta de coñac Torres contraída con Arturo, en la confianza de que jamás perdería ninguna partida, si jugaba con las blancas y no sobrepasaba el minuto.
– No vale, porque habría un proceso de pensamiento -respondía cuando le proponían más tiempo, alegando que lo suprimido de la conciencia sólo se reflejaba en el tablero a condición de mover sin pensar.
Antonio colocó sobre la mesa dos monedas. El Maestro bebió un sorbo, como si cogiera aire antes de bucear un largo de piscina; puso en marcha el reloj y movió peón cuatro rey.
El obeso taxista rechazó la tentación de la Siciliana, dudó entre Caro-Kahn y la Francesa y avanzó por fin peón cuatro rey, decidido a presentar batalla con la Española.
En el último instante, se acobardó y movió Cf6, transformándola en una prudente Petroff.
El historiador Ulizama y Rafa Ruiz, el embarrancado novelista, se dieron un codazo: era un empeño suicida. La Petroff proporciona a las negras una cómoda oportunidad de hacer tablas, pero con un desarrollo demasiado lento para un vertiginoso hostiblís.
Antonio perdió por tiempo, estrechó la mano del vencedor y puso sobre el mármol las otras dos monedas frías de veinte duros.
Carranza colocó las piezas sin mirar y bebió un trago antes de empezar a reproducir los movimientos jugados.
– ¿Por qué ha clavado usted este alfil en f4, infeliz? -preguntaba sin levantar la vista-. No tiene el menor sentido…, a menos, claro está, que para usted… ¡Me lo temía! ¡Si es que es la polla!
Resultaba evidente, según explicó Carranza, que el alfil inmovilizado en f4 ocupaba el oblicuo lugar de un pene que Antonio debía de pensar que había perdido su madre (o bien que le había sido arrebatado).
– Scheisskerl! -murmuró el Maestro entre dientes, como si dijera «¡cabeza de estiércol!»-. Veamos: Cd5 y me como su caballo. Otra imprecisión, amigo -movía las piezas a ritmo de ballet, tocándolas sólo con la punta de los dedos-. Usted no juega para ganar: he aquí el quid. Malgasta fuerzas protegiendo ese alfil. ¿Es que sueña que se le mueven los dientes, criiic-criiic? ¿Que pasa el aire entre ellos, uuuuuuuuuh-uuuuuuuuh, como entre las ramas de un árbol? ¿Que se le caen todos de un golpe, ¡cataplún!? ¿Ha soñado vaginas abriéndose y cerrándose cual fauces, chas-chas, chas-chas, chas-chas?
– Nunca recuerdo mis sueños.
– Porque querrá usted olvidar algo.
Antonio asintió.
Con los ojos cerrados, sin ninguna equivocación, el Maestro colocó las piezas en la posición inicial.
Al volver a abrirlos tenía un brillo de hoja de acero en las pupilas.
Carraspeó con retumbancia antes de hablar:
– Primero, el diagnóstico. ¿Usted tenía grandes proyectos, verdad? ¿Una Defensa tal vez? -No una cualquiera: la Defensa.
– Comprendo. Pues ahora ya lo sabe: su forma natural de expresión es crear problemas.