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– ¡Tú eres idiota, Toni! -gritó -: tú es que eres un tarado.

– ¡Ha sido sin querer!

Lo último que vio fue la falda que Mari llevaba puesta, a cuadros escoceses rojos y azules.

Era la del uniforme del colegio.

A solas en su habitación, le resultaba excesivo hacerse cargo de la cantidad de pechos de mujer que acababa de contemplar, todos ellos de su hermana y diminutivos, multiplicados por los dos espejos hasta donde alcanzaba la vista, cada vez más lejos, infinitesimales en el horizonte de cristal borroso.

Analizó el acontecimiento con prematuro rigor de ajedrecista y llegó a dos conclusiones.

Una: Maribel se miraba en el espejo para verse sin estar mirándose. Lo sabía porque él también iba a la habitación de sus padres para hacer lo mismo. Era el único lugar de la casa en el que, enfrentando las dos lunas del armario, podía verse de espaldas o de perfil, como en los probadores de los grandes almacenes. Verse como le veían los demás, sin mirarse a los ojos, desde fuera de sí mismo, iguaí que los astronautas habían visto el planeta.

La otra: esa ráfaga de viento (de unos 2,5 nudos máximo) que venía por la calle Menéndez Pelayo no podía ser lo que hacía que sus pechos botaran. Según sus cálculos, era matemáticamente imposible, puesto que cada uno pesaría mínimo sus 1 500 gramos. Mari tenía las manos a la altura del ombligo, con las palmas hacia el techo, así que tenía que haber sido ella la que los había puesto en movimiento.

Llegó a deducir que estaba dándoles palmadas para ver en el espejo como se movían.

¡Macho, macho! ¡Te cagas, compañero!

Esa noche, durante la cena, no pudo pasar bocado. Tenía un nudo que le atragantaba las empanadillas de bonito.

Una semana más tarde no aguantaba más.

Haber visto no era suficiente. Antonio necesitaba tocar.

Cuando se encontraba al límite de sus fuerzas, con el pretexto de una riña cualquiera, mientras veían una serie de la tele, apretó la mano contra la más inmediata de sus dos tetas, que resultó ser la derecha, cubierta por el jersey de lana azul con cuello de pico, el níki blanco y alguno de aquellos sujetadores desteñidos que contemplaba absorto en la cuerda de tender.

Si no lo hacía, reventaba.

– ¡Desde luego, Toni, tú eres un tarado!

Al escucharlo, ganas le dieron de utilizar el verbo zaherir, que tanto veía escrito en Enid Blyton, pero nunca había oído pronunciar en la vida real. «No lograrás zaherirme, hermanita», habría dicho, pero no se atrevió, porque no estaba seguro ni de su significado ni de su ortografía.

Además, tampoco podía llamar hermanita a su hermana, como Dick hacía continuamente.

– ¡Pues anda que tú, subnormal! -fue lo que dijo, quitándole importancia al asunto, como si no hubiera pasado nada, aunque no logró terminar de ver Bonanza.

Se encerró en su habitación para intentar dominarse. Él se sentía nervioso, pero era la tristeza, que siempre viene así: de puntillas, hábilmente caracterizada.

Durante el resto del día tuvo unas ganas constantes de hacer pis.

Recordaba aquel pecho que había apretado contra las líneas de su destino, en la palma de la mano derecha. ¿Se las habría borrado todas de golpe? ¿Las había cambiado por otras? ¿Las había pasado a limpio?

Se miraba las manos, como hacen los bebés y los asesinos con remordimientos, y cada pocos minutos iba y venía sin parar del baño a la habitación.

Parecía decidido a desaguarse gota a gota.

A través de la puerta oyó a Maribel por el pasillo.

– Te vas a acordar, pedazo de tarado. Te juro que de ésta te acuerdas.

Tenía razón. Aún se acordaba. Ésa era la pregunta: ¿cómo olvidar a propósito, compañero? ¿Cuál era esa fórmula Omega que Carranza le había prometido para borrar su memoria como una pizarra?

Maribel seguía interrogándole en la cinta del contestador. «Toni, ¿estás en casa? ¿No? Bueno, vale…, no quería nada, sólo saber cómo estabas. Soy Isabel. Te vuelvo a llamar.» "Antonio, ¿estás ahí? ¿No estás ahí? Soy Isabel, ya te llamo mañana.» «¿Antonio? Soy yo. ¿No estás? Vale, te llamaré.» La voz de su hermana llevaba cuarenta y cuatro minutos repitiendo, entre pitido y pitido, la misma pregunta, pero Antonio seguía sin responder a qué lado de la puerta se encontraba, porque el problema que no había logrado resolver aquella cabeza de compositor de problemas era el único que le importaba en esta vida: qué efecto le habían hecho esas tetas y por qué continuaban en movimiento, como un péndulo, golpeando en sus muñecas y en sus sienes cada vez que cerraba los ojos.

La cinta se dio la vuelta sola.

«¿Estás o no estás, Antonio?», insistía su hermana.

¡Qué pregunta, compañero!

¿Cómo iba a responder que no estaba? ¿Quién hablaría entonces, quién sería ese otro que podía hablar de él en primera persona, capaz de contestar, tan tranquilo: no, mira, no estoy aquí?

Además, ¿dónde iba a estar, si no estaba ahí?

Capítulo 14 Filosofía en el boudoir

Bebían a sorbitos de la olla-express transformada en ponchera.

Para el training sinóptico, Reina Zenaida dibujaba esquemas en la pizarra y evocaba anécdotas de sus acalorados flirts extra-fílmicos.

En lo que se conocía como su «alegre y faldicorta juventud madrileña», la entonces Infanta había mantenido relaciones sentimentales con seis telespectadores. La más duradera, con Javier Planas, el tesorero del Club de Fans Zenaida de Moratalaz. Había también dos moto-mensajeros anónimos off the record; un diputado socialista, de apellido Navalón; el escritor sin obra Rafael Ruiz, y Elvira Vilar, la enfermera que atendió en el Rúber las complicaciones imprevistas de su décima liposucción.