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Además, tiene que recordar cientos de posiciones. Antonio no había cumplido los dieciséis cuando podía reproducir los movimientos de la partida que acababa de jugar. A los diecisiete ganó por primera vez a la ciega. Conservaba en la memoria un repertorio de clásicas y otras que estaban muy cerca de su corazón, o dentro de él y entre algodones: la sexta de Bobby contra Spassky, la que le clasificó en Oviedo o la única que jugó con Maribel.

No consiguió dejarse ganar.

Su hermana no paraba de llamarle tarado y se peleaban con frecuencia, pero no volvió a tocarla. Tenía que conformarse con los inocentes roces de las peleas entre hermanos.

Una vez consiguió atraparla por detrás para recuperar un libro de Enid Blyton. Mari estaba agachada, protegiendo el volumen de la editorial Molino contra su cintura, y Antonio apretaba las manos alrededor de sus muñecas. Forcejearon y sintió crecer su polla apretada contra la raja del culo de Maribel, aunque del contacto cuerpo a cuerpo les separaban, a la distancia de eras geológicas, varios estratos de indumentaria: unas bragas interglaciales que llevaba Mari, con la goma dada de sí; la tableada falda escocesa, los pantalones grises del uniforme y los cuaternarios calzoncillos Ocean de Antonio.

Supo que Maribel se había dado cuenta cuando tiró el libro contra un sillón.

Se sintió zaherido y Los Cinco en la caverna misteriosa estaba a punto de desencuadernarse.

– ¡Déjame en paz, tarado!

– ¡Vete a la mierda tú, estúpida!

En el patio del colegio, el insulto definitivo-non plus ultra era pujicama: PUta, GIlipollas, CAbrón, MAricón. Entre los dos hermanos, en cambio, los favoritos eran tarado y estúpida, respectivamente.

Ahora las ciclistas estaban cuerpo a tierra, igual que los comandos tras las líneas enemigas. Reptaban sonriendo de oreja a oreja, como si tal cosa.

Con los ojos cerrados, vació el tablero. No podía añadir nada. De acuerdo, pero ¿era posible reconstruir otra posición en equilibrio, con la misma idea, en dirección contraria: con menos, en lugar de más piezas?

Quitó tres peones del flanco de rey.

Añadió dos.

Los volvió a quitar.

No importaba. Acabaría lográndolo, puesto que poseía las cualidades del ajedrecista: memoria y anticipación.

¿No serían ambas la misma cosa? Imaginación moviéndose hacia adelante y hacia atrás, como un péndulo, tic-tac, tic-tac, tic-tac…, una bomba de tiempo: esa máquina de la esperanza, que nos explota siempre entre las manos.

Fuera del tablero, sólo le traían inconvenientes.

Primero, porque sin querer lo recordaba todo y, con sólo recordarlo, lo transformaba en algo diferente.

Segundo, porque no podía evitar imaginarse lo que iba a suceder, así que, cuando por fin ocurría, le decepcionaba siempre. Era como con las películas: le había gustado más la novela que él ya tenía escrita en su cabeza.

Sin haber alcanzado a pedales la vida eterna, desaparecieron las gimnastas y apareció un individuo para anunciar un próximo avance informativo. Debía de ser lo que llamaban un locutor de continuidad: justo lo que Antonio habría necesitado cuando se quedó solo, apretando en las manos el libro de los Cinco.

Se encerró en su habitación-camarote, forrada de maderamen y con muebles que parecían restos de un naufragio. Tenía un quinqué, los tiradores de los cajones eran anclas y había una carta de navegación del mar de los Sargazos.

En el comediscos sonaba la sobrecogedora voz de Niño Bravo y Antonio no sabía qué hacer con sus manos.

Aún no había aprendido a masturbarse, porque, salvo Ortueta, no tenía amigos en el patio del colegio.

¡Pero se iban a acordar! Este convencimiento le había permitido sobrevivir sin perder la razón. Un día os vais a acordar de mí. De ésta te acuerdas, estúpida.

Así había concebido su obra maestra, la Defensa Maroto: como venganza. Se consideraba el acreedor universal. Algo le debía y no le pagaba el género humano en su conjunto y, en particular, aquellos a quienes había tenido la oportunidad de conocer personalmente.

Ahora que ya estaba de vuelta, resultaba que de ésa, de aquélla, de todas ellas el único que no se había olvidado era él, Toni Maroto, que seguía vivo y todavía llevaba razón, pegado al volante, pendiente del espejo y transmitiendo en A. M. por la radio del coche, sin esperar respuesta, porque el universo mundo sintonizaba F. M. y él debía de ser el único idiota que seguía con el antiguo transistor.

Un tarado, oquéis.

En los céntricos grandes almacenes, los dependientes le decían a su madre que el niño estaba un poco grueso o bastante fuerte y les enviaban de cabeza a esos departamentos de castigo llamados Tallas Especiales. Aún así, al final tenían que meterle el bajo de los pantalones.

¿Podía haber sobrevivido a una EGB a menos que estuviera convencido de que se iban a acordar?

Ciclo a ciclo, evaluación a evaluación, iba dejando de ser persona humana para convertirse en un punto de referencia. Su utilidad principal era de orientación topográfica: a la derecha del gordinflas, justo detrás del gordo, el tercero a partir del paquebote…

Se volvió medieval perdido. Creía a pies juntillas en la separación del alma y el cuerpo.

Sobre todo, en su caso particular.

Su alma invisible era él, Antonio Maroto Martínez, pero ese cuerpo (¡por suerte perecedero, macho!) no le pertenecía; era el de Toni-Pótamo, como le llamaban en el colegio. Tenía que tratarse de una equivocación, algún malentendido, porque ni siquiera se parecían. La cara era lo único: se encontraba a salvo en la peluquería, envuelto en la sábana blanca de cuello para abajo. ¿Por qué no seguían llevando togas, como los romanos, en lugar de los pantalones grises que nunca le quedaban bien? Cada vez que se miraba en fotos, experimentaba la misma sensación que al escuchar su voz grabada: ¿Ése soy yo? ¿Seguro? ¡Pues no me reconozco! ¡No me da la gana! Una cosa era él, Toni Maroto, visto desde dentro, y otra cosa muy distinta era lo que veían los demás desde fuera: Toni-Pótamo, el gordo que salía en las fotos, el que se reflejaba en los espejos de los probadores y en las dos lunas del armario de sus padres. Su cuerpo era la parte de sí mismo que pertenecía a los demás; lo que él no podía ver desde fuera. Eran ellos, por lo tanto, era la mirada de los otros la que había construido ese cuerpo con tantos kilos de sobra. ¡Ay, si su alma hubiera podido arrancarse de un golpe la careta! Pero la infeliz vivía aherrojada en ese cuerpo-calabozo, capturada en carne-mazmorra, cargada de cadenas de michelines, condenada por los otros, por todos los demás, sin derecho a ser oída y sin posibilidad de indulto.