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– Ich líebe dich, Frau mit Olkcanchen! -susurró, como quien dice: «¡Te amo, mujer con alcuza!».

Y era verdad. La amaba. Habría dado años de la suya por conservar la vida y la alcuza de esa tenaz mujer inevitable.

Se dio media vuelta y echóse a andar, emocionado, dispuesto a abrazar al primer hombre que encontrara en su camino.

En ese preciso instante el repentino aullido de Bobby hizo impacto en la parte de atrás de su cabeza y Claudio se paró en seco, giró en redondo, cogió impulso y la empujó por la espalda.

Cayó de bruces sobre las vías.

Comprobó con el rabillo del ojo que el tren le pasaba por encima y subió de dos en dos las escaleras.

Recuperó el aliento, ganó la calle y echó a andar por Bravo Murillo hacia el Canal.

– Bip-bip…, bip-bip…, bip-bip… -iba diciendo.

Frente al depósito de aguas, se hincó de rodillas en la acera.

Estaba recibiendo una transmisión.

Duró setenta y dos segundos y, cuando terminó, Carranza se dirigió a una cabina para llamar a Antonio Maroto.

El Comando Suicida iba a entrar en acción.

Capítulo 20 Le dernier metro

Cogió al quinto timbrazo.

– Torrecilla al aparato.

– Aquí Carmen.

El comisario miró el despertador. Las seis de la mañana.

– Mujer muerta, entre treinta y cuarenta, en el metro de Cuatro Caminos…

– Mándame ahora mismo un coche.

– Ya lo he hecho, jefe.

Torrecilla se echó agua en la cara, se peinó con los dedos y se puso el traje gris marengo.

Traspasó el arma de debajo de la almohada al bolsillo de la americana.

Al salir oyó la persiana metálica de la panadería. En Santa Teresa, sobre una mesa plegable, una mujer vendía bocadillos de atún con tomate y litronas que mantenía en un cubo con hielo. Por Fernando VI, sin cordones de los zapatos, con ojos vidriosos y el pelo acartonado, las criaturas de la noche tiritaban esperando taxis.

El frío del amanecer le confirmó que había hecho bien dejándose el sky-jama puesto por debajo del traje.

Atravesó Santa Engracia en el catorce-treinta trucado del Parque Móvil.

La inspectora Carmen Menéndez le esperaba en la boca

– ¿Ha llegado? -preguntó Torrecilla. -Está abajo…

– ¿Qué dice?

– Falsa alarma, jefe. Siento haberle sacado de la cama.

– No importa, Menéndez, soy un profesional.

En el túnel, de rodillas, Antonio Álvarez-Barthe examinaba el cuerpo con una cinta métrica y grababa sus primeras impresiones en una cásete portátil con micrófono incorporado.

– Pierna derecha setenta centímetros, pierna izquierda… setenta y cinco centímetros…, observo pantis sintéticos…, distingo tirita talón…, posible rozadura zapato. Examino pie derecho. Rozadura confirmada. Hipótesis preliminar: zapatos aprietan…, localizo calzado desprendido…, aquí están: ¡nuevos, como me temía!…f tacón derecho partido… -el forense apretó el stop al reconocer al comisario -. Lo siento, Torre, pero ésta se ha caído.

– ¿Estás seguro?

– Uno, no hay suficiente ángulo. Dos, era coja perdida. Tres, no hay señales de violencia. Cuatro, le apretaban los zapatos…, en definitiva, puedes volver a dormir.

– Ya que estoy, llevaré a cabo una inspección visual.

Yogures, gel de baño, pan Bimbo, una lata de aceite de oliva y un cartón de Bucaneros alrededor del cuerpo destrozado por las ruedas del tren.

– Aquí está su carnet -anunció la inspectora, que revisaba el bolso con guantes de plástico-. Se llama Ana Martín Cornejo…

Torrecilla soltó un juramento.

– Lo siento mucho, Barthe, pero te equivocas. La han ase-

– ¿Estás seguro?

– Completamente. Es otra de ellas…, ¡y van seis!

Para proteger a los exiliados, la policía española conocía las identidades falsas que ostentaban las superestrellas venezolandesas, y Torrecilla recordaba el nombre: la interfecta no era otra que la ci-devant Ernestina Soletilla, Baronesa del Parte Meteorológico.

Capítulo 21 Mecanismos de relojería

Siguieron a la mujer durante tres días. Tenía horarios regulares. Por las mañanas salía a las ocho y media y cogía el autobús hasta su trabajo, en el Palacio de Exposiciones y Congresos. Comía a las dos y media en el cercano La Marmita Bar-Rte., volvía al Palacio y salía a las seis y media. Iba en taxi a un chalet del Viso, donde la recibía un hombre al que ella entregaba todos los días un paquete y recibía a cambio otro de menor tamaño. Qué curioso, ¿verdad? Volvía a Agustín de Foxá en el mismo taxi y ya no salía hasta la mañana siguiente a las ocho y media en punto.

El día número cuatro Antonio se situó el primero en la parada frente al Palacio, a las seis y veinticinco en punto.

Levantó el brazo ensimismada, con esa autoridad que ejercen, casi sin poner atención, los que no dudan que van a ser obedecidos.

– A la calle Guadiana 16.

Era rubia y llevaba el pelo recogido en la nuca con una goma, dejando a la vista orejas diminutas. Parecían maquetas de orejas de verdad, como las que utilizamos las personas mayores, pero construidas a escala muy reducida y con esa exagerada precisión de detalle que sólo es propia de catedrales góticas, jarrones chinos y discusiones familiares.