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– Espéreme aquí un momento, por favor.

Abrieron en el acto, como si el hombre del traje de raya diplomática hubiera estado escondido detrás de la puerta, esperando su llegada. Entregó el paquete grande y recibió el pequeño, del tamaño de una cinta de cásete, -Ahora vamos a Agustín de Foxá 25. No miraba por la ventanilla ni al conductor, sino hacia algún punto suspensivo situado en su memoria o en su esperanza. Eso si es que definitivamente no son las dos la misma cosa: bombas de tiempo, que se ponen en marcha solas y siempre nos explotan encima, compañero.

– Muchas gracias. Quédese con el cambio. Era un billete de mil para una carrera de ochocientas setenta y cinco.

Antonio rodó de vuelta al centro. Por Castellana, a la altura de Eduardo Dato, el espejo retrovisor comenzó a perder nitidez. Hubo un fundido en blanco.

Se dio cuenta de que, sin poder evitarlo, iba a ser víctima de un flash-back en ese mismo instante. Tragó saliva.

Apenas tuvo tiempo de parar en doble fila y encender las luces de emergencia.

Apretó la nuca contra el reposa-cabezas, para contrarrestar la fuerza del retroceso; cerró los ojos y salió proyectado hacia atrás.

Al frenar, dio con la frente en el volante, ¡No! ¡Otra vez no! ¡Había vuelto a hacer impacto demasiado cerca!

Maldijo su voluminosa estampa. Siempre estaba igual. Había visto crecer a su hermana, pero echaba de menos su infancia. Cuando él nació, era ya demasiado tarde: Maribel había pasado la varicela y la escarlatina y, para cuando Antonio tuvo uso de razón, acababan de salirle tetas.

No sabía cómo era antes de los doce o quince años, salvo en fotografías y una película de súper-8 rodada en la parcela de Galapagar.

Mari había nacido rege Bottviniko, el ingeniero marxista-leninista que sucumbió a manos de Tigran Vartanóvich Petrossian.

Petrossian era uno de los pocos jugadores soviéticos que no sabía hacer ninguna otra cosa. No tenía doctorados en literatura o historia ni corría cien metros en ocho segundos: el amigo Tigran únicamente jugaba al ajedrez. Se quitaba el sonotone, para concentrarse mejor. Cuando lo volvía a instalar, con el aparato en el bolsillo, el hilo blanco restablecía el contacto entre su abultada cabeza y su corazón diminutivo. Cada vez que jugaba lo hacía con un único propósito: no perder. Nunca intentaba conseguir la victoria, sino evitar ser derrotado.

Era campeón cuando nació Antonio.

Mientras él estaba en el colegio, Maribel acababa de empezar Románicas y había aprobado el carnet de conducir (más tarde le compraron un Dos Caballos). De su padre había sacado los ojos entre azulados y grises y de su madre el óvalo de cara, además de dos rasgos que habían ido siempre unidos en todas las mujeres Martínez a través de las generaciones y que a Antonio unos días le parecían contradictorios y otros complementarios: los pechos grandes y la irónica sonrisa de medio lado. A él solían decir que se parecía de nariz para abajo, en la boca de labios finos. Además, tenía un cuello, unos hombros y unas clavículas que no eran de la familia y tampoco parecían de este planeta, así que Antonio no se explicaba de dónde los habría sacado.

El año del 2CV fue el último que llevó faldas escocesas y suéteres de lana y, a partir de entonces, iba siempre con vaqueros desgastados o con una falda estampada con flores de cuneta. Nunca llevaba bolso. Durante el invierno usaba unas botas que untaba con un trapo de grasa de caballo, sentada en la mesa de la cocina. En verano las cambiaba por unas sandalias de tirillas.

Había registrado sus cajones, como consideraba su deber de hermano pequeño, pero sólo encontró algunas cartas y tarjetas postales, fotografías, paquetes de cigarrillos servilletas de papel con números de teléfono y libros de poesía con signos de exclamación e interrogación en los márgenes (los que se utilizaban para anotar partidas de ajedrez, aunque Antonio no sabía si para ella tendrían el mismo significado que para el Informator yugoslavo).

Su guardarropa era excesivo, considerando las cuatro cosas que siempre llevaba puestas y que la mitad de ellas eran propiedad de Antonio. Tenía esa manía. Todo parecía que lo hacía para llevar la contraria, como no dejaban de recordarle sus padres. ¿Por qué no vas con chicos de tu edad? ¿Por qué no te vistes como una señorita? ¿Por qué no te matriculas en Derecho por las tardes?… ¿Es que lo haces siempre para fastidiar?

Maribel, erre que erre.

Era el «espíritu de la contradicción», su madre se lo decía.

Una noche que estaba solo en casa, se probó uno de sus sujetadores para intentar saber qué sentía Mari al llevarlo puesto.

Sentir lo que ella sintiera era el propósito de Antonio, mirar la vida a través de sus ojos, ponerse en su lugar. ¿No era eso el amor, ponerse en el lugar de otra persona, la que sea, pero fuera de uno mismo?

Con el sujetador no fue capaz de llegar a ninguna conclusión, así que durante un par de semanas estuvo transportando unas bragas sucias en el bolsillo de la trenka y, a veces, en el metro, las sacaba apelotonadas en el puño y se las llevaba a la nariz, como un pañuelo, para aspirar el olor secreto de la mujer que amaba.

En su habitación las puso bajo el quinqué y examinó unas pequeñas manchas que tiraban a marrón rojizo.

Las contemplaba como si fueran a revelarle un secreto.

Como no lo hicieron, acabó devolviéndolas al cesto de la ropa sucia y juzgó esta decisión muy acertada.

Debo de estar madurando, macho, se felicitó.

Mari también.

¡Eso era lo más grave!

Salía por las noches y ese mismo verano se fue de viaje con unos compañeros de facultad en un Land-Rover. Se metió en política hasta conseguir que la detuvieran. Tuvo que ir su padre a sacarla de la comisaría y ni siquiera le dio las gracias.

Mientras tanto, Antonio se repetía la misma pregunta: ¿Lo había hecho ya? ¿Hasta el final? ¿Todavía no? ¿Sí? ¿Con quién?

Una tarde, cuando no estaban sus padres, fueron dos hombres a casa con Julia, que era la mejor amiga de Mari.