– Dejadlo estar. También hay que saber improvisar, ¿no? Nuevo operativo de emergencia: ¡vamos a reventarlo!
La mujer se quedó de retén y los dos hombres partieron con los guantes y las caretas puestas. Ortueta conducía el Volvo, con cinco kilos de explosivo plástico en el maletero: más que suficiente para reducirlo a fragmentos de chatarra tan diminutos que ni en el más grande podría caber un ADN entero.
Antonio le seguía en la Vespa. Por debajo del casco, el cartón de la careta de Pato Donald se le estaba pegando al sudor.
Dejaron el coche-bomba aparcado en un arcén de la carretera de Colmenar Viejo, cerca de la Universidad Autónoma.
Al llegar a la altura del Piramidón, Antonio dio la orden de que se quitaran las máscaras, en parte para que Vulcano (que iba con una de Marilyn Monroe y sin casco) no levantara sospechas; y en parte porque su Pato Donald estaba deshaciéndose.
El temporizador se adelantó veinticinco segundos. La explosión se produjo a las 12.15, en el momento en que la Vespa se saltaba un semáforo de la calle Joaquín Costa.
Se oyó en un radio de quince kilómetros a la redonda (incluía Vicálvaro y Bustarviejo), pero no hubo que lamentar desgracias personales.
Caissa informó que le había dado a la Princesa prisionera un somnífero para que durmiera la siesta.
– No parece que extrañe la cama -añadió. A la hora convenida, Antonio y Paquita se acercaron a la cabina, en Peña Prieta con la Avenida de la Albufera. -Arrodíllate, Caissa, que tiene que ser en la de inválidos. -¿No dará igual?
– ¡Cómo va a dar lo mismo! Ésa es la que lleva la protección antiescuchas.
– Vale…, perdón: sí, Señor.
Se precipitó al suelo y leyó en cuclillas el mensaje que ¡levaba anotado. Tenía instrucciones de comerse la hoja de bloc nada más colgar.
Mientras ella masticaba, Antonio llamó a don Claudio, que declaró abierto el Segmento Negociación.
Con un dedo mojado en saliva, comprobó la dirección del viento y dio nuevas instrucciones a Paquita:
– Aléjate unos cincuenta metros rumbo sur-suroeste. Tengo que establecer cierta comunicación clasificada.
– ¿Señor?
– ¡Que me esperes a la puerta de ese Pryca, coño!
Marcó un número y transmitió un breve mensaje secreto.
De vuelta en Sicilia, agotados, el Comando almorzó tortilla de patatas en la cocina y brindó con una botella de sidra achampanada por el éxito de la operación en todos sus segmentos sucesivos.
– Buen trabajo, Vulcano -le felicitó Antonio -. No te impacientes.
Ortueta tenía una cuchara y el mechero encima de la mesa y estaba quitándose el cinturón.
Antonio le entregó la jeringuilla y una papelina.
– Hasta esta noche no hay más, ¿lo has comprendido?
– Sí.
– ¿Sí qué?
– ¡Sí, Señor! -se cuadró marcialmente.
– A las ocho estaré de vuelta. No quiero imprevistos.
Paquita respondió en voz alta; Ortueta, mediante gestos. Sujetaba entre los dientes la correa del cinturón, con el que apretaba un torniquete en el brazo izquierdo.
Encontró la vena, clavó la jeringuilla y extrajo una gota de sangre repleta de réplicas de sí mismo.
Apretó el émbolo y sintió una sacudida en su interior. Paquita, a su espalda, le daba masaje en el cráneo afeitado al cero. Los dos cerraron los ojos y Antonio creyó que no llegaron a oír lo que iba diciendo:
– Desde luego, qué vergüenza, Ortu. ¡Con lo que tú eras!
Capítulo 25 Blitzkrieg!
La luz del contestador parpadeaba. Pulsó play y escuchó:
– Soy yo. Tú no te preocupes, Toñín. Tú sigue así. Los dos sabemos que no eres ningún tarado, compañero.
Le sorprendió su propia voz grabada.
En ocasiones necesitaba recibir llamadas de adhesión, aunque no tuviera más remedio que hacerlas él mismo, mientras Paquita esperaba a contraviento.
Ordenó su cabeza, abarrotada de apuntes mentales que no sabía a qué podían referirse. Algo sobre la clonación de Ortueta. Otro que ponía: «Lo de los músculos». Formidable, ¿qué músculos? "Dios y los vivos.» Espléndido, ¿qué significa? «Mañana sin falta.» Vale, mañana, oquéis, pero ¿mañana por hoy o por hace tres semanas?
Al fondo, bajo los papeles arrugados, neuronas desechables y esas bombillas fundidas de ideas sin pensar, había recuerdos que le hacían bajar la cabeza.
Tal y como él lo veía, se lo había jugado todo a una carta: el famoso Blitzkrieg.
Y había perdido.
Tomó la decisión después de abrir la puerta del cuarto de baño.
No se le iba de la cabeza lo que sobrenadaba el agua de la bañera: sus pechos (que flotaban, como islas a la deriva) y su media melena, los hombros y el cuello de procedencia extra-familiar y extraterrestre, las rodillas dobladas y esos ojos grises que tenía, del mismo color que los charcos de lluvia.
Por debajo del agua jabonosa, a poca profundidad, vio un arbusto enredado como sus propias pesadillas de amor y, dentro de él, un arrecife de coral.
– ¡Tú eres un tarado! -gritó Mari desde el agua. Encallado en su camarote, escuchaba despedirse a Niño
Bravo y analizaba la jugada. Un jaque temerario y prematuro sin posibilidad de éxito; con el que sólo había conseguido debilitar la posición de sus propias piezas.
Así no íbamos a ninguna parte. Tenía que descargar el golpe sólo cuando pudiera hacer impacto de lleno, por sorpresa. Un verdadero Blitzkrieg, como en el póster de Guernica que Mari había clavado con chinchetas en su cama.
Recordaba la tarde en que le tocó esa teta que había trastornado las líneas de su destino. Creía que, para desafiar la ley de la gravedad, Mari había hecho botar sus pechos. En el recreo, los de su clase jugaban a sujetarle a uno el brazo recto, paralelo al cuerpo, mientras él hacía fuerza para levantarlo. «Ahora deja de apretar.» Al soltarle, el brazo se levantaba solo, como por arte de magia.