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No servía de nada. Maribel se aburría. Se saltaba páginas. Preguntaba qué tal por puro trámite, sin esperar respuesta. Las escenas de celos (que si había quedado a patinar con Pablo o que si la habían visto en Topaz con Viloria) las consideraba cosas de niños.

Había llegado el momento de lanzar el Blitzkrieg y jugárselo todo a una sola carta.

Ahora o nunca, compañero.

Día D, hora H en punto. Los dos en el salón. Sus padres, fuera durante el fin de semana. Habían cenado tortilla de patatas y después Mari se sirvió una copa de coñac. Antonio, una Mahou.

Tenía que actuar sin pérdida de tiempo, antes de que empezara Sábado Cine y Mari dejara de hacerle caso, porque ponían una de Truffaut.

– Mari, ¿por qué no me enseñas a follar? -preguntó, muy sorprendido de que su voz no sonara como un disco a menos revoluciones.

El fundamento teórico del Blitzkrieg consistía en aprovechar la propensión didáctica de Maribel para acostarse con ella.

En realidad, Antonio no esperaba conseguir tanto. Se conformaba con que le enseñara a dar besos con lengua, a desabrochar sujetadores y tal vez, con suerte, que le dejara verla desnuda en tierra firme, para irse familiarizando (según se proponía justificarlo).

– ¡Pero qué dices!

– Es que no tengo ni la más remota, Mari, y no me gustaría hacer un mal papel el día que me toque.

– Tío, ¿tú estás bien de la cabeza?

– ¿De la cabeza? Sí, seguro. De la cabeza, sí. Maribel le explicó que esas cosas se aprendían haciéndolas y que a todo el mundo le pasaba lo mismo. -No te angusties, Toni.

– Es que, si tú me enseñas, entonces ya voy sobre aviso, como si dijéramos, ¿tú me comprendes?

– ¿Pero qué es lo que quieres saber?

– Saber, de la teórica, lo sé casi todo. He procurado informarme, no te creas. Lo que yo decía era de practicar un par de veces, para ir soltándome. Sólo hasta que le coja el tranquillo.

– ¿Me estás proponiendo que nos acostemos? Al ver cómo le cambiaba la cara a Maribel, intentó dar marcha atrás.

– ¡Qué va! ¡Si no es eso! ¿Creías que era eso? ¡Ja, ja, ja…! No, para nada. Me refería a unos besos. Que me enseñes a morder. Y podíamos hacer un par de posturas fáciles, con la ropa puesta o con el chándal, sólo para ir haciéndonos una idea…

– Antonio, tú lo que quieres es acostarte conmigo. ¿Cómo se te ocurre?

– Que no quiero… Bueno, sí… pero sólo como entrenamiento, igual que lo del baile, ¿tú me comprendes?

Maribel bebió coñac, se enderezó en el sillón y permaneció en silencio. Algo iba mal.

Al parecer ella no le comprendía. Se terminó la copa y entonces lo dijo: -Tú eres un tarado. Pero de verdad: un auténtico tarado, Antonio.

– Vale, tía, no hace falta ponerse así… ¡Muchas gracias! Ya aprenderé yo por mi cuenta… -respondió, como quitándole hierro al asunto.

Te vas a acordar de ésta, se decía: vas a ver tú quien soy yo. Su fuero interno debía de estar vacío, porque las palabras rebotaban contra las paredes y el eco le devolvía las tres últimas entre interrogaciones: ¿quién soy yo?, ¿quién soy yo?, ¿quién soy yoooooooo?

Maribel se puso a ver Los cuatrocientos golpes mientras las esperanzas de Antonio se derrumbaban como un castillo de naipes.

Había puesto en el Blitzkrieg esas ilusiones de los veinte años y quedaron derribadas de un manotazo cruel, se disiparon cual pompas de jabón, volaron de un soplido, como la catedral de mondadientes levantada por algún testarudo idiot-savant. Aquel aprender juntos, de la mano; aquella camaradería fraterna, aquellos polvos-croquis, en borrador, que se prometía tan felices y frecuentes con su hermana…, ¡todo había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra!

Desde entonces sabía que ella sabía.

Comprendió que los dos tendrían que renunciar al espejismo de una vida normal y corriente, como la que podían llevar si les daba la gana Pirri y Sonia Bruno, Zoco y María Ostiz o incluso Fabiola y Balduino, a pesar de las coronadas cabezas.

Ahora Antonio ya sólo se podía identificar con individuos fallecidos, a ser posible en trágicas circunstancias, separados de un golpe del resto de su vida.

En su inaccesible fuero interno se identificaba sin parar, se identificaba a fondo (hasta que le escocían los ojos) con Niño Bravo, el malogrado artista valenciano víctima de la carretera. Tenía visiones de unas sombrías nupcias post-mortem de Niño con Cecilia, unos espectrales esponsales al otro lado del agua, con las caras lívidas pegadas al cristal.

Tropezando con las patas de los muebles, se fue a su camarote, donde quedó a la deriva en la alta mar de la mayoría de edad.

Capítulo 26 La bolsa ola vida

El comisario Torrecilla y la inspectora Menéndez estaban como dos pasmarotes, sentados frente a frente con el teléfono en medio. La voz de mujer que informó del secuestro había anunciado una segunda llamada:

■■Hola, policía. No pienso dar mi nombre ni mi número porque esto es un secuestro de verdad. Silvia Martín, la ci-devant Princesa María Virtudes de las Angustias Martell, está en nuestro poder. Repito, sí, ¡está capturada! Corre muchísimo peligro como no sigan nuestras instrucciones al pie de la letra. Me pondré de nuevo en contacto mañana a las doce cuarenta y dos pe eme. Preguntaré por la señora.»

– Cojo yo -recordó el comisario cuando sonó el teléfono.

En el otro extremo de la sala se encendieron los pilotos intermitentes en la consola de los técnicos de intervención telefónica y Fernando Armero mostró el puño con el pulgar extendido hacia arriba.

– Listos, jefe. Allá vamos.

Torrecilla asintió y descolgó.

– ¿Está la señora? -preguntó una voz de hombre.