– ¿De parte de quién, por favor? -retrucó el comisario, con el objetivo de ganar tiempo.
– ¿Usted es idiota?
– No, soy Torrecilla. Comisario Pedro Torrecilla. Hablo en nombre de la policía española. Es decir, soy la persona en quien el señor ministro ha depositado su confianza en tan dramáticas…
– Calle y escuche, Torrecilla -interrumpió la voz -.Sólo soltaremos a la Princesa si le conceden a Bobby Fischer la nacionalidad española en el Consejo de Ministros del viernes.
– ¿El tío del ajedrez?
– Exacto, para que pueda seguir jugando.
– No comprendo bien…, ¿él no es de suyo norteamericano?
– Por eso mismo, Torrecilla. España no mantiene ningún bloqueo contra la ex Venezolandia. Primera condición: Bobby ciudadano español. Segunda condición: si quieren volver a ver viva a la Princesa, preparen ocho millones en metálico, en billetes de cinco mil con números de serie no correlativos, ¿comprendido?
– ¿Millones de pesetas?
– Meta el dinero en una bolsa de deportes y espere instrucciones.
– ¿Una bolsa Adidas servirá?
Tras una breve pausa, la voz adquirió un tono diferente, en apariencia irónico.
– De ningún modo. Tiene que ser una bolsa de Montreal 76. Téngalo el viernes a las 5 p. m. Recuerde: o es Montreal 76 o no hay trato.
Torrecilla seguía concentrado en su objetivo de prolongar la conversación para que Armero pudiera localizar la llamada.
– ¡Han pasado casi veinte años! No sé si quedarán ya esas bolsas…, compréndalo…, necesitamos más tiempo.
– Arrégleselas. Recuerde. Primera condición: nacionalidad para Bobby por decreto. Segunda: la pasta en la bolsa correspondiente. SÍ no, el viernes a las cinco y un minuto en punto la Princesa será ejecutada.
– Necesitaría alguna prueba de que ahora está viva y en su poder.
– Descuide, comisario. ¿Qué prefiere? ¿Le envío una oreja o mejor un dedo, que tiene huellas dactilares?
Colgó.
Fernando Armero se arrancó los cascos de las orejas y golpeó la consola con el puño cerrado. Saltaron chispas.
– ¡Maldición! Han desviado el rastro por satélite, a través de la órbita geoestacionaria… Según el ordenador, se supone que llama desde una cabina pública en la Perspectiva Nevsky de Leningrado…, ¡jal
– ¡Qué malditos! – reconoció Torrecilla-. Esa cinta la quiero en el laboratorio -le ordenó a Armero-. Y tú, consigue la dichosa bolsa de Montreal. Ya sabes dónde las hay todavía -le tocó a la inspectora Menéndez.
Capítulo 27 Violetas IMPERIALES
Se despertó en una habitación forrada de aislante plástico, sin ventanas, a la que le calculó cuatro metros cuadrados. En la pared había un enorme retrato de Lenín a la puerta de un vagón, dirigiéndose a la multitud que llenaba el andén. Se trataba de una burda falsificación histórica: detrás del leader había sido añadida la torva y barriguda figura de Pedro Fonseca.
La princesa estaba tumbada en una colchoneta sobre el suelo. Había una bandeja con una taza de café, un plato con un bollo suizo y un vaso de agua. A los pies, un chándal planchado y bien doblado. Bajo la almohada, un pijama de hombre a rayas azules. Una de las puertas estaba cerrada y, al abrir la otra, encontró un cuarto de baño en miniatura, con taza de váter, lavabo y ducha. La rejilla de ventilación era demasiado pequeña para intentar evadirse. Probó el bollo y enumeró las actividades a las que debía entregarse sin pérdida de tiempo.
En primer lugar, una tabla diaria de ejercicios gimnásticos para mantenerse en forma. Flexiones, abdominales, tal vez algo de bicicleta tumbada en el suelo. En segundo lugar, tenía que obtener papel y boli, para consignar las impresiones de su cautiverio; bien en forma de diario, bien transformadas en novela; tal vez como cartas, ora a su idolatrada madre, ora abiertas al director de un periódico; ya en primera persona, ya en segunda. Por el mismo precio, la segunda persona proporcionaba un máximum de dramatismo hipnótico: «Estás sola. Te lavas los dientes. Sabes que morirás. Recuerdas a tus seres queridos…». ¡Chévere! ¡Supercrocanti! ¡Hiperniolonización! En tercer lugar, no podía perder la noción del día y la noche. Se orientaría por las comidas y haría muescas en la pared con el mango de la cuchara. ¿Y si fuera un secuestro muy prolongado? Pues… de entrada… ¡perdería peso! ¡Estupendación! ¡Molonización absoluta! Pero ¿y si iba y se traumatizaba? La Princesa era elegante, lo sabía, y por lo tanto, con una psicología decorativa, pero frágil, de mírame-y-no-me-toques o tente-mientras-cobro. Podía afectarle, cierto, aunque estaba convencida de que resistiría: a) por su esperanza en la salvación de la patria; y b) por su fe en un Ser Superior. Se sentía optimista y eso sí que era decisivo. La moral lo era todo: ¡el arma secreta de la prisionera política! En cuarto lugar, tenía que explorar la psicología de sus secuestradores. No sería tan frágil como la suya, eso era seguro. Debían de ser unos tipos encallecidos, con bastas psiques de esparto o de cemento armado. Sin embargo, tenía que intentar encontrar sus puntos débiles o talones de Aquiles. Había visto a dos hombres con sendas caretas de Marilyn Monroe y del Pato Donald. El Pato era muy gordo; Marilyn, un escuálido. Lo inmediato era averiguar en manos de quién estaba. Esbirros de don Pedrito, por descontado, pero ¿eran secundarios o telespectadores? Los secundarios no tendrían piedad, cegados por el resentimiento como lo estaban. En cambio, si se trataba de espectadores, incluso sus puntos fuertes se convertirían en puntos débiles… ¡hasta que apareciera el cocodrilo! Entonces sería todo viceversa, ¡menudo quilombo! En quinto y último lugar, como evadirse resultaba imposible por aquel ventanuco (a menos que adelgazara unos treinta kilos, ¡qué horror, una exageración!), tenía que intentar establecer contacto con el exterior. Se ganaría la confianza de los secuestradores (merced al conocimiento de sus talones) y les pediría que le trajeran algo muy especial. Lo había leído en una novela de un tal Sheldon. La policía interroga a los familiares y averigua que el secuestrado se perece, pongamos por caso, por la Nocilla. Éste (el secuestrado) suplica a aquellos (los secuestradores) que le adquieran dicho producto (la Nocilla, en nuestro ejemplo). Ahí tenía ella una manera superingeniosa de comunicarse con el exterior. Si accedían… ¡ellos solitos se habían metido en la trampa! La policía tendría rodeadas las tiendas expendedoras de Nocilla y, en cuanto un secuestrador adquiriera un solo bote, ya estaba descubierto el escondite. Parecía sencillo, sí, pero necesitaba algo distinto de la Nocilla. Su sabor le traía malos recuerdos. Además, se vendía en numerosos establecimientos. Quizá demasiados para que la policía española los tuviera bajo vigilancia permanente. También tenía que ser algo que se le ocurriera a su madre cuando le preguntaran. En la novela del tal Sheldon descubrían a los malhechores gracias a una cinta de los Bee Gees, pero, por ejemplo, ¿se acordaría su madre de cuánto le gustaban las baladas del Ornitorrinco? ¿Sabía acaso cuáles eran sus lecturas favoritas? ¿Lo sabía ella misma, por cierto? ¿Podría decirle su madre a la policía qué alimentos eran sus preferidos número uno? Francamente, lo dudaba. Había tanta y tanta incomunicación entre madres e hijas y tanto y tanto abismo generacional y dinástico en nuestras monarquías constitucionales. Como también dudaba que en pleno Madrid fuera posible controlar las ventas del Ornitorrinco, que llevaba ya cinco elepés de platino iridiado.