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Los novelistas lo veían todo muy fácil.

Se duchó y se vistió con el chándal reglamentario.

Se le acumulaba el trabajo. Tenía que: 1) hacer la gimnasia; 2) no perder la noción del tiempo; 3) reclamar recado de escribir; 4) ganarse la confianza de los secuestradores; y 5) intentar comunicarse con el exterior.

Miraba el techo de escayola en el que una mancha de humedad dibujaba un árbol.

Le pareció que las ramas se movían.

– ¡¡Violetas imperiales!!

Eran su golosina superfavorita número uno, lo sabía todo el mundo.

¡Si hasta lo habían dado por la tele!

Capítulo 28 Cuerpos sumergidos

Para Antonio Madrid era una excavación arqueológica en la que había sucesivas ciudades enterradas. Cada estrato conservaba restos de sí mismo, utensilios, canicas, ornamentos, bolis reventados dentro del bolsillo, piedra pulimentada, vasos campaniformes y vocabulario fósil. ¿Quién era el que decía cate, molar y niño pera! ¡Ni con el carbono-14! ¿De quién eran las chapas de Cinzano, las mejores para hacer redondilla? ¿Y el sobre de soldados? Pleistoceno. ¿Quién preguntaba si una tía tragaba o no tragaba? Neolítico. ¿Cuándo aprendió a decir oblicuo o melancólico1? Baja Edad Media. En aquella esquina con Trafalgar había comprado palmeras de chocolate al volver del colegio. Años después, un cuarto de kilo de petit-fours variados, por encargo de su madre. ¡Petit-fours! Qué tontería, ¿no? Más tarde cigarrillos Rex. Por fin ahora podía atravesar la misma acera haciendo «creec…, creec…, creec», con una misión que cumplir, un objetivo en esta vida, una fórmula Omega que encontrar a las órdenes de un hombre mayor que iba haciendo «bip-bip…, bip-bip…, bip-bip…» por los alrededores de la Telefónica.

En la plaza acababan de poner un vídeo-club.

Siempre le ocurría lo mismo. Cuando veía un sitio nuevo, no podía recordar lo que había antes ahí. Era impepinable.

En su cabeza también sucedía algo semejante. No había olvidado nada, pero de pronto descubría emociones y rasgos de carácter que debían de ser nuevos, porque le sorprendían, aunque no era capaz de recordar qué había antes en el mismo sitio. Donde ahora encontraba indiferencia no sabía si hubo entusiasmo o cálculo interesado; en el solar en que seguía en obras (inacabadas) su arrepentimiento, ¿qué hubo? ¿Qué habían derribado para construir allí? ¿La torre de su orgullo? ¿El rascacielos de su amor propio? ¿El sótano negro del que vuelve sin permiso la tristeza castigada?

Después de todos estos años, aún no se había enfriado el rescoldo del rencor con que salió de casa dando un señor portazo.

Desde el fracaso del Blitzkrieg, Maribel ni siquiera le pedía ropa prestada.

Peor todavía: aumentaba a diario el encono de las discusiones con su padre. Se levantaban la voz con un ensañamiento que nunca estaba justificado, ya fuera la diferencia entre participar e invitar a un próximo enlace, la opción entre la reforma y la ruptura o la superioridad de los envases de plástico sobre los cartones de tetrabrik. Les daba lo mismo. Lo único que querían era tirarse los trastos a la cabeza. Discutieran lo que discutieran, siempre se trataba de otra cosa que no decían.

A él, que no le preguntaran cuál. Que le asparan si lo sabía, como habría solicitado Dick en Villa Kirrin o en esa oscura caverna platónica del abrazo con Mari.

Repetía con frecuencia la mayor amenaza a la que Antonio se había enfrentado jamás:

– Me voy de casa.

Hasta que un día lo hizo.

Así. De pronto. Se iba.

A partir de una noche de sábado, ya no durmió en su habitación y Antonio salió a la calle dando un portazo.

Se echó a andar sin rumbo y atravesaba calles conocidas como quien sigue pasando páginas sin enterarse ya de lo que lee. Iba doblando esquinas, cada vez más deprisa. A ambos lados circulaban los balcones con macetas de geranios, las acacias, las paradas de autobús, las tiendas de ultramarinos donde podía decir que le apuntaran el pedido, el barrio entero como visto por la ventanilla de un tren.

No volvería a dormir en la habitación de al lado ni él volvería a acodarse en la ventana de la cocina para mirar su ropa interior tendida en la cuerda.

Sin darse cuenta, hacía rato que había echado a correr y, al volver la esquina de una bocacalle desconocida, se encontró de golpe con el campo.