– Es uno de los aspectos más antipáticos de nuestro trabajo, Menéndez.
Carmen había descendido al metro en busca de la bolsa, pero cada vez que se identificaba como inspectora, provocaba la misma reacción en los pasajeros.
– ¡Lo sabía! -había gritado la mujer en el andén de Bilbao, tendiéndole las manos-. Póngame las esposas, señorita. Está muerto, ¿verdad?…' °~'
– ¿Quién?
– He sido yo. ¡Soy culpable!
– ¿De qué?
Entre sollozos, confesó que había confundido el matarratas con el pan rallado y se había puesto a empanar filetes. A la hora de la comida, a ella se le había quitado el hambre, mientras que su marido repetía de escalope envenenado.
– Cuando se fue a echar la siesta vi la calavera en el bote… Tras comprobar que la víctima lo era únicamente de ardor de estómago, pudo Carmen incautarse de la bolsa de deporte. Siempre lo mismo. Bajo tierra, empujándose, apretados los unos contra los otros, estaban esperando ser descubiertos en el momento menos pensado. Uno había robado en el cepillo de la iglesia, otro mataba a disgustos a su abuela, éste engañaba a su mujer con la cajera del súper, aquélla le había levantado la herencia a su prima-hermana María Teresa…
– Reclaman su castigo para quedarse por fin en paz – sintetizó Torrecilla.
– ¡Pero si son inocentes! -Algo habrán hecho… El comisario meditaba.
De pronto, se dio una palmada en la frente.
– ¡El hermano de Isa!
Había recordado que Isabel tenía un hermano que era taxista y jugador de ajedrez. Él podría ayudarles.
– Carmen y Miguelito: al amigo Carranza lo quiero vigilado veinticuatro horas al día.
Esa noche invitó a cenar a su amiga María Isabel Maroto. Le dejó escuchar la cinta.
A las diez de la noche Torrecilla ya tenía el nombre y apellidos del secuestrador: Antonio Maroto Martínez.
– Lo siento. De verdad, Isa.
– No tiene importancia. Tenía que acabar así. Es un tarado.
– Vamos a necesitar tu colaboración.
Capítulo 30 La servidumbre voluntaria
Caissa parecía contenta, pero tenía la mirada parcialmente nubosa, brazos de evolución diurna, inestabilidad en la vertiente norte de los pómulos y una mirada de pupilas anticiclónicas que hacía temer un pronóstico reservado para las próximas horas, con riesgo de precipitaciones que serían de nieve por encima de los 1 500 metros.
Con el delantal puesto, estaba friendo huevos para el desayuno.
Antonio escuchaba el parte meteorológico en la tele.
– Buenos días, Señor -apareció Ortueta con una toalla anudada a la cintura.
– ¡Si estás chorreando! ¡Anda a vestirte, que te vas a coger la muerte así descalzo!
Sin atender a Paquita, miraba con gesto suplicante a Antonio.
– Tengo lo que necesitas, Vulcano, tranquilízate. Después del desayuno te lo doy.
– Prefiero al contrario, Señor, si no es molestia.
– ¿Con el estómago vacío?
– Lo prefiero, Señor.
– ¡Pues no faltaba más! -intervino Paquita-. Primero, almuerzas algo, no te vaya a caer mal.
– ¡Qué más dará que le caiga mal, Paqui! ¿Es que no te das cuenta de que es heroína?
– Por mí, como si es Maizena. Que tome un bocado y luego se pone todas las inyecciones que le dé la gana.
– De acuerdo, Paca. Vulcano: vístete y desayuna.
A los escasos segundos reapareció Ortueta. Llevaba vaqueros y la cabeza cubierta por el niki que estaba poniéndose. Bebió una taza de café y se tomó un huevo frito de un solo bocado.
– ¡Jolínes, qué ansia! ¡Hijo mío! -Listo.
Antonio le entregó la papelina.
– No, si éste, con tal de autodestrozarse a sí propio, es capaz de cualquier barbaridad. El día menos pensado nos va a dar un buen susto.
– ¿Y qué quieres que le haga, Paca, tía, si estoy pronosticado?
Cuando Paquita volvió de recoger la bandeja de la secuestrada, estalló la tormenta.
Antonio intentaba hacerles entrar en razón. Lo primero, que no estaban privando a una persona de «un bien tan preciado como la vida misma» (esto es: la libertad, según Paquita), sino todo lo contrario: le estaban proporcionando el inolvidable sabor de la aventura, algo que contar, la oportunidad de salir por la tele y una buena razón para cambiar de costumbres sin tener que dar explicaciones… ¿Qué más querían, jcoño!? Como término medio, ¿qué podía durar un secuestro? ¿Cinco días, seis? ¿Una semana en chándal, con una dieta equilibrada, ejercicios gimnásticos y tiempo libre para reencontrarse con uno mismo y pensar en las cosas que realmente importen en esta vida? ¿Qué daño podía hacerle a nadie? Bien mirado, ¿no era incluso preferible a las típicas vacaciones en la Manga del Mar Menor?
– Pues ni le sale la voz -cabeceaba Paquita-. Deberías ir a verla, Señor.
– Le estamos haciendo mucho daño.
– ¡Ortueta, joder! No me seas simple, por favor. Desde luego, ¡cómo se nota que estás drogadicto perdido! ¡Mira las estadísticas, tronco! Después de un secuestro, en el noventa y nueve por ciento de los casos, los prisioneros vuelven a casa convertidos en mejores personas. ¿Sabías tú eso? Pues vete enterando. Números cantan, Vulcano: es una experiencia positiva. Se vuelven menos egoístas. Aprenden a valorar lo que tienen. Se hacen medio filántropos y dejan de pensar todo el tiempo en sí mismos. Hay empresarios que, tras un secuestro de tres o cuatro días, le suben el sueldo a los obreros…, ¡y estamos hablando de aumentos lineales de cien mil pesetas, Vulcano! Hay maridos que dejan de pegársela a su señora. Hay ejecutivos que lo abandonan todo para irse a vivir en contacto con la naturaleza y dedicar más tiempo a su familia. ¿Sabías tú que un gran porcentaje, más del ochenta por ciento, me parece, acaba dedicándose a actividades creativas? No lo sabías, ¿verdad? Pues sí, mira tú por dónde. Escriben poesías, hacen collages con las manos, aprenden a tocar un instrumento musical…