En su casa se había dicho siempre en el séptimo sueño, hacer probatinas y por la vía rápida y Antonio aún seguía creyendo que sólo se encontraría de verdad a salvo si pudiera esconderse bajo esa lengua secreta, dentro de ese edificio de voces con sillares de niebla, tabiques de humo y techos de viento y sombra.
Si escuchaba decir puticlista o es más pesado que el presidente del sindicato del plomo, percibía en sus muñecas el latido de una minúscula vida animal que le hacía sentir lástima de sí mismo. Se veía como un insecto, con un impenetrable caparazón de pensamientos tristes y resignado a que le espachurraran: dispuesto a acabar en dos dimensiones, aplastado como una calcomanía contra la suela de una zapatilla o la página de un periódico doblado.
Una familia era, en realidad, una lengua privada, un idioma secreto: eran palabras, sangre sintáctica la que compartían.
Desde que Antonio volvió de París, Maribel ni siquiera se empijamaba. Ahora se ponía el pijama o el camisón. ¿Por qué empezó a coger constipados en lugar de catarros? ¿Por qué se hacía llamar Isabel? ¿Qué se había propuesto? ¿Adonde quería ir a parar?
Cada vez que abría la boca, el bulldozer-Maribelechaba abajo sin contemplaciones otra pared, desmoronaba humo y sombras, derribaba niebla.
Apelotonado entre los escombros, Antonio había contemplado desde dentro la demolición.
¡Quería volverse otra persona!
Eso era. No había otra explicación posible.
Fue viendo cómo se alejaba más cada día. Al principio venía a comer y resultaba que ya no le gustaba tomar chocolate de postre ni leía el mismo periódico que en casa; y hasta le parecía de mal gusto servir el café en la mesa del comedor. Prefería transportarlo a la sala en una bandeja y beberlo a sorbitos, sentada con la espalda muy derecha. Tampoco merendaba mojando pan frito, sino que tomaba té, como si estuviera mala de la tripa; y nunca volvió a tumbarse con un almohadón sobre la moqueta para ver la tele.
Cada vez más lejos.
La familia se estaba volviendo una lengua muerta, un idioma perdido, compuesto de conjugaciones irregulares y verbos defectivos.
Después de que murieran sus padres, no volvió a poner los pies en casa. Sólo llamaba una vez por semana y Antonio tenía que acudir a actos públicos si quería verla.
Lo había conseguido. Era otra persona. Como Torrecilla. Como Julia. Como los propios Hernández y Fernández.
Se habían hecho policías, contertulios, asesores en los ministerios. Las mujeres ahora sí llevaban bolso. De Loewe. Los hombres no sólo se pusieron a llevar corbatas de seda, sino que hasta se compraron pañuelos de bolsillo, gafas con montura de diseño y zapatos ingleses. Contrajeron aficiones pintorescas: el boxeo, la ópera, los tebeos antiguos, las colecciones de recortables, el descenso del Ebro en barcas de madera…, ¡quién sabe! Parecían capaces de cualquier cosa, desde el aerobic a dedicarse todos a una a reconstruir una masía en el Ampurdán.
Ver para creer.
Se llamaban a sí mismos generación y decían que había llegado el momento de asumir responsabilidades.
Sólo seré un estorbo para vosotros. Dejadme en la cuneta, suplicaban los heridos.
Tal cual. Allí los dejaron, al borde de la vía del tren de alta velocidad en el que se acababa de montar la generación. Daba pena verlos: un pelotón de los torpes, bebiendo de una sola cantimplora y juntando leña para armar minúsculas hogueras. A la velocidad a la que pasaban, eran invisibles para la generación, porque desde el AVE ellos decían que los cerdos les parecían gallinas, vaya usted a saber por qué.
Se trataba de un grupo cada día más arrinconado de seres humanos que iba dejando de comprender las cosas. Cientos de miles de personas que se encontraban en las mismas manifestaciones (anti-Otan, contra el racismo, contra el despido libre…), en los mismos bares con tableros para jugar a la oca y muebles de mimbre, vestidos con las mismas Chirucas e idénticos vaqueros desteñidos.
Seguían bebiendo en exceso, fumando Ducados, pensando que ver la televisión hacía daño al alma, comprando cerámica popular, artesanía popular, marionetas populares, buscando al pueblo por las calles de la ciudad, llenos de buenas intenciones y esperanzas diminutivas: ¡cientos de miles de docentes castigados de cara a la pared!
Y el pueblo popular sin aparecer, la hora que era.
Bueno, ¿y él? ¿A él qué le habían hecho? ¿Quién le había hecho tanto daño? ¿Quién le había empujado contra la esquina?
Se miró a hurtadillas en el retrovisor. ¿A quién le echaba él la culpa?
A mi edad, con este cuerpo y metido a terrorista.
¿Cuánto tiempo vamos a seguir aquí, esperando lo que no se nos debe, compañero? ¿Con qué fórmula Omega voy a desatar ese nudo que me sujeta a mí mismo? ¿Cómo voy a lograr por fin entrar fuera?
¿Quién me ha hecho esto?
¡Nadie!, se dijo subiendo por Menéndez Pelayo. ¡Nadie! ¡Precisamente por eso!
A los doce años sus padres descubrieron que se pasaba las noches sin dormir, estudiando partidas. ¿Qué sucedió? ¿Castigos, amenazas, insistencia para que abandonara el tablero y se concentrara en los estudios? ¡Todo lo contrario! Apoyo y comprensión, kilos de. Nunca consiguió sentirse maltratado y jamás se le pasó por la cabeza que sus padres no le entendieran.
Por eso mismo, hacia Mariano de Cavia, a la vista del Retiro, se sentía tan desdichado.
Había que imaginárselo. Por supuesto que no había sido feliz, como cualquiera, pero su caso era más grave, porque sus padres habían puesto a su alcance todo lo necesario. ¿No querías arroz? ¡Dos tazas! Una, por no ser feliz. La segunda, porque además era culpa suya. Cada tarde de domingo triste – ¡encima!- estaba decepcionando a sus padres y desaprovechando aquellas cantidades abrumadoras de cariño y comprensión.
Tuvo que aprender a disimular. Llegaba a casa del colegio con lágrimas, pero nada más bajar de la ruta ponía una sonrisa de oreja a oreja, para no levantar sospechas.