Capítulo 36 Zeitnot
– En pocas palabras, que no me da la gana. Con razón o sin ella, a mí es que no me da la gana de morirme.
Carranza se sentía unamuniano frente al espejo de su habitación.
Desnudo, tenía torso de anacoreta, con el pecho hundido en el que se podían contar las costillas.
A él le salían dieciséis a cada lado, como las piezas sobre un tablero.
Se le acababa el tiempo y ni el reloj einsteniano-daliniano de Bobby Fischer podía salvarle. Si consiguiera hacer un movimiento, sumaría tiempo; pero como le seguían, debía permanecer escondido en la pensión. Además, en vista del silencio de Bobby, ¿hacia dónde moverse?
El dolor aumentaba cada día. Había perdido el pelo, orinaba con padecimientos y se hacía daño en las encías al masticar.
No quería cerrar los ojos en la cama de la pensión, con el despertador en la mesilla, al que no volvería a dar cuerda, el tubo de medicamentos, las gafas de leer y ese libro que nunca sabría cómo terminaba, con un billete de metro señalando la página de la que ya no iba a pasar.
No le daba la gana.
Su única esperanza era la fórmula Omega.
La impaciencia por el regreso de Bobby le había hecho caer enfermo. A finales del 91, en el Gregorio Marañen, le extrajeron una muestra del lobanillo de la nuca y el resultado de la biopsia fue concluyente: cáncer linfático. Le pronosticaron unos pocos meses de vida.
Claudio Carranza no tuvo dificultad para comprender lo que le había sucedido. La exposición a las radiaciones había desencadenado el cáncer. La misma energía que le había revelado la existencia de la fórmula Omega le sentenciaba a muerte. ¡Mira que había que sentirse unamuniano para morir de una paradoja!
Su única salvación estaba en que Bobby siguiera jugando y le revelara a tiempo la fórmula, pero había vuelto a desaparecer del mapa, tras desafiar públicamente a las autoridades norteamericanas.
De pronto sintió una irritación en la nuca que se convirtió en escozor. Asustado, se miró las manos vacías. De golpe, acababan de borrarle todas las líneas del destino: ¡cataplún!
Se precipitó de rodillas sobre la alfombra.
La transmisión duró apenas unos segundos y al terminar Claudio era un hombre nuevo.
Esta vez las instrucciones no provenían de Bobby, sino de un desconocido que hablaba con marcado acento gallego.
Le persiguieran o no le persiguieran, ahora tenía una misión que cumplir: ejecutar a la Princesa.
– Bip-bip…, bip-bip…, bip-bip… -decía al abrir la puerta de la calle.
Capítulo 37 Ensalada de tiros
– Pájaro abandona nido. Repito: pájaro abandona nido. Cambio -transmitió la inspectora Menéndez cuando vio que el sujeto Alfa salía de la pensión Claramundo.
Torrecilla la escuchaba desde la Unidad de Control, camuflada en una furgoneta de Mudanzas Romero.
La inspectora siguió a Alfa hasta la boca del metro.
– Ahora vamos por Goya, «Furgo». Alfa mira propio reflejo ventanilla vagón. Cambio y corto.
– Está aquí mismo, a setenta metros en vertical -corroboró Armero.
En el interior de la Unidad de Control apenas podían revolverse cinco personas: el conductor, el comisario Torrecilla, Fernando Armero, María Isabel Maroto y el técnico de Ciencias del Comportamiento de Pozuelo, doctor Jaime Palmeras.
– Alfa se dispone a descender Conde de Casal. Repito: fin de viaje Conde de Casal. Cambio.
– No le pierdas de vista. Cambio -ordenó Torrecilla.
La furgoneta giró a la izquierda y enfiló por la avenida Ciudad de Barcelona, hacia el amanecer de Vallecas.
A la misma hora, observó el comisario, al otro lado de la M-30 era mucho más de día que en el centro de la ciudad.
Por lo menos cuarenta minutos más, según sus cálculos.
Carranza salió con cuidado para no introducir el pie entre coche y andén y comenzó a subir las escaleras, seguido de cerca por la inspectora Menéndez caracterizada de estudiante.
– Estamos en la superficie. Alfa titubea, mira a ambos lados… ¡Atentos, va a cruzar la autopista! Cambio.
– No hace ni diez años esto era el puto campo -Torrecilla señalaba a la redonda.
La «Furgo» entró en la calle Sicilia a través de Miguel Palacios. El otro extremo de la calle daba a un vertedero, sin salida para vehículos, pero desde el que se podía llegar a pie a Hermanos Carpi o Puerto de Tarancón. El comisario ordenó que las unidades de apoyo bloquearan ambas calles.
Alfa parecía dirigirse a una nave industrial con persiana metálica. Aparcaron contra una tapia con su correspondiente letrero de «Zalezky Modas».
Como de costumbre, todos querían subir.
– Miguelito, a la puerta de atrás. Es una orden. Javi y Lucas, al tejado. Esta vez os toca.
Apareció la inspectora de perfil, pegada a la pared, avanzando en zigzag.
– ¡Acabamos de establecer contacto visual, Carmen! Te estoy viendo clara y nítida -anunció Torrecilla-, Estamos aparcados a dos metros. Cambio.
– ¡Contacto, jefe! Visibilidad total. Cambio y corto.
Carranza estudiaba la situación mientras fingía atarse los cordones de los zapatos. Iba a entrar, le ordenaría a Antonio cualquier misión secreta urgente y, en cuanto el gordo saliera por la puerta, ejecutaría a la Princesa con sus propias manos.
Un plan perfecto.
– Bip-bip…, bip-bip…, bip-bip… -comenzó a andar hacia la casa.
La inspectora había tomado posiciones oculta tras el tronco de una acacia.
A través de los prismáticos, Torrecilla vio que Alfa tocaba el timbre de la entrada.
Abrió un hombre joven y obeso.
– ¡Ése es Toni! -delató Maribel.
– Contamos con identificación positiva -transmitió Torrecilla-. El sujeto Beta es Antonio Maroto. A todos los agentes: tomen posiciones. Cambio y corto.
Cuando Alfa y Beta estuvieron en el interior, los Geos amontonaron sacos terreros en la acera y Torrecilla saltó de la «Furgo» y se acuclilló, parapetado tras la barricada.
El doctor Palmeras y María Isabel Maroto le siguieron.
– ¡Ah de la casa! -gritó Torrecilla por el megáfono -. ¿Se me escucha? Sabemos quiénes sois, gilipollas. Antonio, tu hermana está aquí. Y tú, Carranza, ten cuidado. Soltad a la Princesa, par de dos, y salid con las manos arriba y el carnet en la boca. Díselo tú, Isabel.
– Toni, que es verdad. Estáis rodeados. No tenéis escapatoria. Ríndete, anda, por favor.
– No sean ustedes insensatos…
– ¿Y ahora qué tripa se le ha roto, Palmeras?
– No le amenace, comisario, o provocará una reacción desesperada. Ofrézcale garantías. Negocie… ¡Recuerde que tienen un rehén!
Torrecilla empuñó el megáfono.
– No os pasará nada, gilipollas. Garantizado: palabra de Torrecilla. ¿Queréis negociar? Pues puta madre, venga: negociemos.
Una bandera blanca asomó en la ventana del edificio rodeado.
– Esto va para largo -observó Ugarte, que acababa de llegar con un bloc en la mano-. ¿De qué queréis los sandwiches?
– Queso con nuez -masculló el comisario.
– Dos de ensaladilla y dos de jamón y queso -pidió el psicólogo.
– Pare el carro, Doc. Tocamos a dos por cabeza. Órdenes de arriba. Los que tienen barra libre son los delincuentes…
– Presuntos, amigo mío, presuntos… -le corrigió Palmeras. Varios policías uniformados rieron a mandíbula batiente.
– ¿Son de Rodilla? Cambio -preguntó por radio la inspectora.
– Afirmativo. Cambio.
– Roger, o sea: comprendido. Entonces vegetal y peñasco para mí. Cambio y corto.