Daban ganas de esconderse, como los enchufes, por detrás de las patas de algún mueble.
El primer acontecimiento de su infancia sucedió cuando tenía nueve años y su padre le enseñó a jugar. Tuvo que ser a los nueve, no sólo porque aún vivían en Viriato 52, sino porque la improvisada afición de su padre se debía a la misma razón que tenía en vilo al resto del mundo: en la capital de Islandia, Boris Spassky defendía el título contra Bobby Fischer.
Después, hasta que se produjo el segundo acontecimiento, nada de particular.
Que él recordara, coleccionó cromos (sin acabar ningún álbum), leyó Hazañas Bélicas y más tarde mortadelos y tintines, jugó a decir misas, a los submarinos (con Ortueta, en un árbol que hacía de periscopio) y a la guerra termonuclear final; no consiguió tener anginas ni apendicitis, registró los cajones de todos los miembros de su familia y, antes de cumplir once, ya le ganaba a su padre.
El segundo acontecimiento tuvo lugar en Doctor Castelo, frente al Retiro. A los doce años encontró a su paso un obstáculo inamovible al que sólo pasado el tiempo se atrevió a dar nombre.
Era el amor.
¡El mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!
Amor del bueno, como el que salía en las películas.
Ella tenía diecisiete, se llamaba Maribel y era su única hermana.
Capítulo 9 Les autres: mode d'emploi
– Quiero que me digas cómo vienen los niños al mundo. La Princesa repitió uno de sus mohines de impaciencia.
– ¡Por adopción, mami! ¿Es que te piensas que aún me chupo el dedo?
Chituca había cancelado su rabieta de dos horas de reloj a las 3.45 a. m., hora local a las afueras de París. A las 4.50 separó el rostro de la almohada y a las 5.17, a cambio de tres violetas imperiales (sus caramelos favoritos), accedió a trasladarse al boudoir para mantener con su madre una conversación de mujer a mujer.
– ¿Nunca oíste hablar de la reproducción biológica? -¿Qué cosa, mami?
– Estás mucho más pez de lo que me imaginaba.
Chituca sabía que el mundo de los telespectadores parecía idéntico, pero era en realidad muy distinto al de los hertzianos. Contaba con los resúmenes escolares acerca de su naturaleza. Conservaban un cerebro prehistórico, semejante al de los cocodrilos. El voluminoso córtex que caracterizaba a los hertzianos era en ellos una adquisición reciente. En términos evolutivos, una verdadera chapuza de última hora (apenas unos cien mil años). Por debajo, permanecía intacto el cerebro de un reptil del jurásico o del cretáceo, con el que los espectadores no tenían más remedio que intentar entenderse.
La conservación del paleocerebro tenía como consecuencia que ninguno de ellos fuera ni del todo bueno ni del todo malo, como en Venezolandia, sino que a menudo realizaban acciones positivas sólo para fastidiar y provocaban desastres con las mejores intenciones.
Más tarde, siempre repetían lo mismo: ¡ha sido sin querer! ¡Ha sido sin querer!, decían, como si hubiera sido el cocodrilo.
La Princesa había oído en el colegio que los espectadores no platicaban ni departían con la misma franqueza que ellos. Cuando alguien hablaba, no hacían caso, porque se ponían a pensar en lo que iban a decir a continuación; y si preguntaban algo, era sólo para saber lo que ellos mismos habrían respondido.
También sabía que al otro lado de la cámara nadaban entre dos aguas. No eran felices, pero tampoco lo contrario. Iban tirando, según decían.
Con razón sus vidas no merecían ser filmadas.
Aunque poseía esta información elemental de la EGB venezolandesa, ignoraba los espeluznantes detalles del día que le iba revelando su madre.
Demudada, agotado el repertorio de mohines, tuvo que recostarse en la chaise-longue, porque sintió vértigo al saber que utilizaban ciertos aparatos de sus propios cuerpos para obtener el mismo resultado al que en Venezolandia se llegaba a través de complicados actos jurídicos, en la mayoría de los casos de adopción de menores, o mediante fundidos en negro a continuación de un beso en el que nadie movía la lengua dentro de la boca de otra persona.
– ¡Qué tan corporal! -se estremeció -, ¡Aparatos genitourinarios en pleno siglo xx!
– Lo denominan el coito. Algunos secundarios también lo practican.
Eso se debía sin duda a la contaminación de su sangre. En Venezolandia sólo las superestrellas eran de origen hertziano o catodio puro. El resto de la población tenía diferentes proporciones de telespectador. Había unos pocos gallegos (prácticamente cien por cien telespectador) y un pequeño número de grandes actores de reparto (prácticamente cien por cien hertzo-catodios), pero la inmensa mayoría era mitad y mitad o café con leche, según el habla de la calle.
– ¡Resulta tan superordinario! Sólo con imaginar lo que hacen se me pone la carne de gallina…
– Ellos sienten placer. Bueno, eso dicen, por lo menos.
– ¡No te puedo creer, mami!
– Ven conmigo. Te prepararé un grog.
Reina Zenaida ordenó a la madrugadora servidumbre que se retirara y ella misma mezcló el cocktail, según la receta de la marina mercante: un decilitro de orujo de Liébana, dos cucharadas de coñac, media yema de huevo, azúcar al gusto, un golpe de marrasquino y canela en rama.
No lleva angostura, por insólito que parezca.
Calentó el reconfortante ponche en un cazo y lo sirvió en el bol del Pato Donald que la Princesa utilizaba para su ración matutina de copos de avena.