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– Me he dormido -dijo la mujer, como ausente.

Dylan Ebdus no dijo nada, pero siguió sin cruzar la línea de entrada a la habitación llena de la presencia y estilo de la anciana.

– Has tardado.

Dylan logró hablar.

– Había cola.

El niño había llevado otro fajo de las cartas que la anciana escribía a mano en papel crema a la oficina de correos de la avenida Atlantic, donde esperó turno frente a la ventanilla de plexiglás estudiando los carteles de ofertas de trabajo y las campañas publicitarias que animaban al coleccionismo de sellos y la alfabetización, arrastrando la punta de las deportivas entre los trozos de papel, los papelitos amarillos y los sobres rotos del gobierno que ensuciaban el suelo.

Dylan trabajó para Isabel Vendle a dólar la hora los sábados por la mañana del año en que cumplió diez años, el año de cuarto curso. «Vendlemachine, Vendlemachine», canturreaba Dylan mentalmente, aunque nunca había pronunciado en voz alta el nombre más allá del umbral de su casa, ni siquiera lo había susurrado cuando estaba solo en casa de Isabel Vendle los días en que la anciana iba a visitar a la familia en el lago George y, por tanto, Dylan usaba la llave de la mujer para entrar por la puerta del sótano y recogerle el correo y ponerle comida al gato anaranjado. «Vendlemachine» era una palabra de Rachel. Rachel Ebdus adjudicaba motes secretos a las visitas y a la gente que vivía en la calle Dean y Dylan comprendía que no podían filtrarse fuera de casa, fuera de la cocina de Rachel. Su madre le había inculcado la siguiente dicotomía: por un lado había cosas que Rachel y Dylan podían decirse y, por otro, el idioma oficial del mundo que, aunque pobre y artificial, debía ser dominado en aras de la manipulación del mundo. Rachel le hizo saber a Dylan que el mundo no debía estar al corriente de todo lo que pensaba de él. Y, desde luego, no debía conocer las palabras de Rachel -«imbécil», «porretas», «gay», «pretencioso», «sexy», «hierba»-; ni tampoco los titulares de los motes debían conocer sus sobrenombres: «Señor Memoria», «Pepe Le Peu», «Susie Cube», «Capitán Vago», «Vendlemachine».

El mote de su padre era «el Coleccionista».

Los sábados por la mañana, Vendlemachine se quedaba en el piso de arriba mientras Dylan sacaba la bolsa llena de basura licuada del gran cubo de la cocina del sótano y ponía una bolsa nueva. Isabel no podía levantar una bolsa de basura sola y en consecuencia el olor se concentraba durante siete días, a la espera de que Dylan lo descorchara. Entonces el inmenso y silencioso gato anaranjado bajaba a observar. Tenía cráneo de monstruo Gila. Dylan no sabía si el gato le aborrecía a él o a Isabel o le eran indiferentes, no sabía qué entendía el gato de la situación de Dylan, de manera que resultaba un testigo inútil. Hasta podía ser que ni siquiera supiera que Isabel no debería estar encorvada como estaba y en cambio la considerara el estándar de la forma humana y, por tanto, pusiera objeciones a la figura de Dylan. No obstante, el gato anaranjado era el único testigo. Parecía vivir esperando el momento semanal en que se transfería la basura y la estancia se llenaba con la peste de los posos del café, las mondas de naranjas y la leche cortada.

– No quiero seguir trabajando para usted -le dijo Dylan Ebdus a Isabel Vendle mientras ella nadaba entre las colchas de la cama, rodeada de olor a humedad y sombras.

El gato anaranjado estaba sentado en un charco solitario de sol límpido cerca de las ventanas, agachando rítmicamente su cabeza de reptil contra una pata.

Isabel gimió suavemente en el silencio.

Dylan esperó.

Fuera, el autobús de la calle Dean recorrió ruidosamente la manzana, saltó el bache que servía de base y siguió adelante zarandeándose.

– Necesito que vayas al colmado -dijo por fin Isabel-. Al ultramarinos de Ramírez no. Ve donde la señora Bugge, en la calle Bergen.

Isabel pronunció el nombre de la inmigrante noruega «Biugaa». El resto de los vecinos de la manzana llamaban Buggy a la tienda de la esquina de Bergen con Bond, el colmado que no era el colmado porque en lugar de tener dueños puertorriqueños lo regentaba una gorda blanca de ojillos minúsculos.

«Jo, qué pasada. ¿Has pispado unos pastelillos en Buggy? Tengo entendido que el pastor alemán de Buggy mordió una vez a un niño en el culo.»

Isabel alzó un brazo de la cama y apoyó las yemas de los dedos en la mesilla. Las uñas golpearon ligeramente. Dylan se acercó, cruzando la línea invisible que daba al gran acuario de luz del dormitorio de Isabel para recoger los billetes que le esperaban allí.

– Queso en lonchas Kraft, magdalenas Thomas y un litro de leche. -La anciana hablaba como describiendo un sueño recurrente-. Con cinco dólares debería bastar.

Dylan se guardó el dinero de Isabel en el bolsillo, preguntándose si habría hablado en voz alta.

– No… quiero… trabajar… -empezó de nuevo, bajito, con cuidado, espaciando las palabras.

– La leche, desnatada.

– Noquierotrabajarparausted -dijo de un tirón Dylan.

El gato alzó la vista.

– Sabe a agua -musitó Isabel-. Agua blanca.

La manzana estaba vacía salvo por una pareja de adolescentes en las escaleras de Alberto cerca de la esquina. Dylan no los conocía. Era octubre, estaba refrescando, todo el mundo llevaba chaqueta y deambulaba lejos de la manzana. Henry se marchó a jugar al fútbol americano en el patio cercano a la calle Smith, y Earl, simplemente, no salía. Alguien había dejado una bolsa con una botella en la escalinata de la casa abandonada. Días atrás un tipo había dormido allí, uno de esos borrachos que anidaban temporalmente. Una bolsa de papel manchada era como unos calzoncillos verdes meados, solo cambiaba el lugar por donde goteaba. Por eso la llamaban gotera.

Dylan giró en la calle Bond, consciente de lo irracional de una manzana, esa cara tan familiar cuyas fachadas y aceras eran como la superficie de un iceberg, uno en el que Dylan había plantado su bandera, sus tableros de tiza para las chapas, los rastros fantasmagóricos de sus carreras tras la pelota o jugando a pillar. El resto de la manzana quedaba bajo el agua. Dylan se había aferrado durante años a esa única cara, encorvándose hacia las baldosas de la acera como si fueran hojas de papel del Spirograph en el suelo de su cuarto, sin notar que formaban parte de un edificio que giraba más allá de Bond y Nevins hacia lo desconocido. Había ido antes a llevar las cartas de Isabel a la oficina de correos de la avenida Atlantic que al otro lado de la esquina, hasta Buggy. No se fiaba de la calle Bergen. Allí la acera estaba inclinada.

Robert Woolfolk estaba sentado en la escalinata de al lado de Buggy, recostado igual que en casa de Henry el día de la pelea, con las rodillas dando la impresión de alzarse por encima de los hombros a pesar de que descansaban dos escalones más abajo. Dylan se detuvo frente a la tienda, por orden de Robert. El sol formaba un desierto de luz alrededor de los chicos y el tráfico se oía tranquilo y distante. Dylan vio el autobús cerca de la calle Smith, donde parecía reposar, fatigado. Dylan oyó las campanadas de la iglesia.

– ¿Trabajas para la vieja?

Dylan intentó negarlo con la cabeza por mil motivos. Pensó en Isabel nadando en la cama, la autoridad más cercana en kilómetros a la redonda. También estaban Buggy y su perro, a un aparador de distancia, pero estaban sepultados dentro de la caverna de productos, arroz, bicarbonato, cacao en polvo… El interior del colmado era tan oscuro que Dylan sospechaba que si Buggy salía al sol se marchitaría.

– ¿Llevas dinero de la vieja en el bolsillo?