Fernando Campos se sentía más valiente ayer noche conduciendo el Porsche por las Hoces, que ahora, almorzando frente a su padre en compañía de Emilia y Antonio. Hay algo sencillo, lineal, hermético, en la presencia física de su padre -en los prolongados silencios de su padre- y en su natural amabilidad para con todos, de siempre, para con el propio Fernandito, que hace difícil la agresión, que hace sobre todo difícil creer o mantener una situación tensa donde la agresión crezca como una rápida floración venenosa. Fernando Campos conoce familias en perpetua pelea, cuyos miembros -incluso queriéndose y no pudiendo vivir unos sin otros- parecen hallarse sin embargo en una perpetua excitación agresiva, una perpetua confrontación que a ratos roza el ridículo y a ratos la tragedia, aunque nunca lleguen a las manos y todo se reduzca a engarradas gritonas: ese infantilismo que Fernandito detesta. En ese ambiente, la provocación, la agresión, está agazapada siempre y puede actualizarse con cualquier pretexto. En su familia, en cambio, ya desde los tiempos de Matilda, desde los más tempranos recuerdos de la niñez de Fernando, nunca hubo peleas. Desde un principio, Juan y Matilda vivieron su matrimonio en un ensimismamiento ausente, como si, de alguna manera, las consecuencias de ese matrimonio, la vida familiar, los hijos, no fueran con ellos. ¿Y ahora qué?
¡Ahora era otra vez igual, sin ella, sin Matilda, sin la madre pero igual, otra vez lo mismo, como si se trazara la raya de una suma de sumandos odiosos! Fernando tiene la sensación de que no puede enfocar con claridad la escena, como si su padre, Antonio y Emilia fueran indefinibles. Y él mismo, que los contempla desde sí mismo, fuera, a su vez, un elemento alterador, un intercambiador que todo lo falsea, un falso, un falsificante ego cogito cuyo cogitatum fuese, desde la simple aprehensión hasta el juicio enunciativo, incapaz de precisión alguna. Algo parecido a una corriente de humildad le hace permanecer casi en silencio durante todo este almuerzo, por lo demás tan sencillo. Es la presencia de Juan Campos, el padre adorado, el más amado de todos los padres del mundo, el causante de una herida cuyo dolor no prescribe. Fernando Campos no acierta a enfocar con precisión la escena de este sencillo almuerzo en el Asubio porque su humillación, su herido narcisismo infantil no prescribirá nunca. Le amo, éste es el dato que Fernando Campos hace girar en su cabeza como la bola de una ruleta. Y desea dejar al azar de la giratoria ruleta nihilificadora la decisión de herir o amar a su padre. Ahí están Antonio y Emilia, tan iguales entre sí, tan comedidos como siempre, tan neutrales, no obstante haber intervenido tanto en la vida de Fernando cuando era pequeño. De los dos sintió celos Fernandito, de niño y de adolescente. ¿Por qué sus padres guardaron siempre las distancias con los hijos, y sin embargo nunca hubo distancias ni dificultades en su relación con Emilia y Antonio? Este mediodía lluvioso, tan triste, tan plano, tan del corazón desventurado -piensa Fernandito-, tan mío, que he venido aquí para odiar a mi padre y me encuentro, en cambio, asediado por los celos y descubro que le amo, que deseo abrazarle ¿Por qué mi padre no me arrastra consigo al interior de su alma, de su cuarto de estar, frente a su chimenea, frente al duro mar, pedregoso, mortal? ¿Por qué mi padre no me arrastra a su corazón y me acaricia y me ama? Yo entonces sería bueno, sería grandioso. Si mi padre me amara, llegaría a ser yo el que era desde siempre, el que nunca llegaré a ser, porque no me quiere, ni lo contrario.
A su manera lenta, minuciosa -un poco fría aunque afectuosa, delicadamente distanciada de lo que contempla e incluso de lo que desea-, reflexiona Antonio este mediodía lluvioso, una vez más, acerca del almuerzo de los cuatro en este Asubio sin Matilda Turpin. La familiaridad de la cocina casera: la merluza rebozada, la ensalada de lechuga y tomate sin cebolla, el queso de postre, un poco de fruta, un buen rioja, el café que se servirá más adelante frente a la chimenea del cuarto de estar… Lo interesante -piensa Antonio- fue siempre el ritual democrático de estos almuerzos y de estas reuniones. En tiempos de Matilda cada cual bajaba a hacerse su desayuno, su bacon con huevos y tostadas. Se mantenían costumbres inglesas: los elevenses, hacia las once de la mañana, tanto en el piso de Madrid como en el Asubio y tanto si Matilda estaba como si no estaba. La organización de todos estos rituales caseros corrió siempre a cargo de Emilia, de acuerdo con un protocolo estricto, aunque muy sencillo, que Matilda había diseñado: las dos parejas tenían que turnarse para guisar y para servirse y para trasladar los platos del aparador a la mesa. Había una cocinera y una doncella en Madrid, pero Matilda prefería no verse rodeada de sirvientes. La idea que Matilda se hacía de la vida, tanto en sus años de vida en casa como después, era desenvuelta: el mínimo servicio indispensable: todo el mundo, incluidos los chiquillos cuando crecieran, tenían que ser capaces de hacer de todo. Las relaciones entre todos ellos eran amistosas, fáciles, claras. Desde los primeros tiempos (cuando llegaron Antonio y Emilia a la casa), la sensación de vida resuelta, clarificada, sensata, presidía todo lo que hacían. Los dos, Emilia y Antonio, aprendieron a la vez, asombrados, divertidos, entusiasmados muy pronto, aquel modo de vivir de la pareja mayor, tan desenredado, tan ultramoderno, tan poco convencional o conservador. Ser una rica heredera parecía limitarse, en el caso de Matilda, a tener a su disposición una gracia más, una habilidad más, una atadura menos. Llegado aquí, Antonio no puede evitar esta tarde la huella insidiosa de la melancolía. Esta tarde de sirimiri, esta tarde sin significación precisa, esta tarde nulificante. Matilda fue el alma de todo esto, el alma de todos nosotros… Han terminado la comida. Los tres hombres paladean su oporto. A través de los cristales contempla Antonio el presuroso cielo invernizo del Asubio. Y no sabe cómo leer la presente situación: sólo sabe deletrear la creciente melancolía de la tarde.
Antonio contempla ahora a Emilia sentada frente a él entre Juan Campos y Fernando Campos, que quedan así, frente a frente, en esta mesa ovalada. Las mesas de todos los comedores de Matilda fueron siempre ovaladas. Detestaba las mesas alargadas, que le parecían provincianas, con su distribución jerárquica y sus dos cabezas. Esta contemplación de su mujer, cada vez más frecuente después de la muerte de Matilda, tiene esta tarde una peculiar agudeza: Emilia parece cansada. Es una mujer morena, muy delgada, elegante, alta, a quien Matilda conoció muy joven y convirtió en su secretaria particular. Emilia acompañaba a Matilda a todas partes. Al morir Matilda con cincuenta y seis, Emilia quedó desolada, y quedó, sobre todo -reflexiona por millonésima vez esta tarde Antonio-, mutilada, sin nada que hacer, sin ningún proyecto personal. Todos los proyectos personales de Emilia en vida de Matilda eran los proyectos de Matilda. Emilia quedó vacía, y sin embargo con una enorme cantidad de impulso todavía, que se ha ido desarrollando hasta la fecha. La verdadera hija de Matilda fue Emilia, no Andrea. La muerte de Matilda fue terrible, su particular muerte propia fue una agonía iracunda. El cáncer, la muerte, agarraron a Matilda muy joven todavía, con muchas ganas de seguir viviendo. Matilda no perdonó al mundo, a los demás, aquella su muerte prematura, que la hacía fracasar, que enturbió los últimos proyectos que tenía entre manos, porque Matilda Turpin se empeñó en seguir llevándolos personalmente cuando ya no podía preparar minuciosamente los negocios.