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La conferencia se había arrastrado a lo largo de cinco aburridos y agotadores días, sin carne para su libro, y peor aún, sin historias que convencieran a la Reuters de que tenía siquiera un indicio de por qué estaba allí. El último día de la conferencia, la noticia del lanzamiento del primer satélite artificial de la Tierra, una bola de metal de 84 kilos llamada Sputnik, llegó justo a tiempo para salvar su carrera. El Sputnik devolvió la ciencia a primera línea del periodismo mundial. Trevor Hicks había hallado de pronto su enfoque: el espacio. Enterró su libro sobre el lisenkoismo y lo olvidó todo sin siquiera una mirada atrás.

Se echó una esposa —realmente, no hay otra palabra más amable para describirlo— en 1965, y vivió con y rompió con otras tres mujeres desde entonces. En general era un soltero empedernido, aunque se había sentido inclinado hacia la reportera del National Geographic a la que conoció en la celebración del vuelo de inspección del Galileo en Pasadena, el año pasado. Pero ella no se había sentido inclinada hacia él.

Trevor Hicks no estaba simplemente acumulando un gran archivo de recuerdos históricos; se estaba haciendo viejo. Su pelo era decididamente canoso. Se mantenía en forma de la mejor manera que podía, pero…

Cerró las cortinas sobre la bahía y el resplandeciente conglomerado de la Disneylandia de tiendas y restaurantes llamado Seaport Village.

Su ordenador portátil aguardaba silencioso en el escritorio negro de arce de la habitación, su pantalla abierta llena de caracteres en negro sobre un fondo cremoso. La pantalla se parecía notablemente a una hoja enmarcada de papel escrito a máquina. Hicks se sentó en la silla y se mordisqueó un callo en el primer nudillo de su dedo medio. Había conseguido aquel callo, pensó ociosamente, a través de miles de horas con el lápiz en la mano, tomando notas que ahora podía simplemente escribir con más facilidad en el ordenador apoyado sobre sus rodillas. Muchos periodistas más jóvenes no tenían esos callos en sus dedos medios.

—Eso es —dijo, desconectando la máquina y echando hacia atrás la silla—. No hay nada que hacer. Olvídalo. —Cerró la pantalla y se puso los zapatos. La tarde antes había visitado un antiguo velero y un museo marítimo en el muelle, sólo un corto paseo.

Silbando, cerró la puerta de la habitación tras él, y caminó con sus cortas y recias piernas pasillo abajo.

—¿Qué espera usted que encuentre la humanidad en el espacio, señor Hicks? —preguntó el director del noticiario, un joven de denso pelo que rozaba la treintena. El micrófono que sostenía en la mano se metió debajo de la nariz de Hicks, obligándole a alzar ligeramente la barbilla para hablar. Hicks no se atrevió a ajustar su movimiento; era en directo. La entrevista estaba siendo grabada además en un antiguo magnetoscopio negro y gris en una consola detrás del director del noticiario.

—La guerra por la obtención de recursos se está caldeando —dijo Hicks. Un poco más de romanticismo, quizá—: El cielo está lleno de metales, hierro y níquel e incluso platino y oro… Montañas volantes llamadas asteroides. Podemos traer esas montañas a la Tierra y explotar sus minerales en órbita. Algunas de ellas son casi metal puro.

—¿Pero qué convencerá, digamos, a un muchacho o muchacha quinceañero a estudiar una carrera abocada al espacio?

—El tener una oportunidad —dijo Hicks, aún frío al micrófono y al entrevistador, con la mente en otra parte. Llámalo instinto de periodista, pero llevaba varios días sintiéndose intranquilo—. Pueden elegir quedarse en la Tierra y vivir una existencia, una vida, muy poco distinta de las vidas que llevaron sus padres, o pueden intentar abrir sus alas hacia las altas fronteras. No necesito convencer a los jóvenes que el futuro, dentro de diez o veinte años, está realmente en el espacio. Ellos ya lo saben.

—¿Predicando para el coro? —preguntó amablemente el director del noticiario.

—Más bien sí —dijo Hicks. El espacio ya no era controvertido. No era el tipo de tema que ocupara mucho tiempo de antena en las emisoras de rock y surf.

—¿Tal vez el temor de estar «predicando para el coro» le impulsó a escribir su novela, quizá con la esperanza de encontrar una audiencia más amplia?

—¿Perdón?

—Una audiencia más allá de los libros científicos. Una incursión en la ciencia ficción.

—Nada de incursión. Leo ciencia ficción desde que era un chico en Somerset. Arthur Clarke nació en Somerset, ¿sabe? Pero respondiendo a su pregunta: no. Mi novela no está escrita para las masas, ésa es la lástima. Cualquiera a quien le guste la literatura sólida le ha de gustar mi novela, pero debo advertirle —oh, Dios, pensó Hicks; no sólo frío; malditamente helado— que es técnica. No se admiten ignorantes. La sobrecubierta se estremece ante su aproximación.

El director rió educadamente.

—A mí me gustó —dijo—, y supongo que eso significa que no soy un ignorante.

—Por supuesto que no —concedió Hicks.

—Naturalmente, ha oído hablar usted de los informes australianos…

—No. Lo siento.

—Han estado llegando durante todo el día.

—Sí, bueno, sólo son las diez de la mañana, y he dormido hasta tarde. —Se dio cuenta de que sentía un ligero hormigueo en la nuca. Miró firmemente al director del noticiario, con ojos ligeramente saltones.

—Esperaba poder conseguir algún comentario de usted, un experto en fenómenos extraterrestres.

—Cuéntemelo, y yo lo comentaré.

—Los detalles todavía son embrionarios, pero al parecer el gobierno australiano está solicitando asesoramiento para enfrentarse a la presencia de una nave espacial alienígena en su suelo.

—Ahora una de indios —dijo Hicks reflexivamente.

—Eso es lo que han informado.

—Suena estúpido.

El rostro del director enrojeció.

—Yo sólo transmito las noticias, no las fabrico.

—Toda mi vida he aguardado la posibilidad de informar de un auténtico encuentro con extraterrestres. Llámeme romántico si quiere, pero siempre he mantenido la esperanza de la posibilidad de un encuentro así. Y siempre me he sentido decepcionado.

—¿Cree que el informe es un fraude?

—No creo nada.

—Pero, si hubiera visitantes alienígenas, ¿se apuntaría usted entre los primeros a hablar con ellos?

—Les invitaría a casa a que conocieran a mami. A mi madre.

—¿Les daría la bienvenida a su casa?

—Por supuesto —dijo Hicks, sintiendo un calorcillo interior. Ahora podía mostrar su auténtico ingenio y estilo.

—Gracias, señor Hicks. —El director acercó de nuevo el micrófono a su boca, dejando a Hicks fuera—. Trevor Hicks es un científico y un periodista científico cuyo más reciente libro es una novela, Hogar estelar, que trata del siempre fascinante tema de la colonización del espacio y el primer contacto con seres extraterrestres. Y a continuación podrán escuchar, en las Noticias de las Nueve: otro intento de capturar la arena arrebatada por el mar en Pacific Beach, y el nacimiento de una ballena gris en Sea World.

—¿Puedo ver esos informes australianos? —preguntó Hicks cuando el director del noticiario hubo terminado. Revisó los télex del pequeño montón del servicio de agencias. Lo mejor que se podía decir de ellos era que eran lacónicos. Un nuevo Ayers Rock en medio del Gran Desierto Victoria. Geólogos investigando. Formación anómala.

—Notable —dijo, devolviendo las hojas al director del noticiario—. Gracias.

—A su disposición —dijo el director, abriendo la puerta.

Un brillante taxi amarillo le aguardaba en el aparcamiento de la emisora. Hicks subió al asiento de atrás, sintiendo todavía el hormigueo en la nuca.