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—Pensamos que os quedaríais un tiempo.

—Nosotros también lo pensábamos. Pero he pasado esta noche pensando, y debemos… salir de aquí tan pronto como sea posible. Quedan aún muchas cosas por hacer.

Danielle inclinó la cabeza hacia un lado, interrogativa, mientras Francine y Marty entraban en la cocina. Marty sonrió tímidamente a Becky; Becky le ignoró, su mirada dividida entre su madre y su padre.

—¿Qué demonios le ocurre a esta familia? —preguntó Danielle con voz seca—. Maldita sea, Francine, ¿adónde vais?

—No lo sé —respondió francamente Francine—. Arthur está a cargo de eso.

—¿Estáis todos locos? —preguntó Danielle.

—Oh, vamos, Danny —dijo Grant.

—He estado despierta toda la noche intentando pensar en todo esto. ¿Por qué os marcháis ahora? ¿Por qué? —Estaba al borde de la histeria—. Algo está pasando. Algo con el gobierno. ¿Es por eso por lo que estáis aquí? ¡Vais a abandonarnos a todos, a dejarnos morir!

Arthur sintió que se le desplomaba el corazón. Era posible que estuviera muy cerca de la verdad. Toda aquella excitación parecía vaciarle.

—Tenemos que ir a la ciudad hoy —dijo—. Tengo algunos asuntos que arreglar allí, y Marty y Francine tienen que venir conmigo.

—¿Podemos venir nosotros también? —preguntó Danielle—. Todos nosotros. Somos una familia. Me sentiría mucho mejor si fuéramos todos juntos.

Francine le miró, con los ojos llenos de lágrimas. El labio inferior de Marty temblaba, y Becky permanecía al lado de su madre, un brazo rodeándola, confusa, en silencio.

—No —dijo Grant.

Danielle volvió bruscamente la cabeza hacia él.

—¿Qué?

—No. No nos dejemos dominar por el pánico. Arthur tiene trabajo que hacer. Si es trabajo para el gobierno, estupendo. Pero en esta casa no vamos a dejarnos dominar por el pánico si yo tengo algo que decir.

—Están yendo a alguna parte —dijo suavemente Danielle.

Grant aceptó aquello con una breve inclinación de cabeza.

—Quizá sí. Pero nosotros no tenemos nada que ver con ello.

—Eso es malditamente razonable para ti —dijo Danielle—. Nosotros somos tu maldita familia. ¿Qué estás haciendo tú por nosotros?

Grant buscó el rostro de Arthur, y Arthur captó su confusión y su miedo y su determinación de no dejar que las cosas escaparan a su control.

—Estoy manteniéndonos en nuestra casa —dijo—, y estoy intentando hacerlo de una forma digna y civilizada.

—Dignidad —dijo Danielle. Arrojó bruscamente al suelo su taza de café y salió corriendo de la cocina. Becky se quedó inmóvil en su sitio y sollozó silenciosa y dolorosamente.

—Papá —dijo, entre espasmo y espasmo.

—Sólo es una discusión —le dijo Grant. Se arrodilló a su lado y rodeó sus hombros con un brazo—. Todo va bien.

Arthur, sintiéndose como un autómata, recogió sus cosas del cuarto de baño y el dormitorio. Francine fue en busca de su hermana en el dormitorio principal e intentó tranquilizarla.

Grant detuvo a Arthur en el camino. La niebla matutina colgaba aún densa en las colinas, y el sol era tras ella una promesa de amarillento calor. Unos cuantos palomos cantaban su dulce, nostálgica y estúpida canción detrás de los setos.

—¿Sigues trabajando para el gobierno? —preguntó.

—No —dijo Arthur.

—¿No te están llevando a Cheyenne Mountain o algún sitio así? ¿No te ponen a bordo de un transbordador espacial?

—No —dijo Arthur, sintiendo un hormigueo. ¿Qué es lo que esperas que ocurra…? ¿Algo no demasiado lejos de lo que Grant está suponiendo?

—¿Vas a volver esta noche? ¿Sólo vas a ir a la ciudad y luego… volverás?

Arthur agitó negativamente la cabeza.

—No lo creo —dijo.

—¿Vas a seguir conduciendo, yendo hacia delante… hasta que ocurra?

—No lo sé —dijo Arthur.

Grant hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Me he preguntado muchas veces cuánto tiempo podríamos seguir manteniendo esto unido. Vamos a morir todos, ¿verdad?, y no podemos hacer nada.

Arthur tuvo la impresión de estar respirando fragmentos de cristal.

—Cada cual se enfrenta a las cosas a su manera —dijo Grant—. Si permaneces en un coche, conduciendo, quizá todo pueda mantenerse unido. Pueda seguir funcionando. Si todos permanecemos en casa, quizá… también. Sí, también.

Por favor, vosotros sois poderosos, vosotros sois como Dioses, suplicó Arthur a los Jefes en la cima de la red, tomadnos a todos, rescatadnos a todos. Por favor.

Pero la información que ya le había sido pasada convertía aquella plegaria en algo hueco. Y ni siquiera tenía una seguridad de que su propia familia fuera a ser salvada; ninguna seguridad en absoluto, sólo una fuerte y vívida esperanza. Tendió la mano a Grant y se la apretó con fuerza.

—Siempre te he admirado —dijo Arthur—. No eres como yo. Pero quiero que sepas que siempre te he admirado, y a Danielle también. Sois buena gente. Estemos donde estemos, ocurra lo que ocurra, estaréis en nuestros pensamientos. Y espero que nosotros estemos también en los vuestros.

—Lo estaréis —dijo Grant, con la mandíbula encajada. Danielle y Francine salieron por la puerta delantera, con Marty detrás. Becky no salió, pero miró a través de la ventana delantera, un pequeño fantasma radiantemente rubio.

Arthur se sentó de nuevo tras el volante después de asegurarse de que Marty se había atado bien el cinturón de seguridad en el asiento de atrás. Grant abrazó fuertemente a Danielle con un brazo y les dijo adiós con el otro.

No hay nada tan diferente en esto, pensó Arthur. Una simple familia despidiéndose. Hizo retroceder la camioneta fuera del camino y maniobró en la estrecha calle, mientras miraba su reloj. Una hora para llegar allá donde debían llegar.

El rostro de Francine estaba mojado por las lágrimas, pero no emitía ningún sonido; miraba fijamente hacia delante, el brazo colgando fláccido fuera de la ventanilla.

Marty dijo adiós con la mano, y se alejaron.

Los vientos procedentes del océano habían empujado el viento de los incendios del este tierra adentro, y una vez desaparecida la bruma el aire era claro y azul. Arthur cruzó el puente de grises vigas San Francisco-Bahía de Oakland, casi vacío de tráfico, tomó la rampa de la 480 hacia el Embarcadero, y giró al sur hacia la China Basin Street y el Central Basin.

—¿Sabes dónde vamos? —preguntó Francine.

Asintió; en cierto modo, lo sabía. Estaba siguiendo direcciones, pero tenía una imagen de un barco de pesca de quince metros. Había veinte pasajeros sentados al sol en la cubierta de atrás, aguardándoles.

Aparcó el coche en el aparcamiento del Agua Vista Park.

—Iremos caminando desde aquí —dijo—. No está lejos.

—¿Y el equipaje? —preguntó Francine.

—¿Y mis juguetes? —apostilló Marty.

—Lo dejaremos todo aquí —dijo Arthur. Abrió la puerta de atrás y sacó la caja que contenía los discos y papeles de Francine. Aquello era lo único que insistiría en llevar. Dejó que Marty cargara con ella.

Estaba volviendo la excitación; más tarde podría sentir tristeza por los que quedaban atrás. En estos momentos, parecía seguro que aquello que más había anhelado estaba ocurriendo. La red no estaba bloqueando su camino ni diciéndole que volviera atrás; estaba siendo animado a seguir adelante. Sólo quedaban unos pocos minutos.

—¿Vamos a tomar un barco? —preguntó Francine. Asintió. Ella alzó su bolso, y Arthur agitó la cabeza: déjalo. Ella sacó una carterita de plástico conteniendo fotos familiares de su interior y arrojó a un lado el resto, casi furiosa, el rostro contraído.