—¿No vamos a cerrar el coche? —preguntó Marty. Arthur hizo que se alejaran apresuradamente, dejando abierta la puerta de atrás de la camioneta.
No necesitas posesiones. No traigas nada encima excepto tus ropas. Vacía tus bosillos de monedas, llaves, todo. Sólo vosotros mismos.
Arrojó sus llaves y monedas, billetera y peine, al asfalto.
Cruzaron una puerta abierta en medio de una verja de cadena y penetraron en un largo y amplio muelle, con los suavemente bamboleantes mástiles de las barcas de pesca alineados a ambos lados.
—Apresuraos —urgió.
Francine empujó a Marty delante de ella.
—Todo esto para un paseo en barca —dijo.
Al extremo del muelle, la barca que había visualizado les aguardaba. Había efectivamente unas veinte personas de pie y sentadas en la parte de atrás. Una mujer joven con unos tejanos desteñidos y una chaqueta con capucha les guió hasta la rampa, y subieron rápidamente a bordo, ocupando sus lugares en la parte de atrás. Marty se apoyó en un montón de gastadas y malolientes redes. Francine se sentó sobre un torno.
—De acuerdo —exclamó la joven—. Ése es el último.
Sólo entonces se atrevió Arthur a dejar escapar el aliento. Miró a su alrededor, al resto de la gente que ocupaba el bote. La mayoría eran más jóvenes que él; había cuatro niños en el grupo, además de Marty. No había pasajeros viejos. Mientras contemplaba sus rostros, se dio cuenta de que muchos de los que habían sido implicados en la red no estaban siendo recompensados por su trabajo: muchos miembros de la red habían sido dejados atrás; en cambio, muchos que no pertenecían a la red, como Marty y Francine, estaban allí.
Nadie parecía tener la menor idea de dónde se dirigían. La barca hendió las rizadas aguas de la bahía y se encaminó hacia el norte. El sol arrojaba un bienvenido calor, pero los vientos que soplaban en la bahía arrastraban consigo la mayor parte de él.
La joven que les había guiado fue acercándose a cada uno de ellos, con la mano tendida.
—Las joyas, por favor —dijo—. Anillos, relojes, collares. Todo. —Todo el mundo le entregó sus pertenencias sin ninguna queja. Arthur se quitó el anillo de boda e hizo una inclinación de cabeza a Francine para que hiciera lo mismo. Marty entregó su reloj de pulsera Raccoon sin quejarse. Estaba muy serio y muy quieto.
—¿Sabe dónde vamos? —preguntó un hombre joven vestido con traje de calle a la mujer mientras le tendía su Rolex de oro.
—Cerca de Alcatraz —dijo ella—. Eso es lo que me ha dicho el capitán.
—Quiero decir, después de eso.
Ella negó con la cabeza.
—¿Lo ha entregado todo todo el mundo?
—¿Nos devolverán nuestras cosas? —preguntó una menuda mujer asiática.
—No —respondió la joven de los tejanos—. Lo siento.
—¿Van a venir con nosotros Becky y tía Danielle y tío Grant? —preguntó solemnemente Marty, contemplando las gaviotas deslizarse sobre la estela de la barca.
—No —respondió Francine, tomando la palabra de labios de Arthur—. Nadie más viene con nosotros.
—¿Vamos a abandonar la Tierra? —preguntó Marty. Los adultos a su alrededor se estremecieron visiblemente.
—Chisst —dijo la joven, alejándose de ellos—. Espera y verás.
Arthur alargó una mano y pellizcó suavemente el lóbulo de la oreja de Marty entre el índice y el pulgar. Chico listo, pensó. Contempló el agua, notando cómo las pequeñas olas golpeaban rítmicamente contra el casco de la barca. Varias personas estaban empezando a marearse. Un hombre de barba canosa y piel bronceada de unos cuarenta años se dirigió a la cabina de pilotaje y regresó con bolsas de plástico.
—Úsenlas —dijo ásperamente—. Todo el mundo. No necesitamos a nadie más mareado de lo necesario, y por supuesto no necesitamos reacciones en cadena.
Arthur contempló la línea del horizonte de la ciudad, parpadeando ante la salada espuma que flotaba en el aire. Todo ese trabajo. Por todo el mundo. Miles de años. Ni siquiera podía empezar a captar toda la enormidad. Francine se le acercó y le rodeó apretadamente con sus brazos. Inclinó la mejilla contra el pelo de ella, sin atreverse a sentirse tan optimista como deseaba sentirse.
—¿Puedes decirme lo que va a ocurrir ahora? —preguntó ella.
Marty se apretó contra ellos.
—Vamos a irnos lejos, mamá —dijo.
—¿Es cierto? —preguntó Francine a Arthur.
Éste tragó saliva y agitó ligeramente la cabeza, luego asintió.
—Sí —dijo—. Creo que sí.
—¿Dónde?
—No lo sé.
Cruzaron por debajo del puente San Francisco-Bahía de Oakland, dejando la isla Yerba Buena y la isla Treasure a la derecha, altos montones de verde oscuro y marrón en las aguas color pizarra orladas de blanco.
—¿Ves, Marty? —dijo Francine, señalando el laberinto de vigas y travesaños y los enormes pilares y torres—. Hace un rato pasamos por ahí arriba.
Marty le dedicó la correspondiente atención maravillada. El mar estaba empezando a picarse. Alcatraz, una desolada roca llena de viejos edificios, con una torre de aguas destacando entre todos los demás, se extendía directamente al frente. La barca frenó su marcha, y los motores redujeron su sonido a un rítmico chug-chug-chug. La joven pasó de nuevo entre ellos, examinando atentamente a todos en busca de pertenencias innecesarias. Nadie protestó; estaban ateridos por el miedo, mareados, cansados, o las tres cosas. Sonrió a Marty al pasar por su lado.
La barca se detuvo, derivando en el oleaje. Los pasajeros empezaron a murmurar. Luego Arthur vio algo cuadrado y gris emerger más allá de la borda de babor. Pensó inmediatamente en la torreta de un submarino, pero era mucho más pequeña, apenas tan ancha como una puerta doble, y no emergía más de tres metros del agua.
—Tenemos que ir con cuidado —les dijo la mujer, de pie sobre una corta escalerilla cerca de la cabina de pilotaje—. El agua está agitada. Vamos a bajar todos por esa puerta. —Un cuadrado negro y vacío apareció en el bloque gris—. Hay una escalera en espiral que desciende al interior de la nave. El arca. Si tienen algún niño de menos de doce años, por favor sujeten firmemente su mano y vayan con cuidado.
Un robusto pescador con un jersey negro de cuello vuelto extendió una corta pasarela hasta la entrada del bloque.
—Nos vamos —dijo Francine, con una voz que sonaba como la de una niña.
Uno a uno, en silencio, cruzaron la no muy estable pasarela, ayudados por el pescador y la joven. Cada persona desapareció en el bloque. Cuando le llegó el turno a su familia, Arthur pasó primero, luego ayudó a Francine a alzar a Marty hasta la pasarela, y sujetó firmemente su mano mientras ella cruzaba la abertura.
—Oh, Señor —dijo Francine con voz temblorosa mientras descendían la empinada y estrecha escalera en espiral.
—Sé valiente, mamá —animó Marty. Sonrió a Arthur, que caminaba delante de él, sus cabezas casi al mismo nivel.
Después de descender unos diez metros, cruzaron una entrada semiovalada que daba a una habitación circular con tres puertas muy juntas en el lado opuesto. Las paredes eran de un color amarillo melocotón, y la iluminación era regular y cálida, relajante. Cuando los veinte estuvieron en la habitación, la joven se les unió. El pescador y los demás miembros de la tripulación no. La escotilla semiovalada se cerró silenciosamente tras ella. Un suave gemido brotó de algunas gargantas, y un hombre unos diez años más joven que Arthur se dejó caer de rodillas, las manos unidas en una plegaria.
—Estamos dentro de una nave espacial —dijo la joven—. Tenemos nuestros aposentos más abajo. Dentro de poco, quizás un par de horas, abandonaremos la Tierra. Algunos de ustedes ya lo saben. El resto deberá ser paciente, y por favor, no tengan miedo.