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Arthur aferró las manos de su esposa y su hijo y cerró los ojos, sin saber si se sentía aterrado, o exaltado, o ya de luto. Si estaban a bordo de una nave espacial, y todo el trabajo que él y los demás de la red habían hecho había dado sus frutos, entonces la Tierra moriría pronto.

Su familia podría sobrevivir. Sin embargo, nunca volverían a respirar el puro y frío aire del mar ni a erguirse al aire libre bajo el sol. Los rostros desfilaron ante él, tras sus párpados: familiares, amigos, colegas. Harry, cuando gozaba de buena salud. Arthur pensó en Ithaca Feinman y se preguntó si estaría también a bordo de un arca. Probablemente no. Había tan pocos espacios disponibles, menos aún ahora que las naves de Charleston y Seattle habían sido destruidas. Una población para procrear, nada más.

Y todo el resto…

El hombre joven rezaba en voz alta, fervientemente, el rostro inclinado hacia arriba en una agonía de concentración. Arthur hubiera podido unírsele muy fácilmente.

67

Un disperso grupo de diez personas tomó el Sendero de las Cuatro Millas a primera hora de la mañana, Edward y Betsy entre ellos. Caminaron por entre las sombras de los abetos Douglas y los pinos Ponderosa, con el aroma de su resina perfumando el tranquilo aire matutino. La ascensión fue relativamente suave al principio, ascendiendo gradualmente hacia el vado del tumultuoso arroyo Centinela, a unos sesenta metros por encima del suelo del valle.

A las once estaban en el empinado sendero ascendente cortado en la cara granítica occidental de la Roca Centinela.

Edward hizo una pausa para sentarse y recuperar el aliento, y para admirar a Betsy en sus pantalones cortos de escalada.

—Acostumbraban a cobrar para subir esto —dijo Betsy, apoyando una bien torneada pierna contra un reborde para volver a atarse los cordones de sus botas de montaña.

Edward miró hacia la distancia en la dirección por donde habían subido y agitó la cabeza. A mediodía, se habían despojado de sus jerseys y se habían atado las mangas en torno a la cintura. Se detuvieron para beber un poco de agua. Por aquel entonces los diez se habían extendido a lo largo de casi un kilómetro de sendero, como cabras monteses en las terrazas de exhibición de un zoo. Un hombre joven, a unas docenas de metros por encima de Edward, tuvo suficientes energías para golpearse el pecho y dejar escapar un grito tarzanesco de dominación. Luego sonrió estúpidamente y agitó una mano.

—Yo Jane, él chiflado —comentó Betsy.

Su buen humor prosiguió mientras se detenían en Punta Unión y miraban al valle allá abajo, apoyados en la barandilla metálica. El cielo estaba sólo ligeramente humoso, y el aire era más cálido a medida que ascendían.

—Podríamos pararnos aquí —sugirió Betsy—. La vista es muy hermosa.

—Un poco más. —Edward adoptó una expresión valiente y señaló hacia su meta—. Otra pequeña ascensión.

A la una habían recorrido una al parecer interminable serie de revueltas que ascendían la desnuda ladera de granito, deteniéndose brevemente para examinar los pequeños grupos de manzanitas. Luego siguieron por un sendero mucho más razonable y comparativamente más llano hacia la Punta Glaciar.

Minelli y su compañera Inés habían montado ya las tiendas en los bosques detrás de los senderos de asfalto que ascendían hasta las terrazas protegidas con barandillas de la punta. Saludaron a Edward y Betsy con la mano y les hicieron señas de que acudieran y compartieran con ellos su comida.

—Vamos a echar un vistazo —les dijo Edward—. Estaremos con vosotros en un momento.

Inclinados sobre la barandilla de la terraza inferior, examinaron el valle de punta a punta y las montañas más allá. El canto de los pájaros puntuaba el firme susurrar de la brisa.

—Es todo tan pacífico —dijo Betsy—. Una pensaría que nada puede ocurrir nunca aquí…

Edward intentó imaginar a su padre, de pie junto a la barandilla, hacía más de dos décadas, agitando las manos, haciendo payasadas mientras su madre tomaba fotos con una Polaroid. Aquella vez habían ido en coche hasta la punta. Una hora más tarde estaban camino de vuelta a casa, terminando así la última época feliz de su infancia. La última vez, de niño, que había sentido que podía haber sido feliz.

Acarició el brazo de Betsy y le sonrió.

—La mejor vista del mundo —dijo.

—Con asiento de primera fila —reconoció Betsy, protegiendo sus ojos del alto y brillante sol. Permanecieron cerca del borde durante varios minutos, enlazados, luego se volvieron y regresaron a las tiendas para reunirse con Minelli e Inés.

La tarde pasó lentamente, relajadamente. Minelli había comprado un salami entero en la tienda y dos hogazas de pan; Inés había subido una ancha cuña de queso cheddar.

—Estaba entero hace unos días —dijo—. No preguntéis cómo dimos cuenta del resto. —Su sonrisa era firme, intantil y dulce a la vez.

Minelli pasó latas de cerveza, calientes pero bien recibidas pese a todo, y comieron lentamente, hablando poco, escuchando los pájaros y el zumbido del viento por entre los árboles a sus espaldas. Cuando hubieron terminado, Edward extendió un saco de dormir sobre la hierba e invitó a Betsy a echarse y a dormir un poco con él. La ascensión no había sido cansada, pero el sol era cálido y el aire suave, y grandes y gordas abejas zumbaban trazando perezosas curvas a su alrededor. Habían comido bien, y la cerveza había hecho que Edward se sintiera irresistiblemente soñoliento.

Besty se tendió a su lado, apoyando la cabeza en el hueco de su brazo.

—¿Eres feliz? —le preguntó.

Edward abrió los ojos y miró hacia arriba, a las blancas nubes contra un brillante cielo azul.

—Sí —dijo—. Realmente, soy feliz.

—Yo también.

A unas pocas docenas de metros, los otros campistas estaban cantando canciones folklóricas y melodías de los años sesenta y setenta. Sus voces derivaban en el inmóvil y cálido aire, mezclándose finalmente con el viento y el zumbido de las abejas.

68

Walter Samshow celebró su setenta y seis cumpleaños a bordo del Glomar Descubridor, que avanzaba en círculos a unos pocos kilómetros más allá de la zona donde enormes burbujas de oxígeno habían ascendido a la superficie del océano. El burbujear había cesado hacía tres días.

La cocina del barco preparó un pastel de cumpleaños de dos metros de largo con la forma de una serpiente marina…, o un pez remo, según se preguntara al cocinero o a Chao, que había visto varios peces remos en su época, pero no serpientes de mar.

A las cinco de la tarde, el pastel fue cortado con cierta ceremonia bajo la lona extendida sobre la bovedilla. Trozos del grosor de Biblias fueron servidas en la mejor vajilla del barco, acompañados por champán o ponche no alcohólico para aquellos que estaban ostensiblemente de guardia.

Sand brindó en silencio por su compañero, alzando a popa una copa de champán. Samshow sonrió y probó el pastel. Estaba intentando decidir qué sabor correspondía al peculiar color lodo de la masa —alguien había sugerido agar endulzada—, cuando el océano brilló repentinamente a todo su alrededor con un resplandeciente verde azulado, incluso bajo el intenso sol.

Samshow recordó su juventud, de pie en la playa de Gape God la noche del cuatro de julio, aguardando los fuegos artificiales y lanzando sus propios petardos al agua en el momento en que su mecha estaba a punto de agotarse. Los petardos estallaban debajo de la superficie, con un silencioso puf y una luz verde eléctrica.

La tripulación en la cubierta posterior guardó un repentino silencio. Algunos, que se habían perdido el fenómeno, miraron desconcertados a sus compañeros.