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En rápida sucesión, del horizonte septentrional al meridional, más destellos iluminaron el horizonte.

—Creo —dijo Samshow con su mejor tono profesional— que estamos a punto de ver solucionados algunos misterios. —Se arrodilló para depositar su plato y su copa de champán sobre cubierta y luego se puso de nuevo en pie, con la ayuda de Sand, junto a la barandilla.

Al oeste, todo el mar y el cielo empezaron a rugir.

Una cortina de nubes y cegadora luz se alzó del horizonte occidental, luego se curvó lentamente como una serpiente presa del dolor. Un extremo de la cortina se deslizó sobre el mar en su dirección con una sorprendente rapidez, y Samshow se encogió, no deseando que todo terminara todavía. Deseaba ver más; deseaba vivir más minutos.

El casco se estremeció violentamente y los mástiles de acero y las cuerdas cantaron. La barandilla vibró dolorosamente bajo su mano.

El océano se llenó con una luz continua, kilómetros de agua ya no más opaca que una gruesa superficie de cristal verde sostenida sobre un fuego.

—Son las bombas —dijo Sand—. Están estallando. A todo lo largo de las fracturas…

El mar al oeste se ampolló en una capa de quizá un centenar de metros de grosor, barrida por la serpenteante cortina, estallando en franjas de líquido y espuma ascendentes y descendentes. Entre los fragmentos del descortezado mar —la piel de una burbuja inconcebible— se alzó una masiva, resplandeciente y transparente masa de supercalentado vapor, de quizá tres kilómetros de ancho. Su superficie revelada se condensó inmediatamente en un pálido hemisferio opalescente. Otras de tales burbujas rompieron la superficie y emergieron y se condensaron de horizonte a horizonte, convirtiendo el mar en un espumarajo verde menta. Las nubes de vapor ascendieron en retorcidas columnas hasta el cielo. El silbar y el rugir y el profundo agitar que sacudía las entrañas se hicieron insoportables. Samshow clavó las manos sobre sus oídos y aguardó lo que sabía que iba a venir.

Una dispersión de fragmentadas burbujas de vapor estalló justo a unos pocos centenares de metros al este, con más en el lado opuesto. La turbulencia se dispersó en una alta pared de agua que atrapó al barco a lo largo y partió su espina dorsal, retorciendo su mitad de proa en el sentido de las agujas del reloj, su mitad de popa a la inversa; el metal chilló, los remaches saltaron como balas de cañón, las planchas se desgarraron con un curioso sonido como de papel rasgado, las vigas y los tirantes restallaron. Samshow salió disparado por la borda, y durante un momento pareció suspendido en medio de la espuma y los restos flotantes. Sintió que todo aquello de lo que formaba parte —el mar, el cielo, el aire y la bruma a su alrededor— se aceleraban bruscamente hacia arriba. Una burbuja de vapor mucho más grande brotó a la superficie inmediatamente debajo del barco.

No hubo, por supuesto, tiempo para pensar, pero un pensamiento del instante antes permaneció clavado como una imagen estrobos-cópica, congelada en su mente antes de que su cuerpo fuera hervido y aplastado en un instante en algo difícilmente distinguible de la espuma a su alrededor: Desearía poder oír ese ruido, el de la corteza de la Tierra al desgarrarse.

Alrededor de todo el planeta, allá donde las máquinas deposita-doras de bombas habían infestado las simas más profundas del océano, largas y sinuosas cortinas de ardiente vapor brotaron a las alturas atmosféricas y las atravesaron. Mientras los millones de vitreas columnas de vapor se condensaban en nubes, y las nubes golpeaban las frías masas superiores del aire y se convertían en lluvia, el aire que había sido empujado a un lado volvía torrencialmente a su lugar con un violento tronar. Los tsunamis, los grandes maremotos, rodaron hacia fuera al ritmo de los turbulentos frentes concéntricos en expansión de las altas y bajas presiones.

El fin había empezado.

DIES IRAE

69

Debajo de la bahía de San Francisco, horas después de abordar el arca, la joven que los había guiado a la barca de pesca —su nombre era Clara Fogarty— iba de un lado para otro entre las veinte personas que se apiñaban en la sala de espera y hablaba con ellas, respondiendo preguntas, intentando que mantuvieran la tranquilidad. Ella misma no parecía demasiado tranquila; frágil, al borde de derrumbarse.

Ayúdala, recibió Arthur la orden. Él y varios otros obedecieron inmediatamente. Al cabo de unos minutos regresó entre la gente junto a Francine y tomó sus manos. Marty se abrazó fuertemente a él.

—Voy a ir a visitar las zonas donde nos instalaremos —le dijo a Francine.

—¿La red te ha dicho esto?

—No —respondió, mirando hacia un lado, frunciendo ligeramente el ceño—. Alguien distinto. Una voz que nunca había oído antes. Voy a conocer a alguien.

Francine se secó el rostro con las manos y le besó. Arthur alzó a Marty con un aup y le dijo que cuidara de su madre.

—Volveré dentro de poco.

Se detuvo junto a Clara Fogarty en la escotilla central del lado opuesto al que habían entrado. La escotilla —poco más que una línea en la superficie de la pared— se abrió y la cruzaron rápidamente, antes de tener una impresión clara de lo que había al otro lado.

Un pasillo amplio y brillantemente iluminado, que se curvaba hacia abajo, se abría ante ellos. La escotilla se cerró a sus espaldas, y se miraron nerviosamente el uno al otro. Más escotillas se alineaban a ambos lados del pasillo.

—¿Gravedad artificial? —le preguntó Clara Fogarty.

—No lo sé —respondió.

Echaron a andar a una silenciosa petición. Permanecían erguidos con relación al suelo, sin ninguna sensación extraña excepto la visual. Al extremo del pasillo les aguardaba otra escotilla abierta; más allá se divisaba una cálida semioscuridad. Entraron en una cámara similar a la sala de espera.

En el centro de aquella cámara se alzaba un pedestal de unos treinta centímetros de alto y un metro de ancho. Sobre el pedestal reposaba algo que tras un primer examen Arthur tomó por una escultura. Tenía aproximadamente la mitad de su altura, y estaba modelado como un cuadrado y robusto torso y cabeza humanos…, más bien, de hecho, como una cuadrada y ligeramente aplastada muñeca de cerámica china. Aparte un ligero y no dividido pecho, carecía de todo rasgo superficial. Su color era similar al del cobre tratado térmicamente, con remolinos oleosos y tornasolados arcos iris. Su piel era reluciente pero no reflexiva.

Sin ninguna advertencia, se alzó suavemente unos pocos centímetros por encima del pedestal y se dirigió a ambos en voz alta:

—Me temo que pronto vuestro pueblo ya no será más salvaje y libre.

Arthur había oído aquella misma voz en su cabeza hacía unos pocos minutos, llamándoles a través de las escotillas.

—¿Quién eres? —preguntó.

—No soy vuestro mantenedor, pero soy vuestro guía.

—¿Estás vivo? —No sabía qué otra cosa preguntar.

—No estoy biológicamente vivo. Soy parte de esta nave, la cual a su vez será pronto parte de una nave mucho más grande. Estáis aquí para preparar a vuestros compañeros para mí, a fin de que pueda darles instrucciones y cumplir con mis propias instrucciones.

—¿Eres un robot? —preguntó Clara.

—Soy un símbolo, diseñado para ser aceptable sin suscitar impresiones erróneas. En cierto modo, soy una máquina, pero no soy un trabajador servil. ¿Me comprendes?

La voz del objeto era profunda, autoritaria, y sin embargo no masculina.

—Sí —dijo Arthur.

—Algunos de entre vuestro grupo pueden ser presas del pánico si son expuestos ante mí sin preparación. Y sin embargo es esencial que me conozcan y confíen en mí, y confíen en la información e instrucciones que yo les dé. ¿Queda comprendido esto?