Schwartz estudió las fotos de los Diamond Apple con los ojos ligeramente entrecerrados. Seguían sin reflejar una realidad convincente. Había algunas abstracciones realmente atractivas. ¿Cuál debía ser ahora el aspecto de Hawai? ¿Cuál sería el aspecto de San Francisco dentro de unos minutos? ¿O de Nueva York?
—Lamento que no esté aquí todo el mundo —dijo Crockerman—. Me hubiera gustado darles las gracias a todos.
—¿No vamos a evacuar el lugar… de nuevo? —preguntó automáticamente Schwartz.
Lehrman le lanzó una aguda e irónica mirada.
—No disponemos de ningún asentamiento lunar, Irwin. El presidente, cuando era senador, se preocupó mucho de bloquear esos fondos en 1990.
—Fue un error —admitió Crockerman, con un tono casi irónico. Si en aquel momento Schwartz hubiera tenido una pistola, lo hubiera matado; su furia era una pasión impotente y sin objetivo fijo que tan fácilmente podía impulsarle a echarse a llorar que arrojarle a una ciega violencia. Las pantallas no mostraban ninguna realidad; Crockerman, en cambio, la exhibía toda.
—Realmente somos niños —dijo Schwartz, después de que el enrojecimiento desapareciera de su rostro y sus manos dejaran de temblar—. Nunca tuvimos ninguna posibilidad.
Crockerman miró a su alrededor cuando el suelo se agitó bajo sus pies.
—Casi me siento ansioso de que llegue el final —dijo—. Duele tanto por dentro.
La sacudida se hizo más violenta.
La primera dama se sujetó al marco de la puerta y luego se apoyó sobre la mesa. Schwartz adelantó una mano para ayudarla a sentarse en una silla. Los agentes del Servicio Secreto entraron en la sala, luchando por mantener el equilibrio, agarrándose al borde de la mesa. Después de ayudar a la primera dama a sentarse, Schwartz se sentó de nuevo y se aferró a los brazos de madera de la silla. Las sacudidas no cesaban; se estaban haciendo cada vez más violentas.
—¿Cuánto creen que tomará esto? —preguntó Crockerman, a nadie en particular.
—Señor presidente, debería salir usted del edificio y situarse al aire libre en un lugar despejado —dijo el agente que había hecho mayores progresos dentro de la sala. Su voz temblaba. Estaba aterrado—. Y todos los demás también.
—No sea ridículo —dijo Crockerman—. Si el techo se hunde ahora encima de mí, será una maldita bendición. ¿No es así, Irwin? —Su sonrisa era brillante, pero había lágrimas en sus ojos.
Las pantallas se apagaron de pronto, y las luces de la sala lo hicieron poco después, para regresar unos momentos más tarde con menos convicción.
Schwartz se puso en pie. Volvía a ser el momento de convertirse en ejemplo.
—Creo que deberíamos dejar que esos hombres hicieran su trabajo, señor presidente. —Notó una repentina sensación pesada en su estómago, como si se hallara en un ascensor subiendo muy rápido. Crockerman se tambaleó y un agente le sujetó. La sensación de elevación prosiguió, pareció hacerse eterna, y luego se detuvo con una brusquedad tal que alzó la Casa Blanca una fracción de centímetro sobre sus cimientos. El refuerzo de vigas de acero que se había construido en el interior de la Casa Blanca a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta chirrió y gruñó, pero resistió. Grandes trozos de yeso cayeron del techo entre una nube de polvo blanco, y uno de los paneles de madera noble se astilló con gran estruendo.
Schwartz oyó al presidente llamar su nombre. Intentó responder desde donde estaba tendido en el suelo —de alguna forma había rodado debajo de la mesa—, pero estaba completamente sin aliento. Jadeando, parpadeando, limpiándose el polvo de yeso de los ojos, escuchó un horrible crujir y un ruido de algo rompiéndose sobre su cabeza. Oyó enormes golpes fuera…, piedras desprendidas de la fachada, supuso, o columnas cediendo. No pudo evitar el recordar tantas películas acerca de la destrucción de antiguas ciudades a causa de un terremoto o un volcán, con enormes trozos de mármol cayendo sobre las multitudes de indefensos ciudadanos.
No la Casa Blanca… Seguro que no aquí.
—Irwin, Otto… —el presidente de nuevo. Un par de piernas caminando a cortos saltitos cerca de la mesa.
—Aquí debajo, señor —dijo Schwartz. Una breve imagen del rostro de su esposa acudió a su mente, los rasgos indistintos, como si estuviera contemplando una vieja foto desenfocada. Le sonreía. Luego vio a su hija, que se había casado y vivía en Carolina del Sur…, si el océano la había perdonado.
De nuevo el alzamiento. Se sintió aplastado contra el suelo. Fue breve, sólo uno o dos segundos, pero supo que era suficiente. Cuando se detuvo, aguardó con los ojos fuertemente apretados el derrumbe de los pisos superiores. Jesús, ¿es toda la orilla oriental la que se está alzando? La espera y el silencio parecieron interminables. Schwartz no pudo decidir si abrir de nuevo los ojos… o aguardar los largos segundos sintiendo la oscilación del edificio sobre su cabeza.
Giró el rostro hacia un lado y abrió los ojos.
El presidente había caído y permanecía tendido boca arriba al lado de la mesa, blanco como un fantasma a causa del polvo de yeso. Sus ojos estaban abiertos, pero no parecían ver nada.
La Casa Blanca recuperó su voz y gritó como una cosa viva.
Las recias patas de la mesa se arquearon y estallaron en multitud de astillas. No pudieron resistir el peso de las toneladas de cemento y acero y piedra.
71
Pintorescos, pensó Edward; pintorescos y conmovedores, y deseó poder refrenar sus emociones para unirse a ellos; un grupo de veinte o más se habían reunido ahora en círculo a un centenar de metros detrás de la Punta Granito, cantando himnos y más canciones folklóricas. Betsy se sujetó fuertemente a él en el camino de asfalto. Los últimos temblores habían disminuido, pero el propio aire parecía estar gruñendo, quejándose.
Irónicamente, tras subir el sendero para conseguir una buena vista, se hallaban ahora muy atrás con respecto al borde. Una grieta de unos treinta centímetros de anchura se había abierto en la terraza de piedra. Desde donde estaban sólo podían ver el tercio superior de la pared opuesta del valle.
—Tú eres geólogo —dijo Betsy, masajeándole la nuca con una mano, algo que él no le había pedido que hiciera, pero que le hacía sentirse bien—. ¿Sabes lo que está pasando?
—No —respondió.
—Sin embargo, no se trata de un simple terremoto.
—Creo que no.
—Entonces ha empezado. Subamos ahí arriba.
Él asintió y tragó dificultosamente un nudo de miedo en su garganta. Ahora que había ocurrido, se notaba cerca del pánico. Se sentía atrapado, claustrofóbico, con sólo toda la Tierra y el cielo para ir…, ni siquiera eso, sin alas. Se sentía aplastado entre planchas de acero de gravedad y su propia e insignificante debilidad. Su cuerpo le estaba recordando inconteniblemente que el miedo era algo difícil de controlar, y que la presencia de ánimo frente a la muerte era algo muy raro.
—Dios —dijo Betsy, apoyando su mejilla contra la de él, mirando hacia la Punta. También estaba temblando—. Pensé que al menos tendríamos tiempo de hablar de ello, de sentarnos en torno a un fuego…
Edward la apretó más contra sí. La imaginó como su esposa, y luego pensó en Stella, maravillándose de la inestabilidad de sus fantasías; estaba intentando atrapar muchas vidas, ahora que la suya parecía tan corta. Pensó, por encima de su miedo, en largos años juntos con ambas.
Los temblores casi habían pasado.
Los cantantes de himnos seguían buscando un tono de voz común, algo ya desesperadamente imposible. Minelli e Inés salieron de entre los árboles y treparon la colina entre los zigzags del camino de asfalto. Minelli lanzó un fuerte grito y se pasó la mano por el pelo.