—¡Jesús, la adrenalina es maravillosa!
—Está loco —dijo Inés, respirando afanosamente, el rostro pálido—. Quizá no el más loco que haya conocido nunca, pero casi.
—¿No crees que hace más calor? —preguntó Betsy.
Edward consideró la posibilidad. ¿Podría transmitirse el calor por delante de la onda de choque? No. Si los proyectiles estaban colisionando, o habían colisionado hacía un momento, allá en las profundidades del centro de la Tierra, el irresistible plasma en expansión de su destrucción mutua cuartearía la Tierra antes que el calor pudiera alcanzar la superficie.
—No creo que haga más calor debido a… el fin —dijo Edward. Nunca había sentido su mente recorrer tan rápidamente tantos temas a la vez. Deseaba ver lo que estaba ocurriendo en el valle—. ¿Vamos? —preguntó, señalando hacia las terrazas y la aún intacta barandilla.
—¿Para qué otra cosa hemos venido aquí? —preguntó Minelli, riendo y agitando la cabeza como un perro mojado. El sudor voló en pequeñas gotitas de su pelo. Gritó de nuevo y tomó la regordeta mano de Inés, arrastrándola por la gravilla de las terrazas.
—Minelliiii —protestó ella, mirando hacia atrás, hacia ellos, en busca de ayuda. Edward miró a Betsy, y ella asintió una vez, el rostro enrojecido.
—Estoy tan aterrada —susurró—. Es como estar drogada. —Caminaron juntos hacia el borde—. Compadezco a todos aquellos que se han quedado en casa. Realmente los compadezco.
Las dos parejas estaban solas en la terraza, contemplando el valle. No había cambiado mucho; no había ningún daño visible, no a primera vista al menos. Luego Minelli señaló hacia una densa columna de humo.
—Mirad.
El Ahwanee ardía. Casi todo el hotel estaba en llamas.
—Me encantaba ese viejo lugar —dijo Betsy. Inés gimió y se retorció las manos.
—¿Cuánto creéis que queda? —preguntó Inés, con la expresión de alguien a punto de estornudar, o de chillar. No hizo ninguna de las dos cosas.
—Parece realmente próximo —respondió Edward. Betsy alzó los brazos con un gemido y él la abrazó fuertemente, casi dejándola sin aliento.
—Abrázame, maldita sea —pidió Inés a Minelli. Minelli la miró parpadeando, luego siguió el ejemplo de Edward.
Diez minutos después del encuentro, Arthur y Clara habían asignado los miembros de su grupo a los nuevos aposentos a lo largo del curvado pasillo. Dos de los niños pequeños lloraban inconsolablemente, y todos estaban emocionalmente exhaustos; Arthur se detuvo en la puerta de la cabina que él y Francine y Marty iban a compartir, contemplando los servicios sanitarios comunes accesibles a todos a través de la primera puerta a la derecha de la escotilla cerrada donde se habían reunido con el robot. Unos cuantos los habían utilizado ya; algunos habían acudido allí completamente mareados. Clara había sido uno de los últimos. Regresó a la cabina de los Gordon y se apoyó en el marco de la puerta, frotándose los ojos con una mano.
—Todo arreglado, creo —dijo—. ¿Y ahora qué?
Francine había dicho muy poco durante todo el tiempo que llevaban a bordo. Permanecía sentada en la cama, aferrando su caja de discos y papeles con una mano. Marty sujetaba firmemente su otra mano. Miró a Clara con unos ojos vacíos que preocuparon a Arthur.
Elegid cuatro testigos. La reiteración de la orden en sus mentes era educada pero inequívoca. Es la Ley.
Clara se estremeció y se irguió.
—¿Ha oído eso? —preguntó.
Arthur asintió. Francine volvió la cabeza para mirarle.
—Quieren que elijamos a cuatro testigos —le dijo Arthur.
—¿Testigos para qué? —Su voz era débil, distante.
—Para el final.
—No los niños —dijo firmemente Francine. Arthur conferenció brevemente con la voz. Dos deben ser muy jóvenes, para transmitir los recuerdos.
—Quieren dos niños —dijo. Francine apretó los puños.
—No quiero que Martin pase por eso —dijo—. Ya es bastante malo para él.
—¿Quieren niños para qué? —preguntó Marty, mirándoles alternativamente, con los ojos muy abiertos.
—Es la Ley —dijo Arthur—. Su Ley. Necesitan que algunos de nosotros contemplemos la Tierra cuando sea destruida, y dos de ellos tienen que ser niños.
Marty pensó unos momentos en aquello.
—Todos los demás niños son más pequeños que yo —dijo—. Excepto uno. Esa niña. No sé su nombre.
Francine hizo que Marty se volviera para mirarla y sujetó sus brazos.
—¿Acaso no sabes lo que va a ocurrir? —preguntó.
—La Tierra va a estallar —dijo Marty—. Quieren que nosotros lo veamos y así sepamos lo que ha ocurrido.
—¿Sabes quiénes son ellos? —preguntó Francine.
—La gente que habla con papá —dijo Marty.
—Lo comprende muy bien —señaló Arthur.
—Yo diría que sí —confirmó Clara.
Francine lanzó a la muchacha una mirada furiosa, luego enfocó de nuevo sus ojos en Marty.
—¿Quieres verlo? —preguntó.
Marty agitó negativamente la cabeza.
—Me dará pesadillas —dijo.
—Entonces está decidido —dijo Francine—. Él…
—Pero mamá, si no lo veo, no sabré.
—¿No sabrás qué?
—No sabré lo que se supone que debo saber.
Francine escrutó lentamente el rostro de su hijo y luego lo soltó, abrazándose fuertemente a sí misma.
—¿Sólo cuatro? —preguntó suavemente.
—Al menos cuatro —dijo él—. Todos los que deseen pueden ver.
—Marty —dijo Francine—, compartiremos pesadillas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Eres un chico muy valiente —dijo Clara.
—¿Vas a mirar tú? —preguntó Arthur a Francine.
Ella asintió lentamente.
—Si tú y Marty lo hacéis, yo no puedo ser cobarde, ¿verdad?
¿Cuándo?, preguntó Arthur.
Habrá una reunión en la cabina de visión dentro de una hora y diez minutos.
Se sentó en el estrecho borde inferior de la cama, al lado de Francine y Marty.
—Pronto abandonaremos la Tierra —dijo—. Dentro de unos minutos, probablemente.
—¿Lo sentiremos cuando despeguemos, papá? —preguntó Marty.
—No —dijo Arthur—. No lo sentiremos.
Grant había seguido la camioneta de los Gordon hasta la bahía, y aguardó a un centenar de metros de distancia, con el motor al ralentí, mientras aparcaban y se dirigían al muelle. Luego aparcó su BMW al lado de la camioneta, se colgó al cuello unos binoculares y los siguió a discreta distancia, sintiéndose como un idiota y preguntándose a sí mismo —como había preguntado Danielle cuando se marchó— por qué no se limitaba a confrontarles y exigía respuestas.
Sabía que no debería estar haciendo aquello. En primer lugar, no podía creer que Arthur formara realmente parte de un intento de escapatoria del gobierno al espacio. Grant no podía creer que pudiera contemplarse una escapatoria así, o siquiera que fuera posible. Nadie podía viajar lo bastante lejos como para sobrevivir a la destrucción de la Tierra…, no si esa destrucción era tan espectacular como había visto en las películas. Y aunque pudieran —viajando hasta más allá de la Luna, por ejemplo—, no creía que fueran capaces de vivir mucho tiempo en el espacio.
Pero sentía curiosidad. Creía tan firmemente como Danielle que los Gordon estaban detrás de algo. En el curioso tipo de flotante estado emocional que experimentaba ahora, seguir a los Gordon ofrecía una posibilidad de alejar otros pensamientos.