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Por otro lado, se sentía impotente de hacer nada más. No podía salvar a su familia. Sentía lo que otros miles de millones de personas —todos aquellos que sabían y creían— estaban sintiendo en aquellos momentos, un profundo terror coronado por la impotencia, que daba como resultado una calma como drogada, no muy distinta de lo que sus abuelos debieron sentir cuando fueron conducidos a los pozos de la muerte de Auschwitz.

Esto, por supuesto, era mucho más enorme y más definitivo que el Holocausto. No era discriminatorio. Pensar en todo aquello lo empujaba contra un muro de ignorancia; nunca había sido particularmente imaginativo, y no podía concebir los medios o los motivos detrás de lo que, pese a todo, sabía que se estaba acercando.

Permaneció de pie sobre el rompeolas de cemento y les observó subir a la barca de pesca. La barca, llena de gente, zarpó rumbo norte.

Luego se sentó en el cemento y las rocas, abrochándose la chaqueta y poniéndose una gorra para eludir el frío de la brisa procedente de la bahía.

Grant no tenía planes definidos, ni una idea clara de lo que estaba haciendo. Si aguardaba, quizá se produjera alguna respuesta. Pasaron las horas. Dobló las piernas sobre la roca y apretó las rodillas contra su pecho, apoyando la barbilla sobre el dril nuevo de sus pantalones. La tarde transcurrió muy lentamente, pero siguió con su guardia.

El suelo tembló ligeramente y el nivel del agua de la bahía ascendió unos treinta centímetros contra el rompeolas, y luego cayó hasta que las rocas de la base quedaron al descubierto…, una caída de quizá metro o metro y medio. Esperó —casi deseó la posibilidad— que el agua ascendiera de nuevo drásticamente y lo ahogara.

No ascendió de nuevo.

Como un robot, se puso en pie y cruzó la no cerrada puerta hacia la salida del muelle, donde apoyó sus codos contra la barandilla de madera, mirando al norte. Apenas podía ver Alcatraz más allá del puente San Francisco-Bahía de Oakland. El agua al sur de Alcatraz parecía más agitada que de costumbre, casi blanca.

Había una forma oscura y gris en medio de la blancura. Por un momento Grant pensó que un barco había volcado en la bahía y estaba flotando con el casco boca arriba. Pero el bulto gris estaba elevándose del agua, no hundiéndose. Alzó sus binoculares y los enfocó en la forma.

Con un respingo de sorpresa, vio que estaba ya completamente fuera del agua, y que su fondo era plano. Daba la impresión de algo con la forma de una plancha para la ropa o como el cuerpo de un cangrejo de las Molucas, de unos ciento veinte a ciento cincuenta metros de largo. Se alzó por encima de la extensión del puente, sostenido sobre un brillante cono de un verde cegador. Desde la bahía le llegó un agudo sonido silbante, rugiente, que le dolió en los dientes. El objeto aceleró con rapidez hacia arriba y se hizo pequeño contra el cielo de primera hora de la tarde. En unos pocos segundos había desaparecido. ¿Quién más lo había visto?, se preguntó.

¿Era posible que el gobierno hubiera estado trabajando realmente en algo…, algo espectacular?

Se mordió los labios y agitó la cabeza, llorando ahora, sin saber por qué. Sintió un alivio peculiar. De alguna forma, unas cuantas personas estaban salvándose. Aquello era una especie de victoria, tan importante como que sus padres hubieran sobrevivido a los campos de exterminio.

Y para aquéllos aún condenados…

Grant se secó las lágrimas de los ojos y se apresuró hacia la salida del muelle, tropezando con una de las barras metálicas mientras cruzaba la puerta. Corrió hasta su coche, esperando poder llegar a tiempo. Deseaba estar en casa, con su familia.

El puente estaba prácticamente desierto cuando lo cruzó. No podía ver el punto en la bahía donde el agua se había vuelto blanca.

No sabía cómo iba a explicarle todo aquello a Danielle. Sus preocupaciones serían más inmediatas, menos abstractas; le preguntaría por qué no había intentado hallar una forma de salvarlos a todos.

Quizá no le dijera nada, simplemente señalara que había seguido a los Gordon tan al sur como hasta Redwood City…, y se había detenido, había aguardado unas horas, y había vuelto.

No le creería.

72

La nave, supo Arthur, contenía 412 pasajeros, todos embarcados en secreto durante la mañana y la noche anterior. Los pasajeros habían sido divididos en grupos de veinte, y en su mayor parte no se mezclarían hasta que hubieran transcurrido varios días y se hubieran acostumbrado a su nueva situación. La única excepción serían los testigos.

De su grupo de veinte, nueve se habían presentado voluntarios: dos niños, tres mujeres y cuatro hombres, incluidos Arthur, Francine y Marty. Los nueve siguieron al recio robot cobrizo a través de la cámara al extremo del curvado pasillo.

Recorrieron un estrecho tramo oscuro de un corredor cilíndrico. Arthur intentó trazar mentalmente un mapa, sin conseguirlo por completo. Al parecer la nave tenía compartimientos que se movían los unos en relación con los otros.

El robot cruzó una escotilla frente a ellos y giró bruscamente para tomar un nuevo corredor vertical. Le siguieron, con unos cuantos gemidos de queja y sorpresa. En una cabina de aproximadamente treinta metros de largo por doce o quince de fondo, se hallaron frente a un amplio panel transparente que ofrecía la visión de un fondo de brillantes y fijas estrellas. Marty se mantenía cerca de Arthur, sujetando fuertemente su brazo con una mano, la otra cerrada en un puño. El niño tenía los labios hundidos contra sus dientes, como si se los estuviera mordiendo, y emitía pequeños sonidos chasqueantes. Francine les seguía, tensa y reluctante.

Arthur miró a su hijo y sonrió.

—Tú lo quisiste, amigo —dijo. Marty asintió. Ya no era un joven-cito alardeando ante su hermosa prima rubia; era un muchacho tanteando su camino a la madurez.

Entró más gente a través de una escotilla en el otro lado de la cabina, en grupos de cuatro o cinco o seis, con niños entre ellos, hasta que una pequeña multitud estuvo contemplando la oscuridad y las estrellas; Arthur estimó su número en setenta u ochenta. Creyó reconocer a algunos de su época en la red, aunque eso era improbable; todo lo que había oído era sus voces interiores, que casi nunca encajaban con la apariencia física. Pensó en la voz interior de Hicks, robusta y joven y firme, y en su presencia canosa de benévolo abuelo. Voy a echarle en falta. Hubiera podido ayudarnos mucho aquí.

Arthur recordó brevemente a Harry, disecado, descomponiéndose, profundamente enterrado en un ataúd en la Tierra; ¿o habría hecho Ithaca que cremasen su cadáver? Eso parecía más propio de ellos dos.

Un negro joven y alto se situó detrás de Arthur y Francine. Arthur hizo una ligera inclinación de cabeza y el joven le devolvió el saludo, cordial, digno, aterrado, los músculos de su cuello tensos como cuerdas. Arthur examinó los demás rostros, intentando aprender algo de la mezcla, de por qué habían sido elegidos. ¿La edad? Había muy pocos más viejos de cincuenta años; pero entonces, ésos eran precisamente los que habían sido elegidos como testigos. ¿Raza? Todos los tipos que podían hallarse en Norteamérica estaban representados. ¿Inteligencia? No había forma alguna de decir eso…

—Estamos en el espacio, ¿verdad? —preguntó el joven alto—. Eso es lo que han dicho, sólo que no lo creí. Estamos en el espacio, y pronto vamos a reunirnos con las demás arcas. Me llamo Reuben —dijo, tendiendo la mano a Arthur. Éste se la estrechó. La mano de Reuben estaba húmeda, pero la de Arthur también—. ¿Es su hijo?

—Este es Martin —dijo Arthur. Reuben se inclinó y estrechó la mano de Marty. Marty alzó solemnemente la vista hacia él, aún chupándose o mordiéndose los labios—. Y mi esposa, Francine.

—No sé qué sentir —dijo Reuben—. Ya no sé qué es real y qué no.