Arthur asintió con la cabeza. No deseaba seguir hablando.
Algo llameó contra las estrellas, reflejando la luz del sol, y se acerco a ellos. Francine señaló, maravillada. Tenía la forma de una enorme y redondeada punta de flecha, plana por un lado, con un puente central recorriendo todo el lado opuesto.
—Eso es Singapur —dijo una mujer tras ellos. No toda la red recibía información a la vez, decidió Arthur; eso tenía sentido. Se hubieran sentido abrumados.
—Singapur —dijo Reuben, agitando la cabeza—. Nunca he estado allí.
—Tenemos Estambul y Cleveland —dijo un joven a un extremo de la cabina, apenas algo más que un muchacho.
La nave gris desapareció de su vista por encima de ellos. Seguía sin haber ninguna sensación de movimiento, como tampoco ningún sonido, excepto los murmullos y el agitar de los ocupantes de la cabina. Hubieran podido estar muy bien en una sala de exhibiciones, aguardando a que empezara alguna nueva y espectacular forma de diversión.
Las estrellas empezaron a moverse, todas en una dirección; el arca estaba girando. Arthur buscó las constelaciones que conocía, y por un momento no vio ninguna; luego divisó la Cruz del Sur y, mientras la rotación proseguía, Orión.
El extremo blanco y azul de la Tierra surgió ante su vista, y los ocupantes de la cabina jadearon al unísono.
Aún está ahí. Aún sigue teniendo el aspecto de siempre.
—Jesús —dijo Reuben—. Papá, mamá, Jesús.
Danielle, Grant, Becky. Angkor Vat, el Taj Mahal, la Biblioteca del Congreso. El Gran Cañón. La casa y el río. Las estepas de Asia central. Cucarachas, elefantes, la garganta Olduvai, la ciudad de Nueva York, Dublín, Beijing. La primera mujer con la que me cité, Kate…, Katherine. Los huesos del perro que me ayudó a aferrar el mundo a mi alrededor y convertirme en un hombre.
—Eso es la Tierra, ¿verdad, papá? —preguntó suavemente Marty.
—Lo es.
—Todavía sigue ahí. Quizá podamos volver y no ocurra nada.
Arthur se dio cuenta de que asentía. Quizá sí.
La mujer que había hablado de Singapur dijo:
—Todavía siguen en la Tierra. Son los últimos devoradores de planetas. No pueden abandonarla porque los atraparemos.
Arthur la miró nerviosamente, como si se tratara de una peligrosa sibila; su rostro estaba pálido y convulso.
73
—Ro-ca e-teeer-naaa…
El canto había adoptado un tono ligeramente frenético, más agudo, más alto, más inquietante. La columna de humo del Ahwanee se alzaba ahora por encima de los Arcos Reales; el hotel se había consumido casi por completo, y las chispas del incendio amenazaban con prender en los bosques de su alrededor. Desde su punto de observación podían ver los camiones del parque de bomberos rociando de agua las llameantes ruinas.
Pasar tus últimos minutos intentando salvar algo, pensó Edward. No es una mala forma de terminar. Envidió a los bomberos y guardias del parque. El fuego ocupaba sus mentes, alejándolas de lo inevitable. Allá arriba en la Punta Glaciar, la gente no tenía nada que hacer excepto pensar en lo que iba a ocurrir…, y cantar muy desafinadamente.
La roca bajo sus pies se agitó una ligera fracción. Betsy regresó de los lavabos, se sentó firmemente al lado de Edward en la terraza inferior, y enlazó el brazo del hombre con el suyo; no se habían separado más allá de unos minutos durante la última hora. Sin embargo, Edward se sentía solo y, al mirarla, se dio cuenta de que ella se sentía sola también.
—¿Lo oyes? —preguntó ella.
—¿El gruñir?
—Sí.
—Sí, lo oigo.
Imaginó las masas de neutronio y antineutronio, o lo que fueran, encontrándose en el centro del planeta; quizá ya lo habían hecho, hacía minutos o tal vez incluso una hora, y el frente en expansión de ardiente plasma estaba empezando a dejar sentir sus efectos sobre el manto de la Tierra y su delgada corteza.
En la escuela secundaria, Edward había intentado en una ocasión dibujar un mapa a escala de las capas en sección de la Tierra, con los núcleos interno y externo, el manto y la corteza señalados en su proporción correspondiente. Había descubierto muy pronto que la corteza no podía ser reflejada más que como la más delgada de las líneas a lápiz, ni aunque ampliara su dibujo a una hoja de papel de embalar de dos metros y medio. Utilizando su calculadora para deducir lo grande que tendría que ser el dibujo, había averiguado que el suelo del gimnasio de la escuela sería suficiente para contener un dibujo que diera a la corteza una anchura igual a un tercio de su dedo meñique.
De nuevo volúmenes y superficies ocultos.
Insignificancia.
Los geólogos trataban todo el tiempo con insignificancias, pero ¿cuántos las aplicaban directamente a sus vidas personales?
—… za por mííí… Deeeja que me acoooja en tu seeeno…
—El aire es más caliente —dijo Minelli. El cuello de su camiseta negra estaba empapado y su pelo colgaba en chorreantes mechones negros. Inés estaba sentada un poco más lejos, en la terraza superior, sollozando suavemente para sí misma.
—Ve con ella —indicó Edward, haciendo un gesto con la cabeza en su dirección.
Minelli le lanzó una mirada impotente, luego subió los peldaños.
—La gente es todo lo que importa —le dijo suavemente a Betsy—. Ninguna otra cosa importa. No al principio, no al final.
—Mira —dijo Betsy, señalando hacia el este. Las nubes se alzaban en el cielo, no hinchándose sino simplemente formándose en estrías a gran altitud. El aire tenía un olor eléctrico y era opresivo, tangible, denso y caliente. El sol parecía estar más lejos que nunca, perdido en medio de una clara sopa lechosa.
Edward bajó la vista de las nubes, mareado, e intentó orientarse en el valle. Buscó algún punto de referencia familiar, algo que le diera una perspectiva fija.
Los Arcos Reales, en lento movimiento, se deslizaron en enormes fragmentos curvados por la gris cara de granito sobre el hotel incendiado. Diminutos árboles danzaron frenéticamente y luego cayeron sobre sus aislados fragmentos de roca, las ramas alzadas por la resistencia del aire. El rugir, incluso a través del valle, fue ensordecedor. Los fragmentos en forma de cimitarras, de docenas de metros de anchura, se desmoronaban como yeso viejo sobre el suelo del valle, extinguiendo el Ahwanee y sepultando los coches contra incendios, los bomberos y las pequeñas multitudes de espectadores en una nube de polvo y restos que se abría como una flor. Peñascos del tamaño de casas rodaron por el bosque hasta el río Merced. Nuevos taludes reptaron por el suelo del valle como los seudópodos de una ameba, vivos, agitantes, buscando una nueva estabilidad.
Betsy no dijo nada. Edward miró aprensivamente la cercana grieta en la terraza.
Minelli había desistido de intentar sujetar a Inés. La muchacha había huido del borde, sus pechos y brazos y caderas agitándose mientras saltaba los escalones y las barandillas. Dirigió una sonrisa a Edward y alzó impotente las manos, luego bajó a sentarse a su lado.
—Algunas personas no consiguen superarlo —dijo sobre el menguante retumbar de la caída de las rocas. Miró admirado a Betsy—. Se necesita valor —dijo—. Auténtico valor. ¿Habéis visto esas concéntricas desmoronarse? Exactamente igual que en la escuela. Centenares de años en un segundo.
—Sooomos niiiños en tuuus maaanos… —Los que cantaban himnos estaban ahora absortos en ellos mismos, sin prestar atención a nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Como en trance.
A cada cual lo suyo.
—Así es como se forman los domos, ese tipo de aglomeraciones concéntricas —explicó Minelli—. El agua penetra en las junturas y se congela, se expande, y abre las rocas.