Betsy le ignoró, con la mirada fija en el valle, la mano aún cerrada sobre la de Edward.
—Las cascadas —dijo—. Las cascadas Yosemite.
La cinta superior de blanca agua había quedado bloqueada, permitiendo que las cascadas inferiores agotaran el agua que ya había caído y se secaran. A la derecha de donde había estado la Yosemite superior, la columna autoestable de la Flecha Perdida se inclinó lentamente unos centenares de metros por encima de la cara del farallón, se rompió en varios fragmentos a mitad de su caída, y rebotó contra las laderas cubiertas de árboles y arbustos de abajo. Más rocas cayeron sobre el valle procedentes de las paredes nor-orientales de granito, oscureciendo el suelo con peñascos en desintegración y nubes de polvo marrón y blanco.
—¿Por qué no nosotros? —dijo Minelli—. Ocurre todo en ese lado.
Un supersticioso algo en Edward deseaba que se callara. Imagina que no está aquí. No le hagas caso.
La roca bajo ellos se estremeció. Los árboles más allá de los cantantes de himnos oscilaron y gimieron y se astillaron, agitando sus ramas hacia uno y otro lado. Edward oyó el horrible crujir de grandes lascas de granito desprendiéndose al pie de la punta. Mil metros más abajo —no necesitaba mirar para saberlo—, Camp Curry y Curry Village estaban siendo sepultados bajo millones de toneladas de rocas desprendidas. Los cantantes de himnos se interrumpieron y se abrazaron los unos a los otros para mantener el equilibrio.
—Ya es hora de que nos vayamos —dijo Edward a Betsy. Ella permanecía tendida de espaldas, mirando directamente al retorcido y maligno cielo cubierto como por brochazos de pintura. El aire parecía más ligero; grandes oleadas de altas y bajas presiones barrían la superficie, propulsadas por el ligero movimiento de los continentes.
Edward la cogió por los sobacos y la arrastró de la terraza inferior, escaleras arriba. Ahora el juego consistía en permanecer con vida tanto tiempo como fuera posible, para ver tanto como pudieran ver…, para experimentar todo el espectáculo hasta su último aliento, que podía ser en cualquier momento.
Minelli se arrastró tras ellos, el rostro envuelto en una sonrisa maníaca.
—¿Podéis creer eso? —repetía una y otra vez.
El valle estaba vivo con los ecos de los trozos caídos de granito. Edward apenas podía oír sus propias palabras a Betsy mientras avanzaban torpemente y corrían descendiendo el camino de asfalto, alejándose del borde.
A un metro escaso detrás de Minelli, la roca se hendió. La terraza y todo lo que estaba bajo ella se inclinó alejándose, y la brecha se ensanchó con una majestuosa lentitud. Minelli se arrastró frenéticamente, su sonrisa transformada en un rictus de terror.
Al este, como la gran cabeza de un gigante dormido, el Semidomo se inclinó varios grados y se hundió en un abismo abierto en el suelo del valle. Se desmenuzó en fragmentos en forma de medio arco. El Liberty Cap y el monte Broderick, en el lado sur del valle, se inclinaron hacia el norte, pero permanecieron de una pieza, rodando y deslizándose como guijarros gigantes por entre la masa de fragmentos del Semidomo, desviándose y haciéndose finalmente pedazos y enviando sus fragmentos por todo el valle a distancias de kilómetros. En algún lugar en la oscuridad de polvo estaban los restos del Sendero de las Brumas, la cascada Vernal, la cascada Nevada y el lago Esmeralda.
El lodo del fondo del valle se licuó bajo la vibración, engullendo torrentes y caminos y absorbiendo el Merced en toda su longitud. Los nuevos taludes dejaron caer sus inclinados bordes en culebreantes fracturas y empezaron a extenderse de nuevo; detrás de ellos cayeron nuevos fragmentos de granito.
El aire era sofocante. Los cantantes de himnos, de rodillas, llorando y cantando a la vez, no podían ser oídos, sólo vistos. El sonido de muerte del Yosemite estaba más allá de toda comprensión, había cruzado la frontera al dolor, convertido en un rugiente aullido de amplio espectro.
Edward y Betsy no podían mantener el equilibrio ni siquiera sobre manos y rodillas; rodaron por el suelo, sujetándose como podían el uno al otro. Betsy había cerrado los ojos, y sus labios se agitaban contra el cuello de él; estaba rezando. Edward, curiosamente, no sentía la necesidad de rezar; se sentía exultante. Miró al este, más allá del valle, más allá de los árboles que caían, y vio algo oscuro y enorme en el horizonte. No nubes, no un frente de tormenta, sino…
Estaba más allá de cualquier expresión de sorpresa o maravilla. Lo que estaba viendo sólo podía ser una cosa: al este de la sierra Nevada, a lo largo de la línea de fractura trazada entre las montañas formadas por eras de plegante presión y el desierto más allá, todo el continente se estaba hendiendo, y alzaba su dentado borde decenas de kilómetros hacia la atmósfera.
Edward no necesitó hacer cálculos para saber que aquello significaba el fin. Una tal energía —aunque cesara toda otra actividad— era suficiente para aplastar cualquier cosa viva a lo largo del borde occidental del continente, suficiente para cambiar toda la faz de Norteamérica.
Sintió una aceleración en la boca de su estómago. Nos alzamos. Su piel pareció hervir. Nos alzamos. Los vientos soplaron con tal fuerza que amenazaron con arrastrarles. Se sujetó a Betsy con sus últimas fuerzas. Por un momento no pudo ver a Minelli, y luego abrió sus escocidos ojos y lo vio contra un lodoso cielo azul lleno de estrellas —la atmósfera apartándose velozmente sobre ellos—, vio a Minelli de pie, sonriendo beatíficamente, los brazos alzados, cerca del nuevo borde de la punta. Retrocedió a través de muros de polvo sobre una enorme y recién cortada lasca de granito, la boca abierta, gritando sin ser oído sobre el abrumadoramente ensordecedor sonido.
El Yosemite ha desaparecido. Puede que toda la Tierra haya desaparecido. Aún sigo pensando. La única sensación que podía sentir Edward, aparte la interminable aceleración, era el cuerpo de Betsy contra el suyo. Apenas podía respirar.
Ya no estaban tendidos en el suelo, sino que caían. Edward vio muros de roca, enormes y nuevos volúmenes blancos recién revelados por todos lados —de miles de metros de anchura—, y árboles girando y grandes masas de tierra desintegrándose e incluso una pequeña mujer volando por los aires, a metros de distancia, con el rostro angélico, los ojos cerrados, los brazos abiertos en cruz.
Pareció transcurrir una eternidad antes de que se desvaneciera la luz.
Los volúmenes de granito se cerraron sobre ellos.
74
A quince mil kilómetros de distancia, la Tierra parecía tan natural y pacífica y hermosa como lo había sido treinta años antes, cuando Arthur la había visto por primera vez en las fotos tomadas desde el espacio. Esa visión —una joya envuelta en nubes, opalina y azul, con intensos remolinos marmóreos de nubes— lo había sumido en un trance, le había hecho sentir más que nunca parte de alguna totalidad cósmica. Había cambiado su vida.
Los testigos se sentían deprimidos. Nadie dijo una palabra o emitió ningún sonido. Nunca había experimentado una concentración tan absorta en una multitud. Marty permanecía inmóvil a su lado; había soltado su mano, un muchacho que no alcanzaba el metro y medio de altura, de pie, solo. ¿Cuánto de todo esto comprende?
Quizá tanto como yo.
Nada comparado con lo que esperaban ver. No el incendio de un hogar ancestral, o el hundimiento de un transatlántico; no el bombardeo de una ciudad, o el horror de anónimas tumbas masivas en tiempos de revolución o guerra. El crimen que se estaba cometiendo contra la humanidad era virtualmente total. Excepto ellos —los ocupantes de las arcas, y los registros salvados para ser transportados en ellas —, la Tierra dejaría de existir.