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—¿Puede encontrar un puesto de periódicos? —preguntó al taxista.

—¿Un puesto de periódicos? No en Clairemont Mesa.

—Necesito un periódico. Un buen periódico. Edición de la mañana.

—Sé un lugar en la avenida Adams que vende el New York Times, pero será el de ayer.

Hicks parpadeó y negó con la cabeza. Sus reflejos tecnológicos eran lentos.

—Al Inter-Continental, entonces —dijo. Grandes partes de su cerebro vivían todavía veinte años en el pasado. Sobre la mesa, en su habitación del hotel, tenía un dispositivo que podría proporcionarle todas las noticias que necesitaba: su ordenador. Con su modem incorporado, podía conseguir el acceso a una docena de las principales redes de datos dentro del plazo de una hora. También podía echar un vistazo a unos cuantos esotéricos boletines sobre temas del espacio en busca de la información que los periódicos no consideraban suficientemente de confianza como para publicar. Y siempre estaba el enigmático Regulus. Hicks no había accedido al Regulus durante sus periódicos vagabundeos a través de las redes y boletines, pero había conseguido su número y su código de identificación a través de un amigo, Chris Riley, en el Cal Tech.

Regulus, le había dicho Riley, conocía todas las cosas profanas acerca del espacio y la tecnología.

Al infierno con promocionar el libro. Hicks no se había sentido tan enérgico desde 1969, cuando había cubierto el alunizaje para el New Scientist.

4

Arthur permanecía tendido en la cama, con los brazos doblados tras su cabeza. Francine estaba sentada sobre un montón de almohadones a su lado. Ella y Martin habían regresado el día antes, para hallarle preocupado con profundos secretos. Un bloc con su proyecto de planear y reunir un equipo operativo estaba abierto sobre sus rodillas, sin leer.

Estaba pensando en cómo enfrentarse a una vida sin Harry. Parecía triste, aunque estuviera cargada de misterios y acontecimientos de la mayor relevancia histórica.

Francine, con su negro pelo suelto sobre sus hombros, miraba a su esposo cada pocos minutos, pero no interrumpió sus meditaciones. Arthur interceptó aquellas miradas sin reaccionar. Casi deseó que preguntara algo.

Había pasado casi toda su vida adulta sabiendo que Harry se hallaba disponible para discutir con él, por teléfono o carta; disponible para ser visitado de un día para otro, estuvieran o no ambos agobiados de trabajo. Habían madurado juntos, habían salido juntos con sus respectivas parejas; Harry había aprobado de corazón la elección de Francine cuando un mucho más joven Arthur se la había presentado. «Me casaré con ella si tú no lo haces», le había dicho, sólo medio en broma. Juntos, durante diez años, Francine y Arthur habían arreglado cita tras cita entre diversas mujeres sensibles y elegibles y Harry, pero Harry siempre se había desviado educadamente fuera de aquellos planes casamenteros. Había sorprendido a todo el mundo cuando conoció y se casó con Ithaca Springer en Nueva York, en 1983. El matrimonio, contra todas las predicciones, había prosperado. Joven hija de un banquero de la alta sociedad y científico; no parecía una historia abocada al éxito, pero Ithaca demostró estar lo bastante preparada como para mantenerse al menos a la altura de los rudimentos del trabajo de su esposo, y le había entregado a Harry una dote mucho más úticlass="underline" un amoroso y persistente entrenamiento en las gracias sociales.

Ambos habían mantenido una testaruda independencia, pero Arthur se había dado cuenta muy pronto de que Harry era ya incapaz de vivir sin Ithaca. ¿Cómo se las arreglaría Ithaca sin Harry?

Arthur no se lo había dicho todavía a Francine. De alguna forma, la noticia parecía propiedad exclusiva de Harry, susceptible de ser transmitida sólo con su permiso, pero esa prohibición era estúpida, y el muro de resistencia de Arthur se iba haciendo cada vez más delgado.

El día siguiente por la mañana volaría a Vandenberg y trabaría conocimiento con la «prueba». Aquél iba a ser el momento más grande de su vida, sin excepción, y sin embargo estaba al borde de las lágrimas.

Su mejor amigo podía estar muerto antes de un año.

—Mierda —dijo suavemente.

—De acuerdo —respondió Francine, dejando su libro y dándose la vuelta para apoyar su cabeza en el hombro de él. Él cerró el bloc de notas y acarició la frente de Francine. Ella entrelazó sus dedos en el denso vello de su pecho—. ¿Vas a contármelo? ¿O se trata también de un asunto de seguridad?

—No es nada de seguridad —dijo él. Le dolía hablarle de aquello. Quizás en unas semanas pudiera. Las noticias se filtraban rápidamente; sospechaba que pronto incluso el descubrimiento del Valle de la Muerte sería del dominio público. Todo el mundo estaba demasiado excitado.

—¿Qué, entonces?

—Harry.

—Bien, ¿qué pasa con él?

Las lágrimas empezaron a brotar.

—¿Qué va mal con Harry? —preguntó Francine.

—Tiene cáncer. Leucemia. Está trabajando conmigo en… este proyecto, pero puede que no llegue a ver su final.

—Jesús —dijo Francine, apoyando la palma de su mano, plana, en el pecho de él—. ¿Recibe tratamiento?

—Por supuesto. Pero no cree que eso le salve.

—Cinco años más. Sólo necesitamos cinco años más de investigación, y ya no será una enfermedad mortal.

—El no dispone de esos cinco años. Puede que no disponga ni de uno.

Francine se abrazó más a él, y permanecieron tendidos juntos, en silencio, por un momento.

—¿Cómo te sientes? —preguntó finalmente ella.

—¿Respecto a Harry? Me hace sentir… —Pensó por un momento, con el ceño fruncido—. No sé.

—¿Traicionado? —preguntó suavemente ella.

—No. Siempre hemos sido unos amigos muy independientes. Harry no me debe nada, y yo no le debo nada tampoco. Excepto la amistad y…

—El estar aquí.

—Sí. Ahora él no va a estar aquí.

—Eso no lo sabes.

—El lo sabe. Deberías haberle visto.

—¿Tan mal aspecto tiene?

—No. En realidad, tiene un aspecto estupendo. —Arthur intentó imaginar todo el cuerpo de uno como un campo de batalla, con el cáncer esparciéndose de lugar en lugar, o a través de la sangre, sin ningún control, una especie de locura biológica, un suicidio genético ayudado por masas insensibles y sin vida de proteínas y ácidos nucleicos. Odió todas aquellas cosas microscópicas errantes con una repentina pasión. ¿Por qué no podía haber diseñado Dios los cuerpos humanos con una eficiencia sin resquicios, de modo que pudieran enfrentarse al desafío de la vida cotidiana sintiéndose al menos internamente seguros?

—¿Cómo fue la visita? —preguntó Francine.

—Disfrutamos de un buen par de días. Nos volveremos a ver de nuevo mañana, y eso es todo lo que puedo decirte.

—¿Una semana, dos semanas?

—Te llamaré si es más de una semana.

—Parece como si se tratara de algo grande.

—Te diré sólo otra cosa —indicó él, deseando con gran intensidad revelárselo todo, compartir aquella increíble noticia con la persona a la que más amaba en la Tierra. (¿O quería a Francine menos que a Harry? Eran dos amores distintos. Dos nichos distintos.)

—No reveles más de lo que debes —le advirtió ella, sonriendo ligeramente.

—No te diré más de lo necesario. Sólo esto: de no ser por lo de Harry, en este momento yo sería el hombre más feliz sobre la Tierra.

—Jesús —dijo ella de nuevo—. Tiene que ser algo realmente grande.

Él se secó los ojos con la punta de la sábana de franela.