—Lo es.
5
Edward Shaw agitó la cucharilla en la taza de café y contempló la portilla de cristal montada a la altura de su cabeza en la sellada puerta de la habitación. Había dormido como un tronco durante toda la noche. La habitación estaba tan silenciosa como el desierto. Las limpias paredes blancas y los muebles estilo hotel la hacían razonablemente cómoda. Podía pedir libros y ver lo que quisiera en el aparato de televisión del rincón: doscientos canales, le había informado el supervisor.
Podía hablar por el intercom con Reslaw o Minelli o Stella Morgan, la mujer de pelo negro que les había dado permiso para llamar por teléfono desde la tienda de alimentación en Shoshone, hacía siete días. En otras habitaciones, le había dicho Minelli, estaban los cuatro hombres de las Fuerzas Aéreas que habían investigado su llamada y visto a la criatura. Todos ellos se hallaban sometidos a observación a largo plazo. Podían estar «en chirona» durante un año o más, según… Edward no estaba seguro de lo que significaba el según. Pero hubiera debido saber que la criatura iba a traer enormes problemas para todos ellos.
La amenaza de las enfermedades extraterrestres era algo lo bastante convincente como para someterse sin protestar, dos veces al día, a la rigurosa tanda de exigentes pruebas médicas. Hasta entonces sus días habían transcurrido en un comparativo aburrimiento. Al parecer, nadie estaba completamente seguro de cuál era su status, cómo debían ser tratados o qué había que decirles. Nadie había respondido a la más urgente pregunta de Edward: ¿qué le había ocurrido a la criatura?
Hacía cuatro días, mientras eran conducidos a las habitaciones selladas por unos hombres con trajes de aislamiento blancos, Stella Morgan se había vuelto a Edward y le había preguntado, con voz conspiradora:
—¿Conoce usted el código Morse? Podemos transmitirnos nuestros mensajes. Vamos a pasar largo tiempo aquí.
—No conozco ningún código —había respondido Edward.
—No se preocupen por eso —les había dicho uno de los ayudantes desde detrás de su visor transparente—. Dispondrán de medios estándar de comunicación.
—¿Puedo llamar a mi abogado? —había preguntado Stella.
Ninguna respuesta. Un encogimiento de los fuertemente protegidos hombros.
—Somos parias —había concluido Morgan.
El desayuno le fue servido a las nueve. La comida era selecta y blanda. Edward la comió toda, siguiendo la recomendación de la oficial de servicio, una mujer atractiva con uniforme azul oscuro y corto pelo rizado.
—¿No han puesto drogas en ella? —Había formulado la pregunta antes; estaba empezando a hacerse aburrida, incluso para él.
—Por favor, no sea paranoico —respondió ella.
—¿Se dan ustedes realmente cuenta de lo que están haciendo? —preguntó Edward—. ¿O de lo que va a ocurrirnos a nosotros?
Ella sonrió vagamente, miró hacia un lado, luego dijo que no con la cabeza.
—Pero nadie corre ningún peligro.
—¿Qué ocurrirá si empiezan a salirme hongos en un brazo?
—Vi esa película —dijo la oficial de servicio—. El astronauta se convierte en una masa informe. ¿Cuál era su título?
—El experimento del doctor Quatermass, creo —dijo Edward.
—Sí, algo así.
—Maldita sea, ¿qué pasará si nos ponemos realmente enfermos? —preguntó Edward.
—Cuidaremos de ustedes. Por eso están aquí. —No sonó convencida. El panel del intercom de Edward zumbó, y pulsó el pequeño botón rojo debajo de la luz parpadeante. Había ocho luces y ocho botones en dos hileras gemelas en el panel, tres de ellas encendidas.
—¿Sí?
—Aquí Minelli. Nos debes otra disculpa. La comida aquí es horrible. ¿Por qué tuviste que llamar a las Fuerzas Aéreas?
—Pensé que ellos sabrían qué hacer.
—¿Lo saben?
—Al parecer sí.
—¿Van a meternos en un transbordador espacial y matarnos a tiros?
—Lo dudo —dijo Edward.
—Me gustaría haberme doctorado en biología o medicina o algo así. Entonces podría tener alguna idea de lo que están planeando.
Edward se preguntó en voz alta si habrían aislado todo Shoshone, bloqueando la carretera y el desierto en torno al cono de escoria.
—Quizás hayan puesto una valla en torno a toda California —sugirió Minelli—. Y quizás esto no sea suficiente. A toda la Costa Oeste. Están edificando un muro que cruce las llanuras, y no dejan que las frutas y las verduras lo atraviesen.
El sistema intercom estaba instalado de la tal forma que todos pudieran hablar entre sí privadamente. Aunque no podían excluir a los vigilantes o a las dependencias de los oficiales de guardia. Reslaw se unió a ellos.
—Sólo somos cuatro, más los cuatro investigadores…, no aislaron a esa empleada, no sé cómo se llamaba.
—Esther —dijo Edward—. O el chico de la estación de servicio.
—Eso quiere decir que están reteniendo solamente a las personas que pueden haber tocado a la criatura, o que se han acercado lo suficiente a ella como para respirar microbios en el aire.
Morgan se les unió.
—¿Qué vamos a hacer, pues? —preguntó.
Nadie respondió.
—Apuesto a que mi madre debe estar frenética.
No les habían permitido a ninguno de ellos efectuar llamadas al exterior.
—¿La tienda es de usted? —preguntó Edward—. He estado deseando darle las gracias…
—¿Por permitirles llamar? Fue muy listo por mi parte, ¿no creen? La tienda es de mi familia, así como el café, el negocio de caravanas, la distribución de propano, la distribución de cerveza. No va a resultar fácil mantenerlos callados. Espero que ella esté bien. Dios, espero que no haya sido arrestada. Probablemente ya debe haber llamado a nuestro abogado. Sueno como una niña rica malcriada, ¿verdad? «Esperen a que mi mamá se entere de esto». —Se echó a reír.
—Bien, ¿quién más aquí tiene conexiones? —preguntó Edward.
—Se supone que nosotros íbamos a estar fuera dos semanas más —dijo Reslaw—. Ninguno estamos casados. ¿Lo está usted…, Stella?
—No —dijo la mujer.
—Así están las cosas —concluyó desanimado Minelli—. Usted es nuestra única esperanza, Stella.
—No se pongan tan lúgubres —intervino el supervisor de la habitación. Era un teniente, cuarenta años o así; la mayor parte del personal de guardia eran mayores o comandantes.
—¿Estamos siendo monitorizados? —preguntó Edward, con voz más furiosa de lo que realmente se sentía.
—Por supuesto —respondió el supervisor—. Estoy escuchando. Todo está siendo registrado en audio y vídeo.
—¿Están efectuando controles de seguridad sobre nosotros? —preguntó Stella.
—Estoy seguro de que lo están haciendo.
—Maldita sea —murmuró la mujer—. Olvídenme, muchachos. Fui una estudiante radical.
Edward se sobrepuso a su rabia y su frustración y forzó una risa.
—Usted y yo. Ya somos dos. ¿Minelli?
—¿Radical? Infiernos, no. La primera vez que voté fue por Hampton.
—Traidor —dijo Reslaw.
—No se debe hablar mal de los muertos —advirtió Edward—. Maldita sea, fue bueno con la ciencia. Dio un fuerte impulso al programa espacial.
—Y dio un buen recorte a los gastos internos —añadió Morgan—. Crockerman no es mejor.
—Quizá conozcamos al presidente —dijo Minelli—. Y salgamos por televisión.
—Vamos a permanecer aquí el resto de nuestras vidas —predijo Reslaw, con la entonación de Vincent Price. Edward no pudo decir si estaba siendo serio o melodramático.
—¿Quién es el mayor de nosotros? —preguntó Edward, afirmando deliberadamente su liderazgo y arrastrándolos a temas menos candentes—. Yo tengo treinta y tres.