—Creo que sí —respondió Arthur. No habían formulado la pregunta perfectamente obvia. Quizá no desearan saber. Estudió atentamente al Huésped en el silencio que siguió—. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—No lo sé. Quizá menos de una órbita.
Harry parpadeó. El coronel Hall simplemente jadeó.
—¿Cuánto tiempo hace que… que aterrizó la nave? —prosiguió Arthur.
El Huésped emitió un pequeño sonido sibilante y se volvió hacia un lado.
—No lo sé —respondió—. No fuimos conscientes de ello.
Arthur no dudó en formular la siguiente pregunta:
—¿Se detuvo la nave en algún otro planeta de nuestro sistema solar? ¿Destruyó alguna luna?
—No lo sé.
Un hombre asiático, bajo y robusto, con el pelo muy corto, una piel oscura marcada por la viruela y anchas mandíbulas, entró en la habitación. Arthur se palmeó las rodillas con las manos y le miró con ojos llameantes.
—Les pido disculpas, caballeros —dijo el asiático.
Sanborn carraspeó.
—Este es el coronel Tuan Anh Phan. —Presentó a Arthur y Harry.
Phan les saludó por turno con una reservada inclinación de cabeza.
—Acabamos de ser informados de que los australianos están divulgando nuevas fotos y películas. Creo que esto es importante. Sus visitantes no son como el nuestro.
PERSPECTIVA
InfoNet Political News Forum, 6 de octubre de 1996, Frank Topp, comentarista:
Los índices de aceptación del presidente Crockerman en los sondeos de opinión pública World-News han subido firmemente de un 60 a un 65 por ciento desde junio, sin ningún signo de cambio a medida que se acerca el Dia de las Elecciones. Las altas esferas políticas de Washington dudan de que nada pueda impedir una victoria fácil del presidente en noviembre, ni siquiera el desequilibrio de cien mil millones de dólares de la balanza comercial entre las naciones del Pacífico oriental y el Tío Sam… o la enigmática situación de Australia. Y, por mi parte, ni siquiera pienso llevar botones de campaña. Éstas van a ser unas elecciones aburridas.
QUARENS ME, SEDISTI LASSUS
7
Hicks, con los ojos cansados y el traje arrugado, estaba sentado en la silla de recto respaldo junto a la mesa de escritorio de su habitación del hotel y revisaba el contenido del archivo que había etiquetado «Hurra». «Hurra» contenía una selección de la información obtenida tras veinticuatro horas de revisión y quizá trescientos dólares de coste entre los principales boletines de noticias especializados de todo el mundo. No le preocupaba el precio, ni en tiempo ni en dinero. Se sentía flotar.
Australia tenía efectivamente un artefacto en su Gran Desierto Victoria, algo al parecer camuflado para que pareciera una enorme masa de granito rojo. El gobierno australiano había conseguido mantener el secreto durante unos treinta días, hasta que las filtraciones a través de las agencias militares y científicas amenazaron con barrerlo en medio de la historia más grande de todos los tiempos. Todo esto y más —especulaciones, rumores— se había ido repitiendo una y otra vez en todas las redes a las que había tenido acceso. Aunque el gobierno todavía no había dado a la luz pública todos los detalles, se esperaba que esto ocurriera de un momento a otro.
El boletín Regulus era utilizado exclusivamente por los astrónomos pertenecientes al Club 21 cm, del que él era miembro honorario. Después de pasar revista a todos los mensajes especializados y de interés general, Hicks había encontrado, en una pequeña sección encabezada «Rumores irresponsables», una críptica nota sin firma: «Soy un fanático radioaficionado, ¿de acuerdo? No diré más sobre identidades. Capté una transmisión no desmodulada del AF1 —eso, decidió Hicks, debía ser el Air Force One, el avión presidencial—, referente a “nuestro propio aparecido en la Caldera”. El hombre se encaminaba al oeste, a Vandenberg. ¿Puede esto ser…?»
Hicks frunció de nuevo el ceño al leer otra vez eso. Conocía a varios pilotos de transbordadores con base en Vandenberg. ¿Se atrevería a llamarles y preguntarles si había ocurrido allí algo desacostumbrado? ¿Se atrevería a mencionar «nuestro propio aparecido en la Caldera»?
Una llamada en la puerta interrumpió sus pensamientos. Se dirigía hacia ella cuando la puerta se abrió y una joven asiática con una blusa verde lima y pantalones entró de espaldas.
—Limpieza de habitaciones —anunció, al verle—. ¿Puedo?
Hicks miró abstraído la habitación, aliviado de haber decidido ponerse una bata. A menudo trabajaba desnudo…, la costumbre de un soltero empedernido.
—Por favor, todavía no.
—¿Pronto? —preguntó la joven, sonriendo.
—Pronto. Dentro de una hora.
La joven volvió a cerrar la puerta a sus espaldas. Hicks caminó arriba y abajo desde las cortinas de la ventana hasta la puerta del cuarto de baño, la barbilla apoyada en una mano, el rostro tan limpio e inocente como el de un niño.
—No puedo pensar correctamente —murmuró. Conectó la televisión, sintonizó un canal de noticias las 24 horas del día, y se sentó en una esquina de la cama.
Por un momento creyó haber conectado por error con una emisora de películas las 24 horas del día. Tres brillantes objetos plateados, con la forma de calabazas de largo cuello, flotaban encima de un árido suelo arenoso. Cerca de ellos había un enorme camión rematado con todo un bosque de equipo electrónico sensor. El camión proporcionaba escala a los objetos; cada uno era alto como un hombre. Hicks se adelantó para subir el volumen, y el comentarista apareció a media frase:
—… desde hace cuatro días, muestra los tres dispositivos mecánicos a control romoto que el gobierno australiano afirma que emergieron de una nave espacial camuflada. El gobierno dice que esos dispositivos se han comunicado con sus científicos.
El vídeo de las calabazas plateadas y del camión fue reemplazado por una escena típica de conferencia de prensa, con un hombre apuesto de unos treinta años vestido con traje marrón de pie tras un podio de plástico, leyendo un comunicado preparado de antemano:
—Nos hemos comunicado con esos objetos, y ahora podemos afirmar que no son criaturas vivas, sino robots, que representan a los constructores de la nave espacial; ha sido confirmado ya que se trata de una nave espacial…, enterrada en la roca. Aunque las comunicaciones están siendo todavía analizadas y no serán hechas públicas inmediatamente, la sustancia de la información proporcionada fue positiva, es decir, ni amenazadora ni alarmante en ningún sentido.
—Por la sangre de Cristo —murmuró Hicks.
La imagen de las calabazas flotantes reapareció.
—Están flotando —dijo Hicks—. ¿Qué es lo que las mantiene en el aire? Vamos, malditos bastardos. Haced vuestro trabajo y decid qué maldito infierno está ocurriendo.
—El comentario de los líderes mundiales, incluido el Papa, tras esos mensajes…
Hicks agitó los brazos y maldijo, pateó la mesilla de la televisión y apagó el aparato de un puñetazo. Podía gastar otras veinticuatro horas y otros trescientos dólares persiguiendo rumores a través de todas las redes y boletines de noticias de todo el mundo, o…
O podía dejar de ser un novelista promocionando su obra y empezar a ser de nuevo un periodista, descubriendo las noticias detrás de las noticias. Ciertamente no en Australia. A estas alturas el Gran Desierto Victoria debía contener representantes de los medios de comunicación de todo el mundo hasta en la sopa, intentando entrevistar cada grano de arena.
Un débil recuerdo de una obligación llameó de pronto en su consciencia. Tenía una cita aquella mañana.