—Mierda. —Aquella sola palabra, dicha casi con alegría, expresaba adecuadamente su ligera irritación por haber olvidado la entrevista en la televisión local. Hubiera debido presentarse en los estudios hacía cinco horas. Pero no importaba. Iba detrás de algo.
«La Caldera»…, ¿qué demonios podía ser eso? Indudablemente un lugar: Furnace. Sí, eso era. Al parecer, en alguna parte cerca de Vandenberg. Había visitado siete veces Vandenberg a lo largo de su carrera, dos de ellas para cubrir importantes lanzamientos combinados militares-civiles del transbordador espacial a la órbita polar. Hicks extrajo su reproductor de discos compactos del bolsillo de una maleta y lo conectó al ordenador. Indexó el sector del Atlas Mundial en su disco de referencia y buscó la F en el índice.
—Furnace. Furnace…, Furnace…
Encontró rápidamente varios Furnace, el primero en el condado de Argyll, en Escocia. Había también un Furnace en Kentucky, y un Furnace L (¿qué era la L, «lago»?) en el condado de Mayor, en Irlanda. Furnace, Massachusetts… Y Furnace Creek, California. Entró el número del mapa y las coordenadas. En menos de dos segundos tenía en pantalla un detallado mapa a color de una zona de un centenar de kilómetros en cuadro. Un dibujo parpadeante en la esquina inferior izquierda indicaba que había disponible una fotografía comparativa tomada desde un satélite. Sus ojos registraron el mapa hasta que apareció una flecha, parpadeando cerca de un pequeño punto.
—Furnace Creek —dijo, sonriendo—. Al borde del Valle de la Muerte, no lejos de Nevada, en realidad… —Pero no muy cerca de Vandenberg…, de hecho, al otro lado del estado. Cambió de discos y tecleó la información del Automóvil Club de California del Sur. El ordenador encontró un listado de hacía un año. «1995L Resumen: Furnace Creek Inn. 67 habitaciones. Golf, equitación. Antiguo y pintoresco lugar dominando el Valle de la Muerte. Tres estrellas.»
Hicks pensó unos instantes, muy consciente de que los hechos no encajaban tan perfectamente como le hubiera gustado. Actuando principalmente por instinto, tomó el teléfono, pulsó el botón de línea al exterior, y pidió el código de zona de Furnace Creek. Era el mismo que el de San Diego, pese a que se hallaba a centenares de kilómetros al nornoreste. Sacudiendo la cabeza, llamó a información y pidió el número del Furnace Creek Inn. Una voz mecánica le dio la información y colgó, silbando.
El teléfono sonó tres veces al otro lado. Una voz soñolienta, con la sensación de pertenecer a una chica joven, respondió. Hicks comprobó de nuevo su reloj, por cuarta vez en diez minutos. Por primera vez prestó atención a las cifras. La una y cuarto de la tarde. No había dormido en toda la noche.
—Reservas, por favor.
—Al habla —dijo la chica.
—Me gustaría reservar una habitación para mañana.
—Lo siento, señor, es imposible. Estamos totalmente llenos.
—¿Puedo hacer entonces una reserva para cenar?
—El establecimiento está cerrado por unos días, señor.
—¿Una gran fiesta? —aventuró Hicks, notando que su sonrisa se ensanchaba—. ¿Reservas especiales?
—No puedo decírselo, señor.
—¿Por qué no?
—No me está permitido dar ninguna información en estos momentos.
Hicks casi pudo ver a la chica morderse los labios.
—Gracias. —Colgó y se dejó caer en la cama, repentinamente exhausto.
¿Quién más podía haber rastreado aquel mismo camino?
—No puedo dormir —decidió, y se sentó de nuevo. Llamó al servicio de habitaciones y pidió café y un desayuno abundante: jamón, huevos, todo lo que tuvieran. El empleado le ofreció un revoltillo de tres huevos con jamón y pimientos dulces…, una tortilla Denver, como si los cerdos y los pimientos fueran algo especial de aquella ciudad. Aceptó, mantuvo apretado el botón, y llamó a la agencia de viajes del vestíbulo listada en el directorio del hotel.
El agente, una mujer de apariencia eficiente, le informó que había una pista de aterrizaje privada cerca de Furnace Creek, pero que lo más cerca que podía viajar comercialmente era hasta Las Vegas.
—Tomaré un asiento en el primer vuelo que salga —dijo. La mujer le dio el número del vuelo y la hora de partida, dentro de casi una hora, un poco justo, y el número de la puerta de embarque en el aeropuerto Lindbergh, y le preguntó si iba a necesitar un coche de alquiler.
—Sí, por supuesto. A menos que pueda volar directamente hasta allí.
—No, señor. Por ese lado sólo hay pequeñas pistas particulares, ningún servicio de enlace comercial. El viaje en coche desde Las Vegas hasta Furnace Creek le tomará entre dos o tres horas —dijo, y añadió—: si es usted como todos los demás que conducen por el desierto.
—Todos unos locos, ¿eh? —preguntó.
—Y unas locas también —respondió secamente la agente.
—Sí, todo el mundo loco —murmuró Hicks—. También me gustaría una habitación para esta noche. En un hotel tranquilo. Sin juego. —Iba a ser última hora de la tarde cuando llegara a Las Vegas, y no podría partir hacia el Valle de la Muerte antes de que oscureciera. Mejor concederse una buena noche de sueño, pensó, y salir por la mañana.
—Déjeme confirmar sus reservas, señor. Necesitaré el número de su tarjeta de crédito. ¿Está usted hospedado en el Ínter-Continental?
—Lo estoy. Trevor Hicks. —Deletreó el nombre y le dio el número de su American Express.
—Señor Trevor Hicks. ¿El escritor? —preguntó la agente.
—Sí, el mismo, Dios la bendiga —respondió.
—Le oí ayer por la radio.
Se imaginó a la agente de viajes como una hermosa y bronceada rubia en bikini. Quizá había sido injusto con la KGB-FM.
—Oh. ¿De veras?
—Sí. Fue muy interesante. Dijo usted que llevaría a un alienígena a casa para que conociera a su mami. A su madre. ¿Incluso ahora?
—Sí, incluso ahora —respondió—. Creo que todos tendríamos que mostrarnos muy amistosos hacia los extraterrestres, ¿no cree?
La agente dejó escapar una risita nerviosa.
—La verdad es que me hacen estremecer.
—A mí también, querida —dijo Hicks. Un agradable, delicioso estremecimiento.
8
Harry se detuvo delante del cristal, las manos en los bolsillos, contemplando al Huésped. Arthur conferenciaba con dos oficiales al otro lado de la habitación, discutiendo cómo iban a ser realizados los primeros exámenes físicos.
—No entraremos en la habitación esta vez —dijo—. Tenemos sus fotografías y…, muestras de tejidos del primer día. Nos mantendrán ocupados.
Harry sintió una pequeña oleada de irritación.
—Idiotas —dijo para sí mismo. El Huésped, como de costumbre, permanecía enroscado bajo las sábanas de la plataforma baja, asomando sólo un «pie» y una «mano».
—¿Perdón, señor? —preguntó el oficial de servicio, un hombre alto y musculoso de aspecto nórdico de unos treinta años.
—He dicho «idiotas» —repitió Harry—. Muestras de tejidos.
—Yo no estaba aquí, señor, pero no sabíamos si el Huésped estaba vivo o muerto —dijo el hombre de aspecto nórdico.
—De todos modos —interrumpió Arthur, agitando una mano hacia Harry: déjalo correr—, son útiles, no importa como fueron tomadas. Hoy voy a pedirle al Huésped que se ponga en pie y nos permita fotografiarle desde todos lados, en todas las posturas, mientras permanece activo. También le pediré que se someta a más exámenes más adelante…
—Señor —dijo el hombre de aspecto nórdico—, ya hemos discutido esto, y considerando la advertencia que nos ha transmitido el Huésped, creemos que es necesaria una cautela absoluta.