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—Le buscaré —dijo al que llamaba.

Arthur suspiró y se puso en pie, sacudiéndose la pana que cubría sus rodillas.

—¡Arthur!

—¿Sí?

—Es Chris Riley, del Tal Tech. ¿Estás disponible?

—Claro —dijo, menos reluctante. Riley no era un amigo íntimo, sólo un conocido, pero a lo largo de los años habían establecido un pacto: que cada cual informaría al otro de cualquier desarrollo interesante que se produjera antes de que la comunidad científica o los medios de comunicación oyeran hablar de él. Arthur subió por el sendero de la orilla en la oscuridad, conocedor de cada raíz y resbaladizo charco de lodo y hojas, silbando suavemente. Gauge apareció saltando por entre los helechos.

Marty le miró con ojos de búho desde el borde del césped, bajo el ciruelo silvestre, con el simiesco títere colgando fláccido y grotesco de su mano.

—¿Está Gauge contigo?

El perro avanzó hacia él, orejas y ojos clavados en el mono, que deseaba apasionadamente.

Becky estaba tendida de espaldas en medio del césped, con su luminoso pelo rubio disperso sobre la hierba, contemplando solemnemente el cielo.

—¿Cuándo podremos sacar el telescopio, papá? —preguntó Marty. Sujetó el collar de Gauge y se inclinó para abrazarlo fuertemente. El perro lanzó un gañido e inclinó el cuello para dar un mordisco al aire cuando el rostro de plástico del mono le golpeó en la parte alta del espinazo—. Becky quiere ver.

—Un poco más tarde. Pregúntaselo a mamá.

—¿Ella sabrá ponerlo? —Marty estaba atravesando un estadio de duda sobre las habilidades técnicas de su madre. Aquello irritó a Arthur.

—Está más acostumbrada que yo, muchacho.

—¡De acuerdo! —exclamó Marty, soltando al perro, dejando caer al mono y corriendo hacia las escaleras por delante de Arthur. Gauge aferró inmediatamente al mono por la garganta y lo sacudió, gruñendo. Arthur siguió a su hijo, dobló a la izquierda en el pasillo junto al congelador y tomó la extensión de su despacho.

—Christopher, qué sorpresa —dijo afablemente.

—Art, espero ser el primero. —La voz de Riley tenía un tono de tenor más agudo de lo habitual.

—Veamos.

—¿Has oído hablar de Europa?

—¿Europa?

—Europa. La sexta luna de Júpiter.

—¿Qué ocurre con ella?

—Ha desaparecido.

—¿Perdón?

—Ha habido una búsqueda intensiva en Monte Wilson y en Mau-na Kea. El Galileo todavía está fuerte ahí fuera, pero no ha sido enfocado a Europa desde hace semanas. El Laboratorio de Propulsión a Chorro enfocó sus cámaras hacia donde tendría que estar Europa, pero no encontró nada lo bastante grande como para fotografiarlo. Si estuviera allí, hubiera salido de nuevo de su ocultación en el término de unos diez minutos. Pero nadie espera verlo. Las llamadas de los aficionados han saturado las líneas del LPC y de Monte Palomar durante dieciséis horas.

Arthur no pudo hacer girar lo suficiente sus engranajes como para pensar en cómo debía reaccionar.

—Lo siento…

—No ha sido pintada de negro, no se oculta, simplemente ha desaparecido. Nadie la vio marcharse tampoco.

Riley era un tipo de científico rotundo, con el pelo cortado a cepillo y aspecto de deportista, tímido en persona pero no al teléfono, profundamente conservador. Siempre habia sido críticamente deficiente en el apartado del humor. Jamás había gastado una broma a Arthur ni nada parecido.

—¿Qué creen que ha ocurrido?

—Nadie lo sabe —dijo Riley—. Nadie aventura siquiera una suposición. Habrá una conferencia de prensa aquí en Pasadena mañana.

Arthur se pellizcó especulativamente la mejilla.

—¿Estalló? ¿Algo la golpeó?

—No podemos decirlo, ¿no? —Casi pudo oír la sonrisa de Chris en su voz. Riley no sonreía a menos que se viera enfrentado a un problema realmente extraño—. No hay ningún dato. Ahora tengo que llamar a otras setenta personas. Nos mantendremos en contacto, Arthur.

—Gracias, Chris. —Colgó, pellizcándose todavía la mejilla. La relajación del momento junto al río había pasado. Permaneció unos instantes de pie junto al teléfono, frunciendo el ceño, luego se dirigió al dormitorio principal.

Francine estaba de puntillas, rebuscando en el estante superior del armario del dormitorio, con Marty y Becky a sus talones.

En sus diecisiete años juntos, su esposa había ido avanzando suavemente de la línea de voluptuosa a llenita y a gordita. El contraste físico entre Arthur y Francine, toda curvas y gracia, era evidente; también era evidente el hecho de que lo que los demás veían en ambos, ellos no lo veían en absoluto el uno en el otro. Ella tendía a llevar vestidos con estampados de artesanía folk, y una buena parte de su guardarropa era una elegante concesión al estilo matronil.

Sin embargo, en sus pensamientos, Francine era eternamente tal como la había conocido la primera vez, caminando por la blanca y soleada arena de la playa de Newport, al sur de California, llevando un sucinto traje de baño negro de una pieza, su largo pelo negro agitado por la brisa. Había sido la mujer más sexy que jamás hubiera conocido, y aún seguía siéndolo.

Ella bajó el bulboso estuche de lona de la bolsa del Astrocan. Volvió a inclinarse dentro del armario, y rebuscó entre los zapatos, en busca de la caja de los oculares.

—¿Qué quería Chris? —preguntó.

—Europa ha desaparecido —dijo Arthur.

—¿Europa? —Francine sonrió por encima del hombro y se enderezó, tendiéndole la bolsa.

—Europa. La sexta luna de Júpiter.

—Oh. ¿Cómo?

Arthur hizo una mueca y se encogió de hombros. Tomó el telescopio y su base metálica pintada de gris y los llevó fuera, con Gauge saltando tras sus talones.

—Oh-o, muchachos. Papá está en modo robot —murmuró Francine desde el dormitorio—. ¿Qué dijo realmente Chris? —Le siguió escaleras abajo al césped, donde él apretó la base del telescopio contra la blanda hierba y suelo.

—Eso es lo que dijo —respondió Arthur, dejando caer suavemente la gran pelota roja del reflector en los tres brazos huecos de la base.

El canoso y digno Grant y la ágil y rubia Danielle estaban junto a la barandilla del lado este del porche de atrás, dominando el césped y el ciruelo.

—Es una noche encantadora —dijo Danielle, sujetando el brazo de Grant. Arthur tuvo la impresión de que parecían modelos a escala real de un anuncio de bienes inmuebles. Sin embargo, eran buena gente—. ¿Mirando un poco las estrellas?

—Supongo que no es un secreto ni nada parecido, ¿verdad? —preguntó Francine.

—Dudo que una cosa así pueda mantenerse en secreto —respondió Arthur, mirando por el ocular.

—Una de las lunas de Júpiter ha desaparecido —les informó Francine.

Oh —murmuró su hermana—. ¿Es posible algo así?

—Tenemos un amigo. En realidad un conocido. Él y Arthur se mantienen mutuamente al corriente de ciertas cosas.

—¿Así que eso es lo que está mirando ahora? —preguntó su hermana?

—¿Puede verse Júpiter desde aquí? Quiero decir, esta noche —preguntó Grant.

—Creo que sí —respondió Francine—. Europa es una de las lunas galileanas. Una de las cuatro que vio Galileo. Los chicos iban a…

Arthur tenía a Júpiter en el campo, un punto brillante en medio del fondo gris azulado. Las estrellas formaban como una neblina a su alrededor. Dos lunas como puntos, una brillante y otra muy apagada, eran claramente visibles a un lado del planeta, más brillante. La apagada era o Io o Callisto, la brillante probablemente Ganímedes. La tercera o bien se hallaba en tránsito cruzando por delante del planeta o en el cono de sombra de Júpiter, eclipsada…, o detrás del planeta, oculta. Intentó recordar la ley de Laplace relativa a las tres primeras lunas galileanas: La longitud del primer satélite, menos tres veces la del segundo, más dos veces la del tercero, es siempre igual a la mitad de la circunferencia… Habíamemorizado aquello en la escuela secundaria, pero ahora no le servía de mucho. Murmuró para sí mismo las consecuencias de la ley: