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—No hemos visto el texto completo de los australianos.

—No —admitió Harry—. Pero hasta ahora parecen haber sido sinceros. ¿Cuál es la respuesta obvia?

Arthur se encogió de hombros.

—Quizá los poderes detrás de esas naves estén increíblemente desorganizados o sen inconsistentes o simplemente torpes. O tal vez haya alguna especie de disputa dentro de su organización.

—Quieran o no devorar la Tierra.

—Correcto —dijo Harry.

—¿Crees que Crockerman hará esto público?

—No —dijo Harry, con los dedos entrelazados ahora en su amplio estómago—. Sería un loco si lo hiciera. Piensa en la desorganización. Si es listo, va a permanecer sentado y aguardar hasta el último minuto…, va a ver cómo reacciona la gente a la nave espacial de las Buenas Noticias.

—Quizá debiéramos bombardear el Valle de la Muerte ahora mismo. —Arthur contempló fijamente un cuadro encima de la mesilla de noche, entre las dos camas individuales. Mostraba cuatro cazas F-104 ascendiendo verticalmente sobre China Lake—. Cauterizar toda la zona. Actuar sin pensar.

—Volverlos más locos que el infierno, ¿eh? —dijo Harry—. Si se están mostrando increíblemente arrogantes, entonces eso significa que tienen alguna seguridad de que no podemos hacerles ningún daño. Ni siquiera con armas nucleares.

Arthur se sentó en una silla de respaldo recto, apartando la vista de las ventanas y el cuadro. Cazas y bombarderos de alta tecnología. Misiles de crucero. Defensas láser móviles. Armas termonucleares. Nada mejor que las hachas de piedra.

—El capitán Cook —dijo, y se mordió suavemente el labio inferior.

—¿Sí? —animó Harry.

—Los hawaianos consiguieron matar al capitán Cook. Su tecnología se hallaba al menos un par de cientos de años más adelantada que la de ellos. Sin embargo, lo mataron.

—¿Y de qué les sirvió? —preguntó Harry.

Arthur sacudió la cabeza.

—De nada, supongo. Quizá sólo alguna satisfacción personal.

El presidente William D. Crockerman, sesenta y tres años, era ciertamente uno de los hombres de aspecto más distinguido en los Estados Unidos. Con su canoso pelo negro, sus penetrantes ojos verdes, su afilada, casi aquilina nariz, y sus benevolentes arrugas en torno a sus ojos y boca, hubiera podido ser tanto el reverenciado director de una importante compañía como el abuelo preferido de un grupo de quinceañeros. Tanto en televisión como en persona, proyectaba confianza en sí mismo y una firme inteligencia. No había la menor duda de que se tomaba en serio su trabajo, pero no era él mismo…, era tan sólo su imagen pública, aunque le había hecho ganar elección tras elección a lo largo de sus veintiséis años de carrera en cargos públicos. Crockerman sólo había perdido unas elecciones: las primeras, como candidato a la alcaldía en Kansas City, Missouri.

Entró en el laboratorio de aislamiento de Vandenberg acompañado por dos agentes del Servicio Secreto, su asesor en seguridad nacional —un delgado caballero bostoniano de mediana edad llamado Carl McClennan— y su asesor científico, David Rotterjack, soporíferamente tranquilo en sus treinta y ocho años de edad. Arthur conocía lo suficiente al regordete y rubio Rotterjack como para respetar sus credenciales sin que el individuo le gustara necesariamente. Rotterjack había tendido hacia la administración científica, antes que hacia el ejercicio de la ciencia, en sus días como director de varios laboratorios biológicos privados de investigación.

Su séquito fue introducido en la combinación de laboratorio y sala de observación por el general Paul Fulton, comandante en jefe del Centro 6 de Lanzamiento de Transbordadores, Operaciones de Lanzamiento de Transbordadores de la Costa Oeste. Fulton, cincuenta y tres años, había sido jugador de fútbol en sus días académicos, y aún conservaba bastantes músculos en su metro ochenta de estatura.

Arthur y Harry los esperaron en el laboratorio central, de pie junto a la cubierta ventana que daba acceso visual al Huésped. Rotterjack presentó al presidente y a McClennan a Harry y Arthur, y luego las presentaciones prosiguieron en un círculo en torno a las sillas. Crockerman y Rotterjack se sentaron en primera fila, con Harry y Arthur de pie a un lado.

—Espero que comprendan por qué estoy nervioso —dijo Crockerman, concentrándose en Arthur—. No he oído buenas noticias sobre este lugar.

—Sí, señor —dijo Arthur.

—Esas historias…, esas afirmaciones acerca de lo que ha estado diciendo el Huésped… ¿Cree usted en ellas?

—No vemos ninguna razón para no creerlas, señor —dijo Arthur. Harry asintió.

—Usted, señor Feinman, ¿qué piensa del aparecido australiano?

—Por todo lo que he visto, señor presidente, parece ser un análogo casi exacto del nuestro. Quizá más grande, porque se halla contenido en una roca más grande.

—Pero no tenemos ni la más remota idea de lo que hay en ninguna de las rocas, ¿verdad?

—No, señor —dijo Harry.

—¿No podemos pasarla por rayos X, o provocar una detonación a un lado y escuchar atentamente en el otro?

Rotterjack sonrió.

—Hemos estado examinando un cierto número de ingeniosas formas de averiguar lo que hay dentro. Pero ninguna de ellas parece adecuada.

Arthur sintió algo parecido a un hormigueo, pero asintió.

—Creo que en estos momentos lo mejor es la discreción.

—¿Qué hay acerca de los robots, las historias en conflicto? Algunos de mi generación los están llamando «duendecillos». ¿Sabían ustedes esto, señor Gordon, señor Feinman?

—El nombre se nos ocurrió también, señor.

—Portadores de todo lo bueno. Así es como se lo han dicho al primer ministro Miller. He hablado con él. No está necesariamente convencido, o al menos no permite que nosotros pensemos que lo está, pero…, no vio ninguna razón por la que mantener a todo el mundo en la oscuridad. Aquí la situación es distinta, ¿no?

—Sí, señor —dijo Arthur. McClennan carraspeó.

—No podemos predecir qué tipo de daño puede producirse si le decimos al mundo que tenemos un aparecido, y que éste dice que ha llegado el día del juicio.

—Carl ve con cautela cualquier plan para divulgar la historia. Así que tenemos a cuatro civiles encerrados, y tenemos agentes en Shos-hone y Furnace Creek, y la roca se halla en terreno acotado.

—Los civiles están encerrados por otras razones —dijo Arthur—. No hemos hallado ninguna prueba de contaminación biológica, pero no podemos permitirnos correr riesgos.

—El Huésped parece hallarse libre de agentes biológicos, ¿no? —preguntó Rotterjack.

—Hasta ahora sí —dijo el general Fulton—. Seguimos haciendo pruebas.

—En pocas palabras, las cosas no están ocurriendo de la manera que pensábamos que ocurrirían —dijo Crockerman—. Nada de mensajes distantes en Puerto Rico, nada de platillos volantes flotando en nuestro cielo, nada de balas de cañón cayendo en el quinto infierno y unos seres como pulpos empezando a salir de ellas.

Arthur agitó negativamente la cabeza, sonriendo. Crockerman tenía la habilidad de suscitar respeto y afecto de aquellos que tenía a su alrededor. El presidente frunció una gruesa y oscura ceja primero a Harry, luego a Arthur, después brevemente a McClennan.

—Pero está ocurriendo.

—Sí, señor —dijo Fulton.

—La señora Crockerman me dijo que éste iba a ser el encuentro más importante de mi vida. Sé que tiene razón. Pero estoy asustado, caballeros. Necesitaré su ayuda para superar esto. Para que todos lo superemos. Porque vamos a superarlo, ¿verdad?

—Sí, señor —dijo hoscamente Rotterjack.

Nadie más respondió.

—Estoy listo, general. —El presidente se sentó erguido en su silla y contempló fijamente la oscura ventana. Fulton hizo una seña con la cabeza al oficial de servicio.