—¿No hueles algo? —preguntó Minelli.
Edward olisqueó.
—Sí. ¿Qué es?
—No estoy seguro…
El olor era débil y suave y dulce, ligeramente acre. No animaba a proseguir la investigación.
—Parece como el olor característico de un laboratorio —dijo Minelli.
—Eso es —admitió Edward—. Yodo. Yodo cristalizado.
—Correcto.
La frente de Minelli se frunció en un burlón gesto especulativo.
—Ya lo tengo —dijo—. Es una roca drogata. Un cono sometido a drogadicción.
Edward lo ignoró de nuevo. Minelli era célebre por un sentido del humor tan extraño que de su boca raras veces salía algo divertido.
—Y eso es la marca de la aguja —explicó Minelli con voz apagada, dándose cuenta de su fracaso—. ¿Todavía sigues pensando que no es un error del mapa?
—Si encontraras una calle en la ciudad de Nueva York que no está en ningún plano, ¿no lo encontrarías sospechoso?
—Llamaría a los que hicieron los planos.
—Sí, bueno, pero este lugar está tan frecuentado como la ciudad de Nueva York, en lo que a geólogos se refiere.
—De acuerdo —concedió Minelli—. Así que es nuevo. Simplemente, brotó de la nada.
—Eso suena más bien estúpido, ¿no crees? —dijo Edward.
—Fue idea tuya, no mía.
Edward se apartó del agujero y reprimió un estremecimiento. Algo que no debería estar aquí, y que no desaparece tampoco.
—¿Qué está haciendo Reslaw? —preguntó Minelli—. Vayamos a buscarle.
—Fue por ahí —indicó Edward, señalando al norte—. Todavía podemos alcanzarle.
Oyeron a Reslaw llamarles.
No había ido muy lejos. Lo hallaron en el punto más septentrional de la base del montículo, acuclillado sobre un peñasco de lava con forma de escarabajo.
—Decidme que no estoy viendo lo que estoy viendo —indicó, señalando la sombra debajo de la roca. Minelli hizo una mueca y se apresuró delante de Edward.
En la arena, a dos metros del peñasco, había tendido algo que a la primera mirada parecía un animal volador prehistórico, un ptera-nodon quizá, las alas dobladas, inclinado sobre un lado.
No era mineral, decidió inmediatamente Edward; y ciertamente no se parecía a ningún animal que él hubiera visto nunca. Podía tratarse de una planta distorsionada, una variedad peculiar de cactus u otra planta suculenta; al menos, ésa parecía la explicación más lógica.
Minelli rodeó el descubrimiento, dándole cautelosamente un margen de varios metros. Fuera lo que fuese, tenía más o menos el tamaño de un hombre, era bilateralmente simétrico y estaba inmóvil, y su color era gris verdoso, con toques de rosado pastel. Minelli detuvo su círculo y simplemente jadeó.
—No creo que esté vivo —dijo Reslaw.
—¿No lo has tocado? —preguntó Minelli.
—Infiernos, no.
Edward se arrodilló delante de la cosa. Había una lógica definida en ella; una especie de cabeza de algo más de medio metro de largo y con una forma parecida a la mitra de un obispo o un obús de artillería aplastado, apuntando hacia la arena; un nudoso par de omóplatos detrás de la cresta como un abanico de la mitra; un tronco corto y delgado, y dos retorcidas piernas dobladas a continuación. Recios pies o manos de seis dedos en los extremos de los miembros.
No es una planta.
—¿Es un cadáver, quizá? —preguntó Minelli—. Llevando algo, como un perro, ya sabes, cubierto con alguna ropa…
—No —dijo Edward. No podía apartar los ojos de la cosa. Adelantó una mano para tocarla, luego reconsideró su gesto y la retiró lentamente.
Reslaw bajó del peñasco.
—Me asustó tanto que trepé ahí —explicó.
—Jesucristo —dijo Minelli—. ¿Qué hacemos?
Entonces el vértice de la mitra se alzó ligeramente de la arena, y tres velados ojos del color de un viejo jerez fino emergieron en ella. La impresión fue tan grande que ninguno de los tres hombres se movió. Finalmente Edward retrocedió un paso, casi reluctante. Los ojos de la cabeza-mitra le siguieron, luego volvieron a hundirse en la masa de la mitra, y la cabeza volvió a descansar sobre la arena. La cosa emitió un sonido, ahogado e indistinto.
—Creo que deberíamos irnos —dijo Reslaw.
—Es horrible —admitió Minelli.
Edward buscó señales de huellas, cuerdas ocultas, indicios de algún truco. Ya estaba convencido de que no se trataba de ningún truco, pero era mejor asegurarse antes de lanzarse a hipótesis ridículas.
Otro sonido ahogado.
—Está diciendo algo —señaló Reslaw.
—O intentándolo —añadió Edward.
—En realidad no es feo, ¿no creéis? —indicó Minelli—. Incluso es atractivo.
Edward se agachó y se acercó de nuevo a la cosa, avanzando primero un paso, luego otro.
La cosa alzó la cabeza y dijo, muy claramente:
—Lo siento, pero hay malas noticias.
—¿Qué? —Edward dio un respingo y su voz se quebró.
—Dios de los cielos —exclamó Reslaw.
—Lo siento, pero hay malas noticias.
—¿Se encuentra enfermo? —preguntó Edward.
—Hay malas noticias —repitió la cosa.
—¿Podemos ayudarle?
—Noche. Traigan noche. —La voz poseía la cualidad susurrante de las hojas agitadas por el viento, no desagradable en sí, pero estremecedora en su contexto. Una vaharada de olor a yodo hizo retroceder a Edward, con los labios fruncidos.
—Todavía no ha transcurrido la mañana —dijo Edward—. No será de noche hasta…
—Sombra —dijo Minelli, expresando en su rostro una intensa preocupación—. Quiere estar a la sombra.
—Traeré la tienda —indicó Reslaw. Se apartó del peñasco y corrió de vuelta al campamento. Minelli y Edward se miraron el uno al otro, luego a la cosa tendida en la arena.
—Tendríamos que salir disparados de aquí —murmuró Minelli.
—Nos quedaremos —dijo firmemente Edward.
—Está bien. —La expresión de Minelli cambió de preocupación a asombrada curiosidad. Era como si estuviera contemplando a un espécimen de museo en una botella—. De veras, todo esto es ridículo.
—Traigan noche —suplicó la cosa.
Shoshone parecía poco más que una parada para camioneros en la carretera: un café y la tienda de minerales, una oficina postal y una tienda de alimentación. Fuera de la carretera, sin embargo, un camino de grava serpenteaba hasta más allá de un cierto número de bungalows a la sombra de los árboles y una gran casa moderna de una sola planta, luego avanzaba recto como una flecha entre venerables tamariscos y junto a un pantano de cuatro acres hasta un manantial de aguas calientes y un negocio de venta y aparcamiento de caravanas. La pequeña ciudad albergaba a unos trescientos residentes permanentes, y en el punto álgido de la estación turística —desde finales de septiembre hasta principios de mayo— albergaba a unas trescientas aves de paso adicionales, además de los ocasionales grupos de geólogos. Shoshone se llamaba a sí misma la puerta del Valle de la Muerte, entre Baker al sur y Furnace Creek al norte. Al este, cruzando el Mojave, las cordilleras de Resting Spring, Nopah y Spring, y la frontera del estado de Nevada, estaba Las Vegas, la ciudad importante más cercana.
Reslaw, Minelli y Edward llevaron a la criatura con cabeza de mitra a Shoshone, después de llegar a la estatal 127 de California a unos veinticinco kilómetros al norte de la ciudad. La mantenían tendida bajo toallas húmedas en la parte de atrás de su Land Cruiser, sobre la tela extendida de la tienda de campaña, donde parecía estar de nuevo muerta.