—Deberíamos ir a Las Vegas —indicó Minelli. Compartía el asiento de delante con Reslaw. Edward conducía.
—No creo que resistiera hasta allí —señaló Edward.
—¿Cómo podemos encontrar ayuda en Shoshone?
—Bien, si está realmente muerta, hay un gran frigorífico en aquella tienda de alimentación.
—No parece más muerta que antes de que se pusiera a hablar —murmuró Reslaw, mirando por encima del respaldo del asiento a la forma inmóvil. Tenía cuatro miembros, dos a cada lado, pero no sabían si andaba sobre los dos inferiores o a cuatro patas.
—La hemos tocado —dijo Minelli lúgubremente.
—Cállate —murmuró Edward.
—Ese cono de escoria es una nave espacial, o hay una nave espacial enterrada dentro, esto resulta claro —estalló Minelli.
—Nada resulta claro —dijo calmadamente Reslaw.
—Lo vi en Llegaron del espacio exterior.
—¿Tiene eso la apariencia de un gran ojo flotando en un tentáculo? —preguntó Edward. Él también había visto la película. Su recuerdo no le tranquilizó.
—El frigorífico —respondió Minelli, con manos temblorosas.
—Hay teléfono. Podemos pedir una ambulancia a Las Vegas, o un helicóptero. Quizá podamos llamar a Edwards o a Goldstone y conseguir que vengan las autoridades —dijo Edward, defendiendo sus acciones.
—¿Y qué les diremos? —preguntó Reslaw—. No nos creerán.
—Estoy pensando —murmuró Edward.
—Quizá vimos estrellarse un avión a reacción —sugirió Reslaw.
Edward le miró dubitativamente de reojo.
—Habla inglés —comentó Minelli, asintiendo.
Ninguno de ellos había mencionado ese punto en la hora y media desde que habían arrastrado a la criatura lejos de la base del cono de escoria.
—Infiernos —exclamó Edward—, nos han estado escuchando desde ahí fuera en el espacio. Las reposiciones del Show de Lucy.
—Entonces, ¿por qué no dijo, «¡Hey, Ricky!»? —preguntó Minelli, cubriendo su miedo con una sonrisa maníaca.
Malas noticias. Algo así no tendría que estar aquí.
Edward metió la camioneta en la estación de servicio, y los gruesos neumáticos hicieron sonar el timbre de aviso. Un quinceañero muy bronceado, con unos tejanos casi blancos de tantas lavadas y una descolorida camiseta gris claro de Def Leppard, salió del taller anexo a un lado de la tienda de alimentación y se acerco al Land Cruiser. Edward le advirtió con las mano que no se acercara.
—Necesitamos usar el teléfono —dijo.
—Pago por anticipado —señaló el muchacho, suspicaz.
—¿Alguno de vosotros tiene monedas de a cuarto? —preguntó Edward. Nadie las tenía—. Necesitamos usar el teléfono de la tienda. Es una emergencia.
El muchacho vio la forma envuelta en las toallas a través de las ventanillas del Land Cruiser.
—¿Hay alguien herido? —preguntó, curioso.
—Manténte lejos —le advirtió Minelli.
—Cállate, Minelli —chirrió Reslaw entre dientes apretados.
—Sí.
—¿Muerto? —preguntó el muchacho, con un tic nervioso en una mejilla.
Edward se encogió de hombros y entró en la tienda. Dentro, una mujer bajita y muy ancha con un traje hawaiano suelto de tela estampada se negó rotundamente a dejarles usar el teléfono.
—Mire —explicó Edward—, le pagaré con mi tarjeta de crédito. Mi tarjeta de crédito telefónica.
—Enseñe tarjeta.
Una mujer alta, esbelta, atractiva, de pelo negro, entró en la tienda, vestida con unos tejanos no descoloridos y una blusa de seda blanca.
—¿Qué ocurre, Esther? —preguntó.
—Hombre quiere pagar con tarjeta —dijo Esther—. Quiere usar teléfono aquí, pero dice que paga con tarjeta de crédito.
—Jesús, gracias, tiene usted razón —dijo Edward, mirando a las dos mujeres—. Usaré mi tarjeta para pagar la llamada.
—¿Es una emergencia? —quiso saber la mujer del pelo negro.
—Sí.
—Bien, adelante, utilice el teléfono de la tienda.
Esther la miró resentida. Edward se deslizó detrás del mostrador, mientras la mujer gruesa se apartaba diestramente fuera de su camino, y apretó el botón para obtener línea. Luego hizo una pausa.
—¿El hospital? —preguntó la mujer del cabello negro.
Edward agitó la cabeza, dubitativo.
—No sé —dijo—. Quizá también las Fuerzas Aéreas.
—¿Han visto estrellarse un avión? —preguntó la mujer.
—Sí —dijo Edward, en bien de la simplicidad.
La mujer le dio el número de un hospital de urgencias, y le sugirió que llamara a la centralita para conseguir el de las Fuerzas Aéreas. Pero Edward no marcó primero el número del hospital. Dudó, mirando nerviosamente la tienda, preguntándose por qué no había planeado por anticipado un curso claro de acción.
¿Goldstone, o Edwards, o quizá incluso Fort Irwin?
Pidió a la centralita el número del comandante de la base en Edwards. Mientras oía sonar el aparato al otro lado, pensó en alguna excusa. Reslaw tenía razón: decir la verdad no les llevaría a ninguna parte.
—Oficina del general Frohlich, teniente Blunt al habla.
—Teniente, mi nombre es Edward Shaw. —Intentó que su voz sonara tan tranquila como la de un locutor de televisión—. Yo y dos amigos míos…, dos colegas, hemos visto estrellarse un reactor a unos treinta kilómetros al norte de Shoshone; por eso le llamo desde…
El teniente se mostró de inmediato muy interesado; pidió detalles.
—No sé qué tipo de reactor —prosiguió Edward, incapaz de impedir que un ligero temblor aflorara a su voz—. No me pareció familiar, excepto quizá… Bien, uno de nosotros piensa que se parecía a un MiG que vimos en AvWeek.
—¿Un MIG? —el tono del teniente se hizo más escéptico. La sensación de culpabilidad de Edward se intensificó—. ¿Vieron ustedes realmente caer el aparato?
—Sí, señor, y los restos. No leo ruso…, pero creo que eran caracteres cirílicos.
—¿Está usted seguro de eso? Por favor, déme su nombre y los datos de sus documentos de identidad.
Edward le dio al teniente su nombre y los números de su seguridad social, permiso de conducir y, para mayor seguridad, su MasterCard.
—Creemos saber dónde está el piloto, pero no lo encontramos.
—¿El piloto está vivo?
—Colgaba de las cuerdas de un paracaídas, teniente. Parecía vivo, pero cayó entre unas rocas.
—¿Desde dónde llama usted?
—Desde Shoshone. De… No sé el nombre de la tienda.
—Supermercado Charles Morgan —dijo la mujer del pelo negro.
Edward repitió el nombre.
—La tienda de alimentación del pueblo.
—¿Puede conducirnos hasta donde vio el aparato? —preguntó el teniente.
—Sí, señor.
—¿Y se da cuenta de las consecuencias que puede tener para usted el proporcionar falsa información respecto a una emergencia de este tipo?
—Sí, señor; lo sé.
Las dos mujeres le miraron con los ojos muy abiertos.
—¿Un MiG? —murmuró la mujer delgada y de pelo negro después de que Edward colgara el aparato. Sonaba incrédula.
—Escuchen —dijo Edward—. Le mentí a ese hombre. Pero no voy a mentirles a ustedes. Puede que necesitemos su cámara frigorífica.
Esther parecía como a punto de desmayarse.
—¿Qué ocurre, eh? —preguntó—. ¿Stella? ¿Qué es todo esto? —Sus balbuceos se habían hecho más incomprensibles, y su rostro parecía blando y sudoroso.