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—Sólo a usted —dijo Edward a Stella.

Ella le examinó críticamente; señaló su cinturón y su martillo de geólogo, aún colgado de su funda de cuero.

—¿Es usted un buscapiedras?

—Geólogo —rectificó él.

—¿De dónde?

—Universidad de Texas.

—¿Conoce usted a Harvey Bridge, de…?

—De la U.C. Davis. Seguro.

—Viene aquí durante el invierno… —Pareció notablemente menos escéptica—. Esther, ve a buscar al sheriff. Está en el café, hablando con Ed.

—No creo que debamos mezclar a mucha gente en esto —sugirió Edward. Malos sentimientos.

—¿Ni siquiera al sheriff?

Él miró al techo.

—No sé…

—De acuerdo entonces; Esther, vete a casa. Si no sabes nada de mí en media hora, ve a buscar al sheriff y dale la descripción de este hombre —señaló con la cabeza a Edward.

—¿Estará bien, sí? —preguntó ansiosamente Esther, rascando delicadamente con sus cortos y gruesos dedos el mostrador.

—Estaré bien. Vete a casa.

La tienda tenía sólo un cliente, un chico que estaba curioseando entre las estanterías de libros de bolsillo y revistas en un rincón. Bajo la mirada conjunta de Stella y Edward, no tardó en salir por la puerta, encogiéndose de hombros y frotándose el cuello.

—Bien, ¿y ahora me explicará lo que ocurre? —preguntó Stella.

Edward dio instrucciones a Minelli de que trajera el Land Cruiser hasta la parte de atrás de la tienda. Hizo un gesto a Stella para que le siguiera al exterior por la puerta trasera.

—Necesitaremos un lugar frío y oscuro —le dijo mientras aguardaban.

—Me gustaría saber qué está pasando —repitió ella, la mandíbula firme, la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. La forma en que estaba de pie, con los pies sólidamente plantados en el suelo y las manos en las caderas, le dijo a Edward tan claramente como las palabras que no podía seguir con más evasivas.

—Hay un nuevo cono de escorias ahí fuera —dijo. Minelli estacionó el vehículo cerca de la puerta. Hablando rápidamente para impedir que su historia se le deshiciera en fragmentos, Edward abrió la puerta de atrás del Land Cruiser, echando a un lado la tienda y las toallas mojadas—. Quiero decir, no reciente… Sólo nuevo. No está en ningún mapa. No debería estar allí. Encontramos esto a su lado.

La cabeza-mitra se alzó ligeramente, y los tres ojos color jerez emergieron para mirar a las tres figuras que tenía delante. Reslaw estaba en la esquina más alejada de la tienda, vigilando que no se asomara ningún curioso.

Hay que decir en su haber que Stella no gritó. Ni siquiera se puso pálida. En realidad, se acercó más.

—No es un fraude —dijo, convencida tan rápidamente como él.

—No, señora.

—Pobre cosa… ¿Qué es?

Edward sugirió entrarlo. Lo liberaron de sus coberturas y lo pasaron a través de la puerta de mercancías hasta el gran refrigerador para la carne.

PERSPECTIVA

Entrevista de la Red de Noticias de la Costa Este a Terence Jacobi, cantante líder de los HardWires, 30 de septiembre de 1996:

RNCE: Señor Jacobi, la música de su grupo ha predicado de forma consistente, por decirlo así, la llegada del Apocalipsis, desde una perspectiva cristiana más bien radical. Con dos canciones en los 40 Principales y tres discos que totalizan diez millones de ventas, han pulsado ustedes sin lugar a dudas un nervio de la joven generación. ¿Cómo explica la popularidad de su música?

Jacobi (Riendo, luego bufando y sonándose la nariz): Todo el mundo sabe que, entre la edad de catorce y veintidós años, sólo tienes dos auténticos amigos: tu mano izquierda y Cristo. El mundo entero está ahí fuera para atraparte. Quizá si el mundo desapareciera, si Dios borrara un poco la pizarra, podríamos empezar a ser nosotros mismos. Dios es un Dios justo. Enviará sus ángeles a la Tierra para advertirnos. Nosotros creemos en eso, y lo reflejamos en nuestra música.

2

3 de octubre

Harry Feinman estaba de pie en la parte de atrás del bote, desenredando el sedal del huso de su carrete. Arthur dejó que el bote derivara en las tranquilas aguas. Echó el ancla a una docena de metros al sur del gran pino inclinado que señalaba el lugar de aguas profundas donde, se rumoreaba, muchos pescadores habían sacado varios peces grandes en los últimos años. Marty jugueteaba con los peces pequeños del cubo del cebo y abría las cajas de cartón llenas de tierra y gusanos. El sol era un resplandor silueteado por delgadas nubes altas; el aire olía a río, a fresco y pungente verdor, y a la frialdad de principios de otoño. En las calmadas aguas remansadas de la parte más profunda se habían ido acumulando las amarronadas hojas, formando una ondulante alfombra.

—¿Tengo que ponerle el cebo a mi anzuelo? —preguntó Marty.

—Eso es parte del juego —dijo Harry. Harry Feinman era un hombre robusto y musculoso, quince centímetros más bajo que Arthur, con canas prematuras en un pelo que retrocedía desde todos los frentes excepto en su nuca, donde se aventuraba en un rígido mechón por debajo del cuello de su chaqueta de piel negra. Su rostro era carnoso, amigable, con unos pequeños ojos penetrantes y unas intensas y oscuras cejas. Enrolló vigorosamente el suelto nilón y colocó la caña entre la lata del cebo y una caja de aparejos—. No te ganarás tu pesca si no lo haces tú todo.

Arthur parpadeó ante la dubitativa mirada del niño.

—Puedo hacerles daño a los gusanos —dijo Marty.

—Honestamente, no sé si sienten dolor o no —dijo Harry—. Es probable. Pero así es como son las cosas.

—¿Así es como son las cosas, papá? —preguntó Marty a Arthur.

—Supongo que sí. —En todo el tiempo que habían pasado viviendo junto al río, Arthur nunca había llevado a Marty a pescar.

—Tu padre está aquí para hacerte las cosas más fáciles, Marty. Yo no. Pescar es un asunto serio. Es un ritual.

Marty había oído hablar de los rituales.

—Eso significa que se supone que debemos hacer algo de una cierta manera para así no sentirnos culpables —dijo.

—Lo has acertado —felicitó Harry.

Marty adoptó una mirada vacía que significaba que estaba atrapando una idea.

—El hecho de que Peggy se case…, ¿es eso un ritual, porque van a practicar el sexo? ¿Y podrían sentirse culpables si no lo hicieran?

Por la mañana, Francine y Martin irían en coche a Eugene para asistir a la boda de su sobrina. Arthur hubiera debido acompañarles, pero ahora había asuntos mucho más importantes.

Arthur alzó las cejas en dirección a Harry.

—Creo que has llevado esto demasiado lejos —dijo.

—Es tu hijo, colega.

—Casarse es una celebración. Es un ritual, pero es alegre. No como ponerle un cebo a un anzuelo.

Harry sonrió.

—Y nadie se siente ya culpable por practicar el sexo.

Marty asintió, satisfecho, y tomó el anzuelo de una caña de Arthur. Arthur extrajo un gusano de la caja de cartón y se lo tendió a su hijo.

—Retuércelo en torno al anzuelo y ensártalo varias veces.

—Eeeggg —dijo Martin, haciendo lo que le decía su padre—. La sangre del gusano es amarilla —añadió—. Y pegajosa.

Pescaron en la parte profunda del río durante una hora, sin suerte. A las nueve y media, Martin estaba dispuesto a dejar la caña y tomar un bocadillo.

—De acuerdo —le dijo Arthur—. Lávate las manos en el río. La sangre del gusano, recuerda.

—Eeeggg. —Marty se inclinó sobre la borda para sumergir sus manos en el agua.