Harry se reclinó hacia atrás, dejando que sus rodillas sujetaran la caña, y entrelazó las manos tras la nuca, sonriendo ampliamente.
—Hacía años que no nos dedicábamos a esto.
—No echo mucho en falta la pesca —dijo Arthur.
—Cobarde.
—Papá no es un cobarde —protestó Marty.
—Explícaselo —animó Arthur.
—Pescar es asqueroso —dijo Marty.
—De tal padre, tal hijo —se lamentó Harry.
La blanda gorra de pescador de Harry arrojaba una sombra sobre sus ojos. Arthur recordó repentinamente el sueño, con la cabeza de Harry convertida en una luna llena, y se estremeció. El viento se alzó frío y húmedo por entre las sombras de los árboles, con un hermoso suspirar que era casi una endecha.
Marty comió su bocadillo, sin darse cuenta de nada de aquello.
Más allá de las amplias puertas cristaleras y una cortina de altos pinos, el río discurría tranquilo y verde en una amplia curva. Al oeste, una serie de blancas nubes rodaban tierra adentro, su parte inferior pesada y gris.
En la cocina, entre potes de cobre y sartenes colgadas, Arthur cascó unos huevos en una sartén de hierro sobre el ancho fuego de gas.
—Nos conocemos desde hace treinta años —dijo, llevando dos platos de huevos revueltos y salchichas y depositando uno sobre la recia mesa de roble frente a su amigo—. Sin embargo, no nos vemos lo bastante a menudo.
—Por eso hemos sido amigos durante tanto tiempo. —Harry golpeó ligeramente la mesa con el mango de su tenedor—. Este aire —dijo—. Me hace sentir treinta años más joven, cuando comí esto por última vez. Vaya refugio tienes aquí.
—Te estás dejando llevar por el sentimentalismo —dijo Arthur, volviendo a la cocina en busca de una jarra de zumo de naranja.
—¿Las salchichas…?
—Hebrew National.
—Dios te bendiga. —Harry removió el blando montón amarillo en el redondo plato de gres. Arthur se sentó frente a él.
—¿Cómo consigues trabajar aquí? Yo prefiero celdas de cemento. Ayudan a la concentración.
—Tú duermes bien.
—Ronco, Arthur, duerma bien o no.
Arthur sonrió.
—Y te llamas a ti mismo un hombre de puertas afuera, un pescador. —Cortó la punta de una salchicha y la alzó a su boca—. Entre consultas e intentos de reeducarme a mí mismo, he intentado escribir un libro sobre la administración Hampton. Ni siquiera he empezado en serio con el primer capítulo. No estoy seguro de cómo describir lo que ocurrió. Qué maravillosa comedia trágica fue todo aquello.
—Hampton dio a la ciencia más credibilidad que ningún otro presidente desde… Bien —dijo Harry—, desde hace mucho. —Alzó una mano y extendió los dedos.
—Espero que Crockerman…
—Vaya nombre para un presidente.
—Puede que no sea tan malo. Ésa es parte de la razón de que te haya invitado aquí.
Harry alzó una poblada ceja. Los dos formaban un contraste tan acusado como cualquier pareja clásica de comedia: Arthur alto y ligeramente encorvado, su pelo castaño rizado natural; Harry de mediana estatura y recio hasta el límite de ser casi grueso en su madurez, con una frente amplia y una expresión amistosa en sus grandes ojos que le hacían parecer más viejo de lo que era.
—Le dije a Ithaca… —Ithaca, su encantadora y clásicamente proporcionada esposa, a la que Arthur no había visto en seis años, era diez años más joven que Harry.
—¿Qué le dijiste?
—Le dije que habías usado ese tono de voz que quería dar a entender que tenías algún trabajo para mí.
Arthur asintió.
—Lo tengo. La oficina está siendo resucitada. En cierto sentido.
—¿Crockerman está reviviendo a Betsy?
—No tanto. —El BETC, el Bureau of Extraterrestrial Communication, la Oficina de Comunicaciones Extraterrestres a la que todos llamaban familiarmente «Betsy» para abreviar, había sido la última actuación pública de Arthur en Washington. Había servido como secretario del BETC durante tres años bajo el mandato de Hampton, que le había contratado tras el Incidente de Arecibo de 1992. Aquello había resultado ser una falsa alarma, pero Hampton había conservado a Arthur hasta su asesinato en la ciudad de México en agosto de 1994. El vicepresidente William Crockerman había prestado juramento en un tren en Nuevo México, e inmediatamente se había apresurado a poner su sello en la Casa Blanca, reemplazando a la mayor parte del Gabinete con personas elegidas por él. Tres meses después de jurar su cargo, el nuevo jefe de personal, Irwin Schwartz, le había dicho a Arthur:
—No hay hombrecillos verdes, no hay naves perdidas en las Bermudas… Será mejor que vuelva a casa, señor Gordon.
—¿Va a convertirte en su asesor científico? —preguntó Harry—. ¿Va a echar a patadas a ese idiota de Rotterjack?
Arthur agitó negativamente la cabeza, sonriendo.
—Está formando un equipo operativo presidencial de tipo especial.
—Australia —dijo Harry, asintiendo juiciosamente con la cabeza. Dejó su vaso de zumo de naranja sin haber bebido nada y se preparó como para un asalto, con los ojos fijos en los especieros para la sal y la pimienta en el centro de la mesa—. El Gran Desierto Victoria.
Arthur no se mostró sorprendido.
—¿Cuánto sabes de eso? —preguntó.
—Sé que fue descubierto por unos prospectores de ópalos y que no se suponía que debiera estar allí. Sé que puede ser un virtual duplicado de Ayers Rock.
—Esa última parte no es completamente cierta. Difiere sustancialmente. Pero tienes razón. Es reciente, y no debería estar allí. —Arthur se sintió aliviado al saber que Harry no había oído hablar del otro incidente mucho más cerca de casa.
—¿Qué tenemos que hacer con eso?
—Al final Australia ha pedido consejo. El Primer Ministro aparecerá ante las cámaras para hacer público un informe dentro de tres días o menos. Se halla sometido a algunas presiones.
—¿Hombrecillos verdes?
—Ni siquiera puedo comentarte esto hasta que te haya hecho las preguntas de rigor, Harry.
—Entonces hazlas —dijo Harry, preparado aún para un asalto.
—El presidente me ha puesto a cargo del equipo civil de investigación científica. Trabajamos con los militares y con el Estado. Tú eres mi primera elección.
—Soy bioquímico. Eso significa…
Arthur agitó lentamente la cabeza.
—Escúchame, Harry. Te necesito en tu calidad de bioquímico y como mi segundo al mando. Estoy también detrás de Warren, de la Estatal de Kent, en geología, y de Abante, de Malibú, en física. Los dos han aceptado, pero primero tienen que pasar el examen político.
—¿Crees que yo pasaré los interrogatorios políticos de Crockerman? —preguntó Harry.
—Lo harás si yo insisto, y lo haré.
—¿Necesitas un bioquímico… de veras?
—Ese es el rumor —dijo Arthur, y su sonrisa se hizo más amplia.
—Sería encantador. —Harry echó hacia atrás su silla, con sólo la mitad de sus huevos y salchichas comidos—. Viejos amigos, trabajando juntos de nuevo. Ithaca estaría de acuerdo. Infiernos, incluso aunque no lo estuviera… Pero…
—Nunca habrá otra oportunidad como ésta —dijo Arthur, remarcando cada palabra como si estuviera metiendo a martillazos una idea difícil en la cabeza de un estudiante torpe.
Harry frunció el ceño y alzó la vista hacia Arthur.
—¿Dupres, del King's College?
—Lo he pedido. Todavía no ha respondido. Puede que no consigamos extranjeros en el equipo.
—No te rechazaría a la ligera —dijo Harry. Arthur vio que los ojos de su amigo estaban enrojecidos. Parecía próximo a las lágrimas—. Necesitas a alguien de confianza.