—¿Qué significa esto?
Harry miró por la ventana, la mano tensa sobre el mango de un tenedor, relajándose.
—Se lo dije a Ithaca hace tres semanas.
El rostro de Arthur se volvió plácido, limpio de toda la excitación que había exhibido hacía unos momentos.
—¿El qué?
—Leucemia crónica. La tengo. Ella me tiene a mí.
Arthur parpadeó dos veces. Harry no le miró directamente.
—No es buena. Cuestión de meses. Me pasaré la mayor parte del tiempo luchando contra ella. No puedo ver cómo podría ser algo más que un estorbo.
—¿Terminal? —preguntó Arthur.
—Los médicos dicen que quizá no. Pero he estado leyendo. —Se encogió de hombros.
—Esos nuevos tratamientos…
—Muy prometedores. Tengo esperanzas. Pero tienes que darte cuenta… —Harry volvió su brillante mirada hacia Arthur—. Esa cosa, ¿es tan grande como Ayers Rock, y cuánto tiempo lleva allí?
—No más de seis meses. Los satélites de vigilancia cartografiaron aquella zona hace poco más de seis meses, y no estaba.
Harry sonrió ampliamente.
—Eso es maravilloso. Es realmente maravilloso. ¿Qué demonios es, Arthur?
—¿Quizás un fragmento de Europa? —La voz de Arthur sonó muy lejana. La mirada de su amigo aún no se había cruzado con la suya.
Harry rió fuertemente y echó la servilleta sobre la mesa.
—No me mostraré triste ni lloraré. No con esto.
Arthur sintió un nudo insoportable en la garganta. Prácticamente había crecido con Harry. Se habían conocido a lo largo de más de treinta años. No era posible que se estuviera muriendo. Tosió.
—Nos haremos adultos con ello, Harry. Toda la raza humana. Te necesito mucho…
—¿Puedes utilizar a un previsible inválido? —Ahora sus ojos se cruzaron, y esta vez fue Arthur quien apartó la vista, con los hombros rígidos. Con un esfuerzo, se obligó a mirar de nuevo.
—Lo conseguirás, Harry.
—Señor, y hablas de voluntad de vivir.
—Únete al equipo.
Harry se secó los ojos con el índice de su mano derecha.
—¿Viajes? Quiero decir, ¿cuántos…?
—Al principio, pero puedes quedarte en Los Angeles si lo deseas, luego.
—Lo necesitaré. El tratamiento es en la UCLA.
Arthur alargó una mano.
—Lo conseguirás.
—Después de eso, quizá no sea tan malo —dijo Harry. Tomó la mano ofrecida y la estrechó firmemente.
—¿El qué?
—Morir. Vaya cosa de ver… ¿Hombrecillos verdes, Arthur?
—¿Estás con nosotros?
—Sabes que sí.
—Entonces te daré el cuadro general. No es sólo Australia. Hay algo también en el desierto de Mojave, en el Valle de la Muerte, entre un complejo turístico llamado Furnace Creek y un pueblecito llamado Shoshone. Parece un cono de escoria. Es nuevo. No pertenece aquí.
Harry sonrió como un niño pequeño.
—Maravilloso.
—Ah, sí, y hay un «hombrecillo verde».
—¿Dónde?
—Por el momento, en la base de las Fuerzas Aéreas de Van-denberg.
Harry contempló el techo y alzó los dos brazos, dejando finalmente que las lágrimas brotaran libremente de sus ojos.
—Gracias, señor.
PERSPECTIVA
El pulso de la Tierra, WorldNet USA, 5 de octubre de 1996:
Casi todo va bien hoy en el mundo. No hay terremotos, ni tifones, ni huracanes acercándose a tierra firme. Francamente, diríamos que hoy fue un día brillante y glorioso, excepto las nevadas de primera hora en la parte nororiental de los Estados Unidos, las lluvias de esta noche en el noroeste del Pacífico, y la confirmación la semana pasada de que la siempre popular corriente de El Niño ha regresado al Pacífico sur. Los australianos se preparan para otra larga sequía frente al azote de esta cálida agua oceánica.
3
Cuando Trevor Hicks le dijo a Shelly Terhune, su publicista, que la entrevista matutina con la KGB estaba en marcha, ella hizo una pausa, rió disimuladamente y dijo:
—A Vicky no le gustará que se vuelva usted un traidor. —Vicky Jackson era su editora en Knopf.
—Dígale que es en la FM, Shelly. Voy a verme apretujado entre el informe del surf y las noticias de la mañana.
—¿La KGB emite un informe del surf?
—Compruébelo, está en su lista de estaciones —dijo él, burlonamente exasperado—. Yo no soy responsable.
—De acuerdo, déjeme ver —indicó Shelly—. KGB-FM. Tiene razón. ¿Ha confirmado el espacio?
—El director de programas dice que entre diez y quince minutos, pero estoy seguro de que cortará bruscamente a los treinta segundos.
—Al menos llegará a los surfistas. Quizá no hayan oído hablar de usted.
—Si no han oído hablar de mí, no habrá sido porque usted no lo haya intentado. —Quiso adoptar un tono petulante. De hecho, se sentía completamente agotado; después de todo tenía sesenta y ocho años, y aunque se notaba comparativamente sano y fuerte, Hicks no estaba acostumbrado ya a ese ritmo. Hacía diez años, lo hubiera hecho cabeza abajo.
—Vamos, vamos. Mañana tenemos prevista esa charla en televisión por la mañana.
—Confirmado, mañana por la mañana. En directo, para que no puedan montar nada.
—No diga nada fuerte —le advirtió Shelly. No era necesario que lo hiciera. Trevor Hicks efectuaba algunas de las más educadas y eruditas entrevistas imaginables. Su imagen pública era brillante y con un atractivo estilo descuidado; se parecía a la vez a Albert Einstein y a un Bertrand Russell de edad madura; lo que tenía que decir era tecnocráticamente consensuado, difícilmente controvertido y siempre bueno para un programa corto de noticias. Había fundado el capítulo británico de la Sociedad Troyana, dedicado a la exploración del espacio y a la construcción de enormes hábitats espaciales en órbita; era miembro desde hacía cuarenta y siete años de la Sociedad Interplanetaria Británica; había escrito veintitrés libros, el más reciente Hogar estelar, una novela acerca de un primer contacto; y finalmente pero no lo último, era el portavoz más público del denominado «sector civil» que defendía la exploración tripulada del espacio. El suyo no era un nombre muy pronunciado, pero era uno de los más respetados periodistas científicos del mundo. Pese a llevar doce años en los Estados Unidos, no había perdido su acento inglés. En pocas palabras, tanto en radio como en televisión era natural. Shelly se había aprovechado de aquello contratando para él una «gira» genérica por diecisiete ciudades en cuatro semanas.
Esta semana era en San Diego. No había estado en San Diego desde 1954, cuando había cubierto los ensayos de vuelo del primer caza hidroplano a reacción, el Delta Dart, en la bahía de San Diego. La ciudad había cambiado enormemente desde entonces; ya no era una soñolienta ciudad de la Marina. Había sido alojado en el nuevo y de moda Hotel Inter-Continental, junto al muelle, y desde la ventana de su décimo piso podía ver toda la bahía.
Durante aquellos años había sido uno de los periodistas destacados de la agencia Reuters, concentrándose siempre que le era posible en historias científicas. El mundo, sin embargo, había parecido caer en un profundo e intranquilo sueño en los años cincuenta. Pocas de sus historias científicas habían obtenido mucha atención. La ciencia era equiparada a las bombas H; la política era el tema más sexy y más fácilmente aceptado de la época. Luego había volado a Moscú para cubrir una conferencia agrícola, como parte del libro que preparaba sobre el biólogo ruso Lisenko y el culto estalinista al lisenkoismo. Aquello había sido a finales de septiembre.