Arthur la miró con desánimo. Entonces se le ocurrió: ella estaba de nuevo entre familia. No tenía que confiar exclusivamente en él. Podía airear algunas de sus propias dudas y tensiones; Marty estaba dormido y no oiría. Comprendió muy bien aquello, pero le seguía doliendo. Por encima del dolor que había sentido antes, aquella pequeña traición era casi más de lo que podía soportar.
—Lo oímos por la radio —dijo Arthur, tomando el camino fácil—. Algo le ocurrió a Seattle.
Francine asintió, el rostro sin sangre, los dientes apretados.
—La radio —dijo.
—¿Qué, por el amor de Dios? Tengo un hermano en Seattle —exclamó Grant.
El sonido en el aire de la muerte de Seattle resonó en las ventanas de la casa. Grant alzó cautelosamente la vista al techo. Arthur miró su reloj y asintió.
—Ha sido borrado del mapa —dijo Arthur—. Toda el área metropolitana.
—¡Jesucristo! —exclamó Grant, saltando de su taburete. Se dirigió al teléfono de la pared al extremo de la cocina y tecleó con dedos temblorosos.
—No oímos eso por la radio —dijo suavemente Francine, con los hombros hundidos. Miró al suelo, más allá de sus manos cruzadas.
—Parece que no hay comunicación —dijo Grant. Se dirigió a la sala de estar y conectó la televisión—. ¿Dónde lo oísteis?
—Vimos el resplandor hará unos cincuenta minutos —respondió Francine, mirando con aire culpable a Arthur. Él adelantó una mano, agitando los dedos, y ella la sujetó, cubriéndose el rostro con su otra mano. Se estremeció, pero no brotó ninguna lágrima.
La voz del comentarista les llegó a través del caro sistema de sonido de Grant, resonante y autoritaria, pero con algo más que un asomo de miedo.
—… informes de Seattle y Charleston de que ambas ciudades han sido destruidas por lo que parecen ser explosiones nucleares, pero hay informes contradictorios de la no existencia de radiación. Todavía no tenemos ninguna idea de lo que ocurrió realmente, aunque resulta claro que al menos esas dos ciudades costeras, en las costas Este y Oeste, han sido arrasadas por un desastre sin precedentes. El gobierno ha emitido comunicados de que nuestra nación no se halla todavía en estado de guerra, lo cual conduce a algunas fuentes a afirmar que las explosiones no fueron causadas por misiles nucleares, al menos no procedentes de la Unión Soviética. De hecho, grandes destellos producidos sobre las ciudades de San Francisco y Cleveland han conducido a algunas personas a especular que la destrucción de la Tierra se ha iniciado, y que estamos siendo testigos…
—Díselo —murmuró Francine, con voz muy baja—. Cuéntaselo. Te creo. Realmente te creo. Necesitan saberlo.
Arthur agitó la cabeza. Ella volvió a cubrirse el rostro con las manos, pero su temblor había cesado.
—No puedo decírselo, y tú no debes hacerlo —indicó Arthur—. Sólo les haría más daño.
Danielle apareció en la puerta, envuelta en un camisón largo de seda y una bata de felpa echada por encima.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
Francine la abrazó y la condujo a la sala de estar. Arthur contempló los tazones de sopa sin tocar, pensando: Todavía no… Pero ya no puede faltar mucho.
65
Una llamada en la puerta de su tienda de lona despertó a Edward a las ocho de la mañana. Miró su reloj y se puso los pantalones, luego abrió la puerta, para encontrarse con Minelli y una mujer regordeta de pelo negro vestida con una camiseta negra y unos tejanos negros. Minelli le tendió una mano.
—Felicítame —dijo—. He encontrado a Inés.
—Felicidades —dijo Edward.
—Inés Espinoza, éste es mi amigo Edward Shaw. También se dedica a las rocas. Edward, Inés.
—Encantada de conocerle —dijo Inés.
—Nos conocimos ayer por la noche en el baile. Lástima que no estuvieras allí.
—Me sentía deprimido —dijo Edward—. No podía soportar la compañía.
—Corre por ahí una historia acerca de insectos robot. Inés dice que vio un puñado de ellos detrás de Yosemite Village. ¿Qué crees que pueden ser?
—Yo también vi algunos —dijo Edward—. Aguardad un momento. Me visto y prepararemos el desayuno.
Sobre unas tostadas y unos huevos duros hechos en el hornillo Coleman, Edward les contó lo que había visto junto al Sendero de las Brumas. Inés asintió y le miró con unos grandes ojos castaños, obviamente feliz de ver confirmada su historia.
—¿Qué crees que pueden ser?
—Demonios, si los bastardos pueden fabricar falsos alienígenas, también pueden construir arañas robot. Están explorando la Tierra. Tomando muestras de todo antes de hacerla saltar.
Inés se echó a llorar espontáneamente.
—Hey, no hablemos más de esta mierda —dijo Minelli—. Es sensible, ¿sabes? Su viejo resultó muerto en una Harley en la carretera hará un par de días. Ella salió despedida y se salvó. —Inés sollozó y se secó los ojos con la mano, revelando una fea herida y un hematoma en el antebrazo—. Hizo el resto del camino hasta aquí haciendo autostop. Es un encanto. —Minelli la abrazó, y ella le devolvió el abrazo.
Un hombre bajito y casi tan flaco como un esqueleto, con una frente alta y cuadrada, pasó junto a la roca donde estaban desayunando. Llevaba un bate de béisbol casi tan grande como él, y parecía obcecadamente pensativo.
—¿Qué ocurre, hombre? —preguntó Minelli.
—Acabo de oírlo por la radio. Los alienígenas arrasaron con atómicas Seattle y Charleston y Shanghai la otra noche. Yo nací en Charleston. —Siguió sendero abajo, haciendo oscilar indolentemente el bate.
Inés hipó espasmódicamente.
—¿Y usted qué piensa hacer? —le preguntó Minelli al hombre que se alejaba.
—Voy a ir a agarrar a unos cuantos de esos jodidos bichos cromados del bosque y hacerlos picadillo —respondió el hombre, sin detenerse—. Al menos quiero devolverles algo.
Minelli dejó en el suelo su taza de té de estaño y bajó deslizándose de la roca. Inés aceptó la mano que le ofrecía e hizo lo mismo con una sorprendente gracia.
—Creo que ya es hora de que vayamos a la Punta Glaciar —dijo suavemente Minelli—. ¿Quieres venir?
Edward asintió, luego agitó la cabeza.
—No, todavía no. Subiré pronto.
—De acuerdo. Inés se viene conmigo. Montaremos una tienda. Nos encantará que te unas a nosotros.
—Gracias.
La pareja se alejó sendero abajo entre los pinos, hacia Curry Village.
Edward subió los peldaños hasta su cabina de lona y tomó un mapa topográfico del valle y las regiones al sur. Tendido boca abajo sobre las dos camas, siguió con el dedo el Sendero de las Cuatro Millas hasta la Punta Unión, y luego hasta la Punta Glaciar, y comparó otros puntos panorámicos.
Ninguno parecía mejor y tan accesible. La Punta Glaciar ofrecía algunas facilidades. Pero y si las cosas empiezan a sacudirse, ¿no se limitará a hendirse y caer, arrastrándonos a nosotros con ella?
¿Y qué importaba? ¿Qué significaba una hora más o menos?
Edward tecleó el número de su tarjeta en la cabina telefónica y marcó el número de casa de Stella en Shoshone. A la tercera señal, Bernice Morgan respondió, y le dijo que Stella estaba en la tienda, haciendo inventario.
—La vida sigue adelante —dijo—. Puedo pasarle desde aquí.
Tras un breve cliqueteo y unos cuantos zumbidos, el teléfono de la tienda sonó y Stella respondió.
—Aquí Edward —dijo Edward—. Me estaba preguntando qué estaría haciendo en estos momentos.
—Lo habitual —respondió Stella—. ¿Dónde está usted ahora?