Выбрать главу

—Oh, estoy en el Yosemite. Instalado. Aguardando.

—¿Es lo que esperaba que sería?

—En realidad mejor. Es hermoso. No hay mucha gente.

—¿Qué le dije?

—¿Ha oído lo de Seattle y Charleston?

—Por supuesto.

Edward detectó un asomo de resolución en su voz.

—¿Sigue decidida a quedarse en Shoshone?

—Soy hogareña —respondió ella—. Hemos sabido de mi hermana, sin embargo. Vuelve a casa de Zimbabwe. Iremos a recogerla a Las Vegas pasado mañana. Si quiere usted unirse a nosotras…

Contempló las orillas del río y los árboles y los prados más allá del grupo de cabinas telefónicas. Esto parece bien. Aquí es donde pertenezco.

—Esperaba convencerla de que viniera aquí. Con su madre.

—Me alegra que me lo haya pedido, pero…

—Entiendo. Está usted en casa. Yo también.

—Somos un par de testarudos, ¿verdad?

—Minelli está aquí. No sé dónde está Reslaw. Minelli ha encontrado una amiga.

—Eso es bueno para él. ¿Y usted?

Edward rió suavemente.

—Soy malditamente exigente —dijo.

—No lo sea. ¿Sabe…? —Stella se detuvo, y hubo un silencio de varios segundos en la línea—. Bien, quizá ya lo sepa.

—Si disponemos de tiempo suficiente —dijo Edward.

—¿Sigue todavía en pie el trato? —preguntó ella.

—¿El trato?

—Si todo resulta ser una falsa alarma.

—Seguimos teniendo un trato.

—Estaré pensando en usted —dijo Stella—. No lo olvide.

¿Cómo sería la vida con Stella?, se preguntó. Era decidida, inteligente, y algo más que un poco voluntariosa; podían no congeniar; o sí podían.

Ambos sabían que no iban a disponer del tiempo necesario para descubrirlo.

—No lo olvidaré —dijo.

En el almacén de Curry Village compró nuevas provisiones de sobres de sopas preparadas y varias bolsas de comida campestre de gourmet. Las provisiones se estaban agotando.

—Hace días que no pasan las camionetas de reparto —dijo la joven encargada—. No dejamos de llamar, y ellos no dejan de decirnos que pasarán. Pero nadie hace ya mucho. La gente se limita a sentarse y esperar. Malditamente mórbida, ya me entiende.

Añadió un par de gafas de sol muy oscuras, y pagó todo con lo que le quedaba de dinero en efectivo. Todo lo que tenía ahora eran las tarjetas de crédito y unos cuantos cheques de viajero. No importaba.

Había cargado la bolsa de plástico y estaba a punto de salir cuando vio a la mujer rubia al fondo de la tienda, intentando escoger entre un montón de manzanas medio pasadas. Haciendo una profunda y disimulada inspiración, Edward volvió a dejar su bolsa en el mostrador, hizo un gesto con el dedo a la empleada indicando que volvía en seguida, y se dirigió hacia la parte de atrás.

—¿Encontró a su esposo? —preguntó. La mujer le miró, sonrió tristemente y negó con la cabeza.

—No tuve esa mala suerte —dijo. Tenía en la mano una manzana bastante maltratada; la examinó con gesto triste—. Soy frutófila, y mire lo que me ofrecen.

—Tengo algunas buenas manzanas en mi…, allá en la cabina. Pronto me iré a la Punta Glaciar. Se las cederé con mucho gusto. Son demasiado pesadas para cargar con más de una o dos en una excursión a pie.

—Es muy amable por su parte —dijo ella. Dejó caer la manzana al montón y tendió su mano. Unos dedos esbeltos, fríos, fuertes; Edward la estrechó con moderada firmeza—. Me llamo Betsy —dijo—, y mi nombre de soltera es Sothern.

—Yo soy Edward Shaw. —Decidió ir directo al grano—. No estoy con nadie.

—¿Oh?

—Por lo que nos queda.

—¿Y cuánto es eso? —preguntó ella.

—Hay algunos que dicen que menos de una semana. Nadie lo sabe seguro.

—¿Dónde está su cabina?

—No lejos de aquí.

—Si me proporciona usted una manzana hermosa, crujiente, jugosa —dijo ella—, estoy dispuesta a seguirle a cualquier parte.

La sonrisa de Edward fue espontánea y amplia.

—Gracias —dijo—. Por aquí.

—Gracias a usted —respondió Betsy.

En la cabina de lona, le encontró la mejor y más roja de las manzanas y la pulió con un paño limpio. Ella le dio un mordisco, se secó un hilillo de jugo que descendía por su barbilla, y le observó mientras él disponía las provisiones en su mochila.

—Espero que no sea usted una de esas personas ignorantes —dijo Betsy bruscamente—. No quiero sonar desagradecida, pero si es usted de los que creen que todo es de color de rosa, y que Dios va a salvarnos a todos o algo así…

Edward agitó negativamente la cabeza.

—Bien. Me pareció que era usted listo. Amable y listo. No nos queda mucho tiempo, ¿verdad?

—No. —Cerró la mochila y abrochó la hebilla, mirándola de reojo.

—¿Sabe? —dijo ella—, si alguna vez tuviera que empezar de nuevo, elegiría a hombres como usted.

Aquello picó un poco a Edward.

—Eso es lo que dicen todas las mujeres hermosas. Es una forma como otra cualquiera de quedar bien y satisfacer el ego masculino.

—Jesús —sonrió ella—. Me ha gustado ésa. Dígame, y perdone por preguntar…, ¿sufre usted de alguna arrolladora, inmediata o fatal enfermedad contagiosa?

—No —dijo Edward—. Que yo sepa.

—Yo tampoco. ¿Está esperando a alguien?

—No.

—Yo tampoco. Encantada de conocerle. —Tendió una mano, y Edward se la estrechó delicadamente con la punta de los dedos, luego sonrió y la atrajo hacia sí.

66

La red cobró vida en la cabeza de Arthur a las ocho de la mañana. Abrió los ojos, completamente despierto pero con la sensación de estar como aturdido, y se volvió de costado para sacudir el hombro de Francine.

—Tenemos que seguir —dijo. Se levantó de la cama y se puso los pantalones—. Viste a Marty.

Francine gimió.

—Sí, señor —dijo—. ¿Dónde ahora?

—No estoy seguro —respondió—. Se nos ha dicho que estuviéramos en un cierto lugar a una cierta hora. En San Francisco.

Marty se sentó en la cama plegable, frotándose los ojos.

—Arriba, deportista —dijo Francine—. Ordenes de marcha.

—Tengo sueño —dijo Marty.

Francine sujetó el brazo de Arthur y lo atrajo hacia ella, mirándole directamente al rostro con expresión seria.

—Sólo voy a decirte esto una vez. Si estás loco y todo esto resulta en nada, voy a… —Agarró su nariz, y no estaba bromeando; el pellizco que le dio fue exquisitamente doloroso. Con los ojos llenos de lágrimas, Arthur tomó su mano entre las dos suyas y se la frotó—. ¿Me has entendido?

Asintió.

—Tenemos que apresurarnos. —Pese a su pulsante nariz, se sentía casi extático. ¿Por qué reunirnos a todos en algún lugar a una hora tan temprana de la mañana? Tienen planes…

Su éxtasis se desvaneció cuando se tropezó con Grant, envuelto en una bata, en el pasillo, con su hija pisándole los talones.

—Llegasteis terriblemente tarde para levantar tan pronto a todo el mundo —dijo Grant—. Hemos tenido una noche terrible. No creo que haya dormido más de una hora…, puede que Danielle ni eso.

Danielle estaba sentada en la cocina, bebiendo una taza de café, cuando entraron por la puerta basculante. Su rostro estaba pálido y había estado fumando; el cenicero lleno a rebosar hablaba elocuentemente de una noche de cigarrillos.

—Sois pájaros madrugadores —dijo sin ningún entusiasmo.

—Tenemos que irnos —indicó Arthur.

Danielle alzó una ceja.