El cliente seguía sin intención de levantarse de la mesa y pasaron dos horas antes de que diera por terminada la charla. Nick estaba nervioso porque suponía que Katie estaría enfadada, pero la encontró sonriendo de oreja a oreja. Había estado charlando con otro de los parroquianos y no parecía de mal humor.
– Lo siento mucho, Katie, de verdad -se excusó él-. No había forma de cortarlo.
– No pasa nada. Era importante para ti, ¿no?
– Mucho. Llevo meses intentando que venga a mi despacho y, por fin, ayer aceptó tomar una copa conmigo. Eres muy comprensiva.
– ¿Qué esperabas? ¿Que tuviera una pataleta?
– No, pero hubiera entendido que estuvieras enfadada -contestó él.
– Hubiera querido estrangularlo, pero qué se le va a hacer.
En ese momento, a Nick se le ocurría pensar que Lilian también se habría comportado graciosamente, pero no hubiera dejado pasar la oportunidad de hacer algún comentario sobre su «mala organización».
– Vamos a cenar.
– Estupendo. Yo no me quejo, pero mi estómago sí.
– En el pub tienen restaurante…
– Oh, no, salgamos de aquí antes de que tu cliente se decida a volver -dijo ella.
– Tienes razón.
Había anochecido mientras caminaban por la orilla del río, observando las luces que brillaban en el agua y los barcos que lo cruzaban de lado a lado saludándose con las sirenas.
– Esto es precioso -suspiró Katie, apoyándose en la barandilla-. ¡Mira, Nick! Ése barco es un restaurante.
– Vamos -dijo él, tomándola de la mano.
Cuando llegaron, un camarero uniformado los acompañó hasta una mesa.
– ¿Puede colocarnos cerca de la ventana?
– Esas mesas están reservadas… -empezó a decir el hombre. Pero dejó la frase sin terminar cuando Nick le dio discretamente un billete-. Pero creo que podemos arreglarlo.
Nick se preguntaba qué le estaba pasando. No le gustaba hacer ese tipo de cosas pero, sobre todo, no quería desilusionar a Katie.
El camarero los llevó hasta una mesa iluminada por velas frente a la ventana. Había suficiente luz como para leer el menú, pero no tanta como para estropear la vista del río. En ese momento, el barco soltó amarras y empezaron a deslizarse por el agua.
Katie se dedicó a leer el menú, antes de elegir dos platos llenos de calorías.
– Ten cuidado -advirtió Nick-. Aunque ahora no engordes, es posible que empieces a hacerlo dentro de unos años.
– No engordaré -dijo ella, completamente convencida.
– Crees que todo va a ser como tú quieres, ¿verdad? -preguntó él, divertido-. Lo curioso es que sueles salirte con la tuya.
– No siempre, Nick. Hay algo que deseo con todas mis fuerzas, pero ahora no estoy más cerca de conseguirlo que hace cinco años.
– Cuéntame qué es.
– Te lo contaré algún día, si… si las cosas salen como yo quiero. Además, comer lo que quiera sin engordar es muy fácil para mí. Quemo las calorías bailando -se encogió ella de hombros. Llevaba una chaqueta de lino y debajo una blusa de seda, sobre la que colgaba una cadenita de oro con una piedra brillante-. Es bonito, ¿verdad? -preguntó, cuando se dio cuenta de que él lo estaba mirando.
– Sí. ¿Lo compraste en Australia?
– ¿Qué? Pero si me lo regalaste tú.
– ¿Yo? -preguntó él, incrédulo-. ¿Cuándo?
– Me lo regalaste el día de la boda de Isobel.
– Es verdad -recordó él entonces-. Se supone que el padrino tiene que hacerle un regalo a la dama de honor. Al menos, eso fue lo que me dijo Isobel.
– ¿Te sentó muy mal tener que comprarle un regalo a tu peor enemigo?
– La verdad es que lo eligió Isobel. Ni siquiera lo vi hasta que abriste la caja.
– Ah -dijo ella suavemente.
– Era lo mejor. Isobel sabía lo que te gustaba y yo no tenía ni idea.
– Sí, claro -asintió ella. Nick estaba sirviendo una copa de vino en ese momento y no se percató de su expresión de tristeza.
– Katie, ese Rachett me preocupa. ¿Quién es?
– ¿Has oído hablar de Ekton, Rachett y Proud?
– Es una de las empresas más importantes del mundo. ¿Es ese Rachett?
– Su padre es ese Rachett. Mi padre tiene algunos negocios con él y una vez nos invitó a una fiesta en su casa. Así conocí a Jake.
– ¡Vaya! O sea, que podrías convertirte en una multimillonaria.
– Eso no tiene gracia. No me gusta Jake, pero no hay forma de convencerlo.
– Probablemente nunca ha tenido que aceptar una negativa.
– No. Pero no me imaginaba que me seguiría hasta Londres.
– Me sorprende que no haya ido a casa.
– Es inteligente. Me envía flores, regalos, me llama por teléfono. Al final, tengo que salir con él para no parecer una grosera.
– Si se atreve a aparecer en mi casa, se llevará una sorpresa.
– Nick, ten cuidado. Tengo que pensar en mi padre.
– Pero es intolerable que tu padre te ponga en esa posición.
– Mi padre no sabe nada, Nick. Creí que marchándome de Australia se olvidaría de mí, pero parece que no ha funcionado. Además, -siguió diciendo ella en un tono más alegre- me apetecía volver al viejo continente para ver si seguía funcionando sin mí.
– Pues has dejado al viejo continente de una pieza -sonrió Nick-. Igual que a mí.
– Te recuperarás -rió ella-. Algún día.
– Algún día, ¿no? Tengo canas que no tenía antes de que tú vinieras. No tienes idea del tiempo, haces lo que te da la gana, eres desorganizada…
– No es verdad -protestó ella-. El otro día me pasé la mañana arreglando el apartamento.
– Lo sé. Aún sigo buscando la mitad de mis cosas. Mis cajones están llenos de calcetines solitarios, llorando por sus compañeros perdidos.
– Sólo estuve limpiando. Eres muy injusto conmigo -protestó ella, poniendo cara de tristeza.
– No te molestes, Katie. Te conozco demasiado bien para eso.
– De eso nada -rió ella-. No me conoces en absoluto.
– Claro que sí. Nunca lloras de verdad. Eres la persona más alegre que conozco. Es una de las cosas que más me gustan de ti.
– ¿Quiere decir que hay cosas que te gustan de mí? Por favor, dímelas todas.
– No hay más -dijo él, echándose atrás-. Eres un horror.
– Pero si has dicho…
– Sólo estaba siendo amable.
– ¿Tú, amable conmigo?
– Termina tu plato -sonrió él-. Están deseando servirnos el segundo.
Siguieron charlando alegremente durante el resto de la cena. La alegre disposición de Katie hacía que fuera estupenda compañía. Nick incluso se atrevió a contar un chiste. A Lilian no le contaba chistes porque siempre tenía que explicárselos y perdían la gracia.
– ¿Lo ves? -rió Katie-. No eres tan estirado como pretendes.
– Muchas gracias, señorita.
Tenía la impresión de que ya había vivido aquel momento antes. Había ocurrido cuando se encontraron en la estación el primer día, una sensación extraña de que Isobel y Katie tenían algo misterioso en común. Era como si entre ellos hubiera un fantasma, alguien que era exactamente igual que Katie, pero no era ella.
– ¿Qué pasa?
– Nada -contestó él apresuradamente. Si le contara a Katie aquellos pensamientos, se reiría de él.
Siguieron cenando amigablemente y también durante el camino de vuelta a casa. Hasta que Nick lo estropeó todo advirtiéndola de nuevo sobre el club en el que pretendía trabajar como camarera. Katie se negaba a escucharlo y él insistía en que era una idea estúpida. Volvieron a discutir de nuevo, aquella vez acaloradamente y cuando llegaron a casa, no se hablaban.