Patsy, que se había ido a la cama una hora antes, pudo escuchar cómo se daban unas frías buenas noches antes de cerrar cada uno la puerta de un portazo.
A la mañana siguiente, no dijo nada, pero había hecho un plan la noche anterior y estaba pensando cuál era la mejor forma de llevarlo a la práctica.
Patsy llegó a la oficina unos minutos antes que él y, cuando Nick entró en el despacho, ella lo esperaba con una taza de café en la mano.
– Gracias, Patsy -sonrió Nick-. El café está tan bueno como siempre.
– No me sonrías así. Anoche oí cómo tratabas a la pobre Katie.
– ¿Y qué pasa con el pobre Nick.
– ¡Ja!
– Está despedida, señorita Cornell.
– Muy bien. ¿Tan despedida como la semana pasada cuando te regañé por culpar a Katie de que tú hubieras perdido tu corbata favorita?
– Vale, vale. Lo siento. Es que entre tú y el bichejo, me tenéis hecho polvo.
– Entonces, te alegrará saber que me marcho.
– Lo del despido era una broma, Patsy.
– Quiero decir que me voy de tu apartamento.
Nick se quedó pálido.
– No puedes abandonarme ahora.
– Me temo que tengo que hacerlo. Jack, mi hijo pequeño, me ha rogado que vaya a su casa unos días. Ha tenido una pelea con su mujer y necesita que vaya para que hagan las paces.
– Yo también te necesito.
– No tanto como él. Si me quedo con los niños, Brenda y él tendrán más tiempo para estar solos y arreglar sus diferencias.
– De acuerdo -suspiró él, sabiendo que no habría forma de convencerla.
Más tarde, Patsy se metió en su despacho y marcó un número de teléfono.
– Brenda, ¿qué te parece invitar a tu suegra a pasar unos días en tu casa? ¡Estupendo! Llegaré esta tarde. No se lo digas a Jack. Será una sorpresa.
Capítulo 5
Nick tenía que admitir que, a primera vista, El Papagayo alegre no daba mala impresión. Estaba en una calle bien iluminada y tenía una entrada elegante, con un portero uniformado.
Un hombre con corbata blanca le pidió que lo acompañara por unas escaleras decoradas como si estuvieran en la jungla. Sonidos de animales le llegaban en la distancia. Había papagayos que aparecían y desaparecían y tardó un minuto en darse cuenta de que eran hologramas.
– El último grito de la ciencia para disfrute de nuestros clientes -dijo su acompañante-. Sígame, señor.
Una vez dentro, Nick tuvo que pararse un momento mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Por fin podía ver las mesas colocadas alrededor de una pista de baile. Había bastantes parejas y empezó a relajarse. No parecía un lugar de mala nota.
Varias jóvenes se movían alrededor de las mesas con bandejas en la mano. Todas llevaban una especie de bañador de lentejuelas rojas, azules o verdes y sus traseros estaban adornados con plumas de colores a juego.
Los camareros iban vestidos de camareros, pero con trajes de colores brillantes. Uno de ellos, vestido de color verde lima, lo llevó hasta una mesa cerca de la pared. La lámpara de la mesa simulaba una piña y el holograma de un papagayo lo desconcertaba apareciendo y desapareciendo a su lado.
– La camarera vendrá enseguida, señor -dijo el camarero, antes de alejarse.
Nick tenía tiempo de mirar a su alrededor. Las camareras se movían con agilidad entre las mesas y por sus sonrisas congeladas, podía imaginar que estaban hartas de su trabajo.
Pobre Katie, pensaba. El sitio no era tan malo como había creído, pero no pensaba dejarla allí. Aquella tontería tenía que terminar, se decía.
Pensar en Katie con aquel traje, estudiada por cientos de ojos masculinos, le hacía sentirse enfermo. El sitio sería todo lo respetable que quisiera, pensaba, pero no era suficientemente bueno para su Katie, para la hermana de Isobel, se corrigió a sí mismo apresuradamente.
Un papagayo amarillo se dirigía en ese momento hacia él, moviendo alegremente las plumas.
– ¿Qué desea…? ¡Nick! ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Sorprendida? Deberías haberte imaginado que vendría. Siéntate conmigo, Katie.
– No puedo. Sólo tengo un minuto.
– No voy a quedarme aquí. Pienso llevarte a casa. Ve a cambiarte.
La sonrisa de Katie se volvió más ancha que nunca.
– El champán es muy bueno, señor…
– No quiero champán -dijo él, con firmeza-. Quiero que hagas lo que te he dicho -añadió, tomándola del brazo.
– ¡No! -exclamó ella, apartándose. Nick se puso rojo al darse cuenta de cómo había reaccionado ella ante su roce-. Lo haga por ti. No quiero que tengan que echarte los gorilas.
– ¿Los gorilas? -repitió él, perplejo.
Katie señaló a dos hombres que los miraban con atención.
– Será mejor que pidas algo inmediatamente.
– De eso nada. Quiero que salgas de aquí.
Los gorilas se acercaron a ellos, como por casualidad.
– ¿Algún problema, Katie? -preguntó uno de ellos.
– No -contestó ella-. El cliente acaba de pedir una botella de champán.
– ¡Bien hecho!
Nick comprendió el comentario del hombre cuando Katie le llevó el champán y la cuenta.
– ¿Por una botella? -preguntó él, casi sin voz.
– Este es el mejor club nocturno de Londres -recitó Katie, muy seria-. El precio es bajo comparado con el servicio que recibe el cliente.
– Deja de decir tonterías.
– Si te hace sentir mejor, me llevo comisión.
– No me hace sentir mejor en absoluto. Esto es un robo.
– Págame, por favor.
Gruñendo, Nick sacó su tarjeta de crédito.
– Toma, pero quiero que te sientes a hablar conmigo -dijo él entre dientes.
– Desde luego, señor. Por una botella de champán, la camarera puede sentarse durante diez minutos.
– Muy bien. Eso será más que suficiente.
Katie se alejó un momento con la tarjeta de crédito y, mientras lo hacía, Nick observó la gracia con que se movía. Desde luego, llamaba mucho más la atención que el resto de las chicas y caminaba con seguridad sobre aquellas sandalias de tacón vertiginoso.
Un segundo más tarde, volvió a su mesa y se sentó, cruzando sus preciosas piernas.
– ¿De qué quería hablar el señor? -preguntó, mientras abría la botella con manos expertas.
– El señor quiere que le digas si sabes en qué te has metido.
– Te lo he dicho. Quiero pagar mi parte de alquiler.
– ¿Trabajando como camarera? Seguro que puedes encontrar algo mejor.
– ¿Como qué? No soy una intelectual y esto es algo que sé hacer.
– Supongo que engañar a la gente para que pague un dineral por una botella de champán es algo que todo el mundo puede hacer.
– De eso nada. Lilian no podría.
– Lilian no lo intentaría.
– Muy inteligente por su parte. No tiene piernas para eso.
– A las piernas de Lilian no les pasa nada -replicó él-. Además, ¿tú cómo lo sabes? Nunca le has visto las piernas.
– Se las vi un poco la noche que nos conocimos. Tiene los tobillos anchos.
– Eso no es verdad.
– ¿Cuándo fue la última vez que te fijaste en ellos?
– Katie, no he venido aquí para hablar sobre los tobillos de Lilian.
– Tú has empezado.
– ¿Yo? Yo nunca…
– Te has reído de mi trabajo y yo sólo he mencionado que se necesita una habilidad especial, que Lilian no tiene.
– No quiero seguir hablando de eso.
– Bueno, si no quieres hablar de los tobillos de Lilian…
– ¡Por última vez, Lilian no tiene los tobillos anchos! -exclamó él. En ese momento se hizo el silencio y Nick miró a su alrededor, horrorizado. Todo el mundo los estaba mirando y era culpa de Katie-. No quiero que trabajes aquí -añadió, con los dientes apretados.
– Puedo cuidar de mí misma.
– Una chica que puede cuidar de sí misma no termina vestida como un adorno de navidad.