– ¿Cómo te atreves? -protestó ella-. No parezco un adorno de navidad.
– Pues a mí me lo pareces.
– Si no sabes distinguir un papagayo…
– Perdona mi ignorancia -la interrumpió, sarcástico-. Pero es la primera vez que veo un papagayo con tacones de diez centímetros, sirviendo champán barato a precio de oro.
– Peor para ti -dijo ella, glacial.
– ¡Un papagayo!
– Nick, soy un papagayo. ¿Está claro? Todas vamos vestidas con colores y plumas de papagayo.
– Más bien pareces un plumero.
– ¡Soy un papagayo! -dijo ella, furiosa-. ¡Para cualquier hombre con ojos en la cara, es obvio que soy un papagayo!
– Lo que es perfectamente obvio es que has perdido la cabeza -replicó él-. Por favor, ponte tu ropa. Nos vamos.
– Deja de hablar como si fueras mi padre. Tengo veintiún años y me iré a casa cuando yo lo decida.
– Katie, lo digo en serio.
– Y yo también -dijo ella, levantándose. Olvidándose de todo, Nick la tomó del brazo y lo que ocurrió después fue demasiado rápido como para seguirlo. Lo único que sabía era que los gorilas habían aparecido a su lado y lo habían llevado a la puerta del club, pero no estaba seguro de cómo lo habían hecho.
Nick condujo de vuelta a su casa, irritado consigo mismo. Había sido un idiota al pensar que ella había cambiado. Seguía siendo un bichejo venenoso que siempre se salía con la suya.
Pensar que había estado preocupado por ella, que había querido protegerla. Era un estúpido, pensaba. Cuando Katie volviera a casa se encontraría las maletas en la puerta y una nota pidiéndola que se fuera de su apartamento.
Aún estaba intentando decidir qué ponía cuando ella volvió a casa dos horas más tarde.
– Nick, no sabes cómo lo siento -exclamó, contrita, lanzándose a sus brazos. Su dignidad ofendida se desvaneció inmediatamente y Nick se encontró a sí mismo dándole golpecitos en la espalda y murmurando palabras de consuelo.
– No pasa nada, Katie…
– ¿Cómo he podido hacerte eso cuando tú eres tan bueno conmigo? Nunca me perdonaré a mí misma. No podría culparte si quisieras echarme de tu casa…
– Claro que no voy a echarte de mi casa -dijo él, soltando una mano para arrugar la nota que había estado escribiendo.
– Eres tan bueno -dijo ella apasionadamente-. ¿Cómo puedes ser tan bueno conmigo?
– Yo… -empezó a decir él. Pero se había quedado sin palabras. Mientras la abrazaba, intentaba recordarse a sí mismo que había prometido cuidar de ella. Pero era más difícil que nunca. El calor del cuerpo femenino apretado contra el suyo era delicioso y su pelo le acariciaba la mejilla-. Tampoco ha sido para tanto -terminó torpemente.
– ¿Te han hecho daño?
– Claro que no -consiguió reír él-. Sólo me acompañaron a la puerta y me dijeron que me marchase.
– ¿Sólo eso? -preguntó ella, soltándolo-. Te imaginaba con todos los huesos rotos.
– Pues no los tengo rotos. ¿Te sientes decepcionada?
– Claro que no. No soportaría verte herido, Nick. Ni siquiera después de lo que me dijiste en el club.
– ¿Es que dije algo tan horrible?
– Dijiste que parecía un adorno de navidad.
– Bueno…
– Un adorno de navidad -repitió ella, trágicamente-. Y un plumero.
– Lo siento, Katie. Debería haberme dado cuenta inmediatamente de que eras un papagayo -rió Nick. Katie rió también-. ¿Amigos otra vez?
– Amigos -le aseguró ella.
– Claro que sí. Además, ya se ha terminado. Admítelo, secretamente tú también deseabas dejar ese sitio.
– ¿Dejarlo? -preguntó ella, echándose hacia atrás.
– Bueno, te has marchado, ¿no es así?
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– ¿Cómo puedes quedarte después de lo que ha pasado?
– Me han dado el doble de comisión.
– ¿Por qué?
– Por hacer que compraras ese champán espantoso. No es fácil que la gente caiga en la trampa.
– Tú… tú… -Nick se había quedado sin palabras.
– Por favor, Nick, sé comprensivo. Es un buen trabajo.
– ¿Y la lealtad? ¿Se te ha olvidado lo que me han hecho?
– Tú mismo has dicho que no te han hecho daño.
– Pero ha sido bochornoso.
– Tú te lo buscaste.
– Sólo lo hacía para protegerte -gritó él.
– Yo no necesito que me protejan -replicó ella.
– Debería haber sabido que no cambiarías nunca -dijo él con los dientes apretados-. Sigues siendo un bichejo venenoso.
– Te he dicho que no me llames eso.
– No es nada comparado con lo que me gustaría llamarte.
– Nada de esto hubiera pasado si no te hubieras portado como un matón, hablándome como si yo fuera idiota y no supiera lo que estoy haciendo…
– No me hagas hablar sobre ese tema -la interrumpió él.
– Mi vida está organizada como a mí me gusta y no necesito que me digas lo que tengo o no tengo que hacer.
– A mí me parece que eso exactamente es lo que necesitas.
Katie se estiró todo lo que pudo pero, aún así, tenía que levantar la cara para enfrentarse con Nick. A pesar de ello, consiguió mantener un asomo de dignidad.
– No pienso seguir hablando de esto, Nick. El tema está cerrado. Buenas noches.
Después de eso, entró en su dormitorio y cerró la puerta. Nick abrió la boca para protestar, pero por segunda vez aquella noche se encontró mirando una puerta cerrada.
Nick pretendía mantener una apariencia grave durante el desayuno, pero Katie no apareció y era difícil ser grave con un pomelo. El añadió aquello a la lista de pecados de la alborotadora joven.
Por la noche, la había perdonado e incluso había empezado a preocuparse por su vuelta a casa tan tarde. Había cenado con un cliente y, después y contra su buen juicio, se dirigió de nuevo al Papagayo alegre.
Media hora más tarde, Katie salía por la puerta trasera, en una calle apenas iluminada y se dirigía a la parada de autobús. Parecía cansada y falta de vitalidad.
– ¡Katie!
La joven sonrió alegremente al verlo y se dirigió corriendo hacia el coche.
– ¡Mi chófer particular! ¡Qué lujo! -exclamó, arrellanándose en el asiento-. Menos mal que puedo sentarme porque tengo los pies destrozados -añadió, con expresión dolorida, pero sin perder la sonrisa.
– Trabajando toda la noche de pie es normal.
– Soy camarera. ¿Qué le voy a hacer?
– Además, seguro que ganas poco dinero.
– No olvides las comisiones -le provocó ella.
– Será mejor que no volvamos a hablar del champán -dijo él-. Katie, ¿por qué tienes que ser tan…? -había empezado a preguntar él-. Da igual. Ya sé la respuesta. Estás loca.
– Dices unas cosas tan bonitas -susurró ella, medio dormida.
– Mis pensamientos no son bonitos precisamente. ¿Cómo puedes ser tan cabezota, tan…? -empezó a decir él de nuevo. Ella ni siquiera se molestaba en contestarlo y eso le daba tiempo para pensar lo que quería decir-. Es hora de que tengamos una charla seria, Katie. Tienes que darte cuenta de que no puedes seguir así. Yo no puedo venir a buscarte todos los días y… -seguía diciendo. En ese momento, se paró en un semáforo y giró la cabeza para mirarla-. Lo que quiero decir es… -Katie se había dormido-. Justo esto es lo que quería decir. No puedes seguir trabajando hasta las tantas… -seguía diciendo a pesar de que ella no podía oírlo. Varios conductores empezaron a tocar el claxon tras él cuando el semáforo volvió a ponerse verde. Katie hacía que se olvidara de todo, pensaba, mientras arrancaba de nuevo, pensativo. Un poco más tarde aparcaba el coche en el garaje y sacudía delicadamente a la bella durmiente-. Despierta, ya hemos llegado.
– ¿Qué? -preguntó ella, sobresaltada.
– Que hemos llegado -repitió él. Katie salió del coche como si lo estuviera haciendo en sueños y se quedó apoyada en la puerta con los ojos cerrados-. Vamos -indicó Nick, rozando su brazo. Pero el roce sólo sirvió para que ella se deslizara suavemente hacia él y dejara la cabeza sobre su hombro-. Katie, despierta.