– Entonces, no será un inconveniente para ustedes que la señorita Deakins no se quede, ¿verdad?
– Por favor, Nick, no puedes hacer eso -protestó Lilian-. He tenido que echar mano de mis contactos para que admitieran a Katie.
– Lilian, mira este sitio.
– ¿Qué le pasa? Está limpio y cerca de su trabajo.
– Pero no es muy agradable, ¿verdad?
– Está bien -habló Katie por primera vez-. La verdad es que es perfecto.
– Katie, ¿qué estás diciendo? -preguntó Nick, perplejo.
– Creí que estaba haciendo lo que tú querías.
– No quiero esto para ti.
– Cariño, si a ella le gusta -dijo Lilian poniéndola la mano en el brazo-. ¿Quiénes somos nosotros para discutir?
– Me gusta mucho -anunció Katie, desafiante.
– Voy a llevarte a casa -dijo él, con firmeza.
– Esta es mi casa ahora, Nick y voy a quedarme. Es muy céntrico y aquí estaré segura.
– Pero… bueno, haz lo que quieras -asintió él, con desgana.
– Voy a quedarme. Ya está decidido.
– ¿Lo ves? Te dije que le gustaría -sonrió Lilian-. Katie, deja que te ayude a deshacer las maletas.
– Gracias, pero lo haré más tarde. Supongo que querréis ir a cenar solos.
– Llámame si necesitas algo -dijo Nick, poniendo la mano en su brazo.
– Claro que sí. Adiós.
– No tengas tanta prisa en deshacerte de mí. Toma, te he traído un regalo -dijo, dándole un paquete que había llevado en la mano. Era un equipo digital de discos compactos.
– Nick, muchísimas gracias -exclamó Katie, lanzándose a sus brazos-. Gracias, gracias, gracias.
Después de eso los acompañó a la puerta deshaciéndose en sonrisas. Pero cuando desparecieron, la sonrisa se desvaneció.
Era extraño que su apartamento pareciera vacío desde que Katie se había marchado. Ella lo volvía loco, pero echaba de menos su alegría contagiosa.
Siempre había estado orgulloso de su espléndido apartamento, pero en aquel momento le parecía un sitio vacío. De hecho, sin Katie, estaba muerto. Ella era desordenada, alborotadora, irritante… pero alegraba su vida.
Al día siguiente, encontró uno de sus zapatos en una esquina del salón y tuvo que echarse a reír. El zapato parecía triste sin su compañero. Casi tan triste como él.
Estaba pensando en ir al albergue para devolvérselo, pero al darse cuenta de que estaba buscando excusas para verla, decidió que era más seguro enviarlo por correo.
Lo que ocurría, se decía, era que no estaba acostumbrado a vivir solo y se encontraba deseando que el errático Derek volviera de viaje.
Unos días más tarde, al volver a casa, se encontró un cartel de No molestar colgado en la puerta del dormitorio de su compañero de piso. Nick se había preparado la cena y estaba comiendo mientras leía el periódico cuando Derek entró en la cocina con cara de sueño.
– ¿Qué hora es? -preguntó, bostezando.
– Casi las diez de la noche. ¿Cuándo has vuelto?
– Hace un par de horas.
– ¿Qué tal el viaje?
– De maravilla. Si sigo así, me haré millonario dentro de nada. ¿Por qué está esto tan silencioso? ¿Dónde están Patsy y Katie?
– Patsy ha ido a visitar a su hijo y Katie ha encontrado otro sitio para vivir.
– ¿Quieres decir que la has echado? -exclamó su amigo, dejando de frotarse los ojos.
– Yo no he dicho eso…
– Pero seguro que marcharse no ha sido idea de Katie.
– Katie tenía que marcharse por su propio bien. No podíamos seguir viviendo solos.
– Me parece que estoy viendo la mano de Lilian en todo esto.
– A Lilian le preocupa el bienestar de Katie…
– Estoy seguro de que no es eso lo único que la preocupa -interrumpió Derek, enfadado-. ¿Cómo has podido hacerle eso a Katie?
– Le gusta su nueva casa… ¿Dónde vas, Derek? -preguntó, al ver que salía de la cocina.
– A rescatarla -contestó él, sin volverse.
Katie terminó de servir al último cliente y lanzó un suspiro de alivio. Le dolían los pies, la cabeza y todo lo demás, incluido el corazón. Le resultaba difícil mantener su alegría habitual desde que tenía que vivir en el albergue y rezaba para que aquella noche la señora Ebworth no la estuviera esperando en el vestíbulo con cara de desaprobación. La vida, que le había parecido maravillosa hasta unos días antes, se había convertido en algo gris y asfixiante.
Se cambió de ropa apresuradamente y se dirigió hacia la salida. Cuando estuvo fuera, alguien tocó su brazo y ella se volvió, alarmada.
– Hola, Katie -sonrió Derek. Katie lanzó un grito de alegría y enredó los brazos alrededor de su cuello. Derek le devolvió el abrazo con entusiasmo-. Será mejor que vayamos a algún sitio tranquilo.
– Tengo que volver al campo de concentración o me meteré en un lío -dijo ella, dramáticamente.
– Vamos, te acompañaré -dijo él. Tuvieron suerte y entraron en el albergue sin ser vistos. Derek observaba la triste habitación a la que Katie había intentado dar su toque personal con cara de pena-. Esto hará que te sientas mejor -sonrió, sacando una botella de champán-. A menos que lo tomes gratis en el trabajo.
– ¿Estás de broma? El champán es un objeto de lujo. Como Nick sabe muy bien -sonrió ella, tomando un trago del espumoso líquido.
– ¿Por qué? -preguntó. Katie le contó la visita de Nick al club y Derek se partía de risa-. ¿Cuánto dices que pagó por la botella?
– ¡Calla! -susurró ella-. Vas a despertar a la guardiana de prisiones.
– Lo siento -dijo él, mirando alrededor-. Bueno, tienes un equipo de música, por lo menos.
– Me lo dio Nick.
– ¿Cómo regalo de despedida?
– No nos hemos despedido. Seguimos viviendo en la misma ciudad y pienso volver a verlo… algún día.
– Será mejor que me lo cuentes todo -dijo él, tomando su mano. Para Katie era un alivio hablar con él. Derek sabía escuchar y la historia se alargó durante un par de horas-. Tenemos que hacer algo.
– ¿Como qué?
– No te preocupes, pensaré en algo. Pero será mejor que me vaya antes de que nos emborrachemos.
– ¿Tú crees? -preguntó ella, entre hipos. De repente, todo parecía tremendamente divertido y los dos se echaron a reír.
– Venga, vamos a terminar la botella.
Cuando él iba a servirle la última copa, se le resbaló la botella y el champán acabo sobre la blusa de Katie, que encontró aquello hilarante. Los dos empezaron a reírse a carcajadas, sin poder evitarlo.
– ¡Calla! -se decían uno al otro entre risas.
Pero era demasiado tarde. Un segundo después, la puerta de la habitación se abría y la señora Ebworth los miraba desde el umbral con cara de verdugo.
Capítulo 7
Dos días más tarde, Nick conducía de vuelta a su apartamento y, mientras aparcaba, escuchó en el garaje voces femeninas. Una de ella le resultaba muy familiar…
– ¡Katie!
– Hola, Nick -dijo ella, corriendo para abrazarlo.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Ahora vivo aquí. Leonora y sus amigas tenían una habitación libre.
Nick sentía como si se hubiera quedado sin aire. Aquello no podía estar pasando.
– Sube conmigo. Tenemos que hablar.
– No puedo. Leonora va a llevarme al trabajo.
– ¿Y quién irá a buscarte?
– Derek. ¿A que es estupendo?
– No puedes vivir en ese apartamento, Katie. Esas chicas llevan una vida que no… Por favor, sé razonable. Vuelve al albergue.
– Me temo que no me aceptarían -dijo Katie con tristeza-. Me echaron por comportamiento «impúdico e indecoroso».
– ¿Qué?
– Por tener hombres en mi habitación a las cuatro de la mañana -explicó ella, con un suspiro de constricción que no lo engañó ni por un segundo.
– ¿Hombres? ¿En plural?
– Bueno, en realidad, sólo era Derek. Pero, como dijo la señora Ebworth, una manzana podrida echa a perder a todas las demás. Luego fue muy amable, me dejó quedarme hasta las siete de la mañana para que se me pasaran los efectos de la orgía de alcohol.