Nick se mantuvo en un diplomático silencio.
Cuando estuvieron cerca de la costa, el cielo se oscureció y comenzó a llover. El chaparrón duró casi una hora y después volvió a salir el sol, llenando el paisaje de luz. Pronto pudieron ver el mar y Katie, entusiasmada, le rogó que parase.
– Me encanta el mar -dijo, saltando del coche-. En Australia aprendí a hacer surf.
– Me parece que aquí las olas no son suficientemente altas -dijo él, acercándose-. Pero Patsy me ha dicho que se puede nadar y hay unos establos muy cerca.
– Vamos -rió ella, entrando en el coche de nuevo-. ¿A qué estamos esperando?
– Pero si has sido tú… -empezó a decir él, pero no terminó la frase-. Vámonos -añadió. Le encantaba verla alegre de nuevo.
Enseguida llegaron a Mainhurst que, como había prometido Patsy, era un pueblo pintoresco y encantador. Era muy pequeño y tenía una carnicería, una panadería, una farmacia y una tienda de comestibles que hacía las veces de oficina de correos. Cuando preguntaron al dueño cómo llegar a la casa, el hombre les indicó que estaba «carretera arriba».
Quince minutos más tarde, no habían visto casa alguna y tuvieron que preguntar a un hombre que paseaba a caballo. El hombre les dijo que siguieran por la carretera hasta la bahía Halston y, diez minutos más tarde, la encontraron por fin. Katie lanzó un grito de alegría, pero Nick sintió una punzada de angustia al ver lo apartada que estaba de todo.
Había creído que la casa estaría cerca del pueblo y no se le había ocurrido pensar que estarían completamente solos, aislados de todo.
El chalé era precioso, como una casita de cuento. Estaba hecha de piedra, con ventanas emplomadas y rosales por todas partes. Katie parecía encantada con los ladrillos rojos de la entrada, la chimenea y los objetos de cobre que colgaban del techo de la cocina. Después, subió alegremente las escaleras mientras Nick sacaba las cosas del coche.
En el piso de arriba había dos habitaciones con vistas al mar y un cuarto de baño.
– Es como un sueño -dijo Katie-. Nunca había visto un sitio más bonito.
– ¿Te gusta esa habitación? -preguntó Nick, señalando la más grande.
– El mar es precioso -dijo ella, asomándose a la ventana, como una niña. La playa se extendía, solitaria, brillando bajo el sol. Los dos brazos de la bahía parecían envolverla, apartándola del mundo-. ¡Mira! El arcoiris -exclamó. El arco multicolor se elevaba por el cielo, hundiendo sus brazos en el mar-. Vamos a nadar, Nick. Ahora mismo, antes de que desaparezca.
– ¿No deberíamos deshacer las maletas?
– Las maletas pueden esperar, el arcoiris no.
– De acuerdo -sonrió él.
Nick se puso apresuradamente el bañador y bajó corriendo la escalera, para encontrarse con Katie esperándolo en la puerta. Llevaba una especie de camisola de flores que la cubría hasta la mitad de los muslos y, debajo, creía descubrir un bikini oscuro, pero ella se movía tanto que no podía estar seguro.
Katie lo tomó de la mano y salió corriendo hacia la playa. Nick la seguía, olvidándose de todo mientras respiraba el aire fresco y sentía el viento en su cara. La mano de ella era diminuta dentro de la suya y, sin embargo, había mucha fuerza en aquellos pequeños dedos. Nick tenía la extraña sensación de que ella no lo llevaba sólo hasta la playa sino que estaba sacándolo de la oscuridad para llevarlo a la luz.
– Está subiendo la marea -dijo Nick-. Hay que tener cuidado.
– La marea nunca sube hasta la bahía -corrigió Katie-. Se para a unos diez metros.
– ¿Y tú cómo sabes…?
– Vamos, Nick -insistió ella con urgencia, como si oyera el tic-tac de un reloj que él no podía oír-. Dejemos las cosas aquí.
Dejaron las toallas sobre la arena y Katie se quitó la camisola, revelando un pequeño bikini negro. Su delicada figura era simplemente perfecta. Sonriendo, ella lo tomó de las manos y lo llevó hacia el agua. Su sonrisa lo encantaba y Nick no podía evitar sonreír a su vez. Algo había hecho que Katie volviera a ser feliz y su alegría de vivir era contagiosa.
En ese momento, ella tropezó con una piedra semiescondida en la arena y Nick la sujetó entre sus brazos. Por un momento, sintió la piel de ella contra la suya y su respiración empezó a nacerse laboriosa. La soltó en cuanto pudo, rezando para que no se diera cuenta de cómo lo afectaba.
Y después, Katie se soltó y salió corriendo hacia el agua, con el pelo mecido por el viento, llevándolo hacia el arcoiris.
Jane, la ayunante de Patsy, era nueva en el trabajo. Solía pasarle a Nick las llamadas de Lilian, pero nunca la había visto en persona. Por lo tanto, cuando ella entró en la oficina, vestida con un elegante traje marrón y unos pendientes de diamantes, Jane se quedó pasmada.
– Dígale al señor Kenton que la señorita Blake quiere verlo -ordenó Lilian.
– Me temo que el señor Kenton ya se ha ido -dijo Jane.
– Es usted nueva, ¿verdad? -sonrió Lilian-. El señor Kenton siempre está en su despacho los viernes por la tarde, lo sé perfectamente.
– No está, de verdad, señorita Blake. Se ha ido a pasar unos días a la casa de la señora Cornell en la playa.
– ¿Puedo hablar con la señora Cornell? -preguntó Lilian. Su sonrisa se había desvanecido.
– Entre, señorita Blake -dijo Patsy, desde la puerta de su despacho.
– No sabía que tuviera una casa en la playa, Patsy -dijo Lilian, cerrando la puerta tras ella.
– Es sólo un chalecito -explicó Patsy.
– Ya. Bueno, si no le importa darme la dirección…
– Me temo que no puedo hacerlo.
– Claro que puede.
– Nick no me ha dejado instrucciones -replicó Patsy.
– Eso es absurdo. Usted sabe muy bien quién soy.
– Claro que lo sé.
– Y que Nick y yo somos prácticamente…
– Prácticamente -repitió Patsy-. Pero no del todo.
– Ya veo -dijo Lilian con los labios apretados-. No hace falta que me lo diga. Esa maldita cría lo ha obligado a llevarla con él. No sé si se da cuenta del daño que puede hacerle a Nick.
– Nick es un hombre, señorita Blake, no un crío. Puede cuidar de sí mismo.
– No pienso discutir con usted. Quiero que me diga dónde está.
– Me temo que no puedo decírselo.
– Muy bien. Llámelo y dígale que quiero hablar con él. Supongo que no me negará eso.
– Por supuesto que no, señorita Blake. Jane, dame mi agenda de teléfonos, por favor -dijo, llamando por el interfono.
– Yo no la tengo, señora Cornell -se disculpó la muchacha.
– Oh, cielos. Debo de habérmela dejado en casa. Gracias, Jane -dijo, cortando la comunicación-. Vaya, ahora no recuerdo el número.
– Supongo que pretende dejar que esa estúpida arruine su vida.
– Katie no va a arruinar nada -dijo Patsy-. Todo lo contrario. Y le aseguro que no es ninguna estúpida.
– Tampoco lo soy yo -dijo Lilian, furiosa-. Le advierto que, cuando el señor Kenton vuelva, voy a quejarme de su actitud.
– En ese caso, necesitará el libro de reclamaciones. Me parece que lo tengo por aquí…
La puerta se cerró tras Lilian de un portazo y, un segundo más tarde, Jane entraba en el despacho.
– Qué mujer tan fría -observó.
– Está acostumbrada a conseguir lo que quiere -dijo Patsy.
– No sé por qué no lo ha llamado al móvil.
– Seguramente lo ha hecho, pero estaría apagado.
– Pero el señor Kenton nunca lo apaga…
– Lo sé, por eso lo apagué yo. De modo que, o no se ha dado cuenta o se ha dado cuenta y no quiere encenderlo -sonrió Patsy.
– Estaba riquísimo -dijo Nick, terminando su plato de carne con pimientos-. No sabía que eras tan buena cocinera.
– Tengo muchos talentos que no conoces -sonrió Katie, apartando su plato-. ¿Preparado para el postre?