– Pero si estoy lleno -protestó él.
– Pues haz sitio para esto -sonrió ella, sirviendo un pastel de nata y limón, tan ligero como un helado. Había anochecido y el aire se había vuelto fresco, así que habían encendido la chimenea. A un lado, había un cubo lleno de madera y en el otro estaban las herramientas. Cuando terminaron de cenar, el fuego crepitaba alegremente-. Tomaremos el café frente al fuego -dijo ella, tirando unos almohadones al suelo.
Nick se tumbó sobre ellos. No estaba acostumbrado al aire del mar y el energético baño lo había dejado soñoliento. Era una delicia tumbarse sobre los mullidos almohadones, escuchando los sonidos que Katie hacía desde la cocina. El aroma del café recién hecho lo hacía suspirar de contento.
Por fin, ella volvió con una bandeja y se tumbó a su lado. Se había puesto un ligero albornoz de colores oscuros y el movimiento hacía que su pelo se moviera, como un halo iluminado por el fuego de la chimenea.
– Nunca se me habría ocurrido pensar en ti como una chica hogareña -observó él-. En casa nunca te vi en la cocina.
– Una vez te cocí un huevo.
– Y quemaste la cacerola -recordó él.
– Es que no conocía tu cocina. Es demasiado moderna para mí.
– Es lo último en cocinas. Ni siquiera parece que los fuegos calienten, pero es así.
– ¿Y yo qué sé sobre cocinas modernas? En Australia no teníamos. Sólo estaba la naturaleza y uno mismo -explicó ella, dramáticamente-. Cazábamos para sobrevivir y lo cocinábamos sobre un fuego de leña.
– ¿Y qué cazabais? -preguntó él, disimulando la risa.
– Lo que fuera. Incluso lagartos.
– Sí, claro. En Sidney hay muchos lagartos -rió él. Katie rió también-. Qué fantasiosa eres.
– Pero algunas cosas son verdad. Mi padre y yo fuimos una vez de viaje a la zona boscosa de Australia.
– ¿Y os perdisteis?
– No. Llevábamos un guía aborigen.
– ¿Y comisteis lagarto?
– Bueno, no. Pero nos llevó a una tienda en la que los vendían en lata -explicó ella.
Nick estuvo a punto de atragantarse con el café. Y, de repente, recordó algo.
– Oye, por cierto. ¿Cómo sabías lo de la marea?
– Me lo contó Patsy cuando fuimos de compras. Esta casa era de la familia de su marido y a veces viene aquí para recordar los viejos tiempos.
– ¿Te contó todo eso cuando apenas os conocíais?
– Sí. Nos llevamos muy bien. Yo también le conté mis cosas -sonrió ella, traviesa-. Cosas que tú ni te imaginas.
Nick se sentía desconcertado. Patsy era una buena amiga, además de su secretaria, pero nunca le había contado cosas de su vida privada. Sin embargo, se las había contado a Katie nada más conocerla. Pero, por supuesto, las mujeres hablaban de cosas personales con más facilidad que los hombres. Aquella era una explicación.
Pero no la única. Katie era tan cálida que resultaba fácil hablar con ella, hacerle confidencias. Mientras que…
Nick apartó de su mente aquel pensamiento.
Nick se veía a sí mismo como un hombre nuevo. Cuando se despertó por la mañana y bajó la escalera para encontrarse con Katie en la cocina, tuvo que admitir que era como estar en el cielo.
– No deberías hacer todo esto -dijo él, sentándose a la mesa.
– No te preocupes. Mañana te toca a ti.
– Entonces, de acuerdo -sonrió él.
Más tarde, Katie lavó los platos mientras él los secaba y después, fueron a montar a caballo.
Katie había elegido un animal joven y nervioso y, al principio, Nick estaba preocupado, pero pronto se dio cuenta de que sabía manejarlo. Galoparon por el campo hasta llegar a la playa, donde se bajaron para descansar.
– Es precioso -dijo Katie, mirando la arena-. No me puedo creer que estemos solos. ¿Cómo es que una playa como ésta no atrae turistas?
– Probablemente porque es lo único que hay -contestó Nick-. No hay casino, ni bares, ni discotecas. Pobre Katie. Debes encontrarlo muy aburrido.
– De eso nada -dijo ella, tan bajo que casi no podía oírla. Nick la miró. Ella estaba observando la playa con una sonrisa enigmática.
– Pero lo único que se puede hacer es nadar y montar a caballo. Eso no es suficiente para una chica tan inquieta como tú.
– No te preocupes por mí -insistió ella, aún con la sonrisa en los labios-. Tengo muchas cosas que hacer -añadió. Después, pareció salir de su ensoñación-. Vamos a nadar. Venga, el último en llegar al establo es un esmirriado.
Nick había planeado quedarse en la casa hasta el martes, pero cuando llamó a Patsy el lunes por la mañana, ella le informó de que no tenía reuniones urgentes en toda la semana y que lo tenía todo bajo control. Conociéndola, Nick no dudaba de que fuera cierto.
Patsy le habló sobre la visita de Lilian.
– Debería haberte llamado antes, pero se me pasó -dijo la mujer.
– Y yo no me he dado cuenta de que el móvil estaba apagado hasta hace diez minutos. No sé cómo puede haber pasado.
– Te fuiste de aquí con tanta prisa que seguramente lo apagaste sin darte cuenta.
– ¿Tú crees?
– ¿Qué puede haber pasado si no? -replicó ella suavemente.
– Nunca te ha gustado Lilian, ¿verdad, Patsy?
– No sé de qué hablas -contestó ella con gran dignidad, antes de colgar.
Nick pensaba que debía llamar a Lilian. Al fin y al cabo, estaban prácticamente prometidos. Alargó la mano para llamarla, pero no lo hizo. Sabía que siempre estaba muy ocupada los lunes, pero esa no era la razón por la que no marcaba el número. La verdad era que tenía miedo de romper el hechizo que lo había envuelto durante los últimos días sin que él se diera cuenta.
Katie y él habían nadado, montado a caballo y charlado frente a la chimenea. Él creía que a ella sólo le gustaban las fiestas, pero parecía muy feliz en aquel ambiente tranquilo.
Una extraña lasitud parecía haberse apoderado de él. Quizá sería que no estaba acostumbrado a la vida al aire libre o a no tener preocupaciones profesionales, pero se encontraba a sí mismo dormitando en la playa o bostezando a las diez de la noche frente a la chimenea.
Una tarde, mientras se dirigían a la playa después de haber galopado, se sorprendió al ver a Katie con una enorme sombrilla negra que había encontrado en la casa.
– ¿Qué vas a hacer con eso? -sonrió él- No creo que vaya a llover.
– Espera y verás -dijo ella.
Cuando dejaron las toallas sobre la arena, Katie se desperezó, como hacía siempre. Nick debería estar acostumbrado a ese gesto, pero la verdad era que seguía afectándolo cada día. Le hubiera gustado que se pusiera un bañador, en lugar de aquellos pequeños bikinis, de los que parecía tener miles. Aquel día había elegido uno de color azul pavo, que hacía un estupendo contraste con su piel bronceada.
Intentaba no mirarla, pero no podía evitar fijarse en sus caderas o en la curva de sus pechos bajo la delicada tela del bikini. Sabía que tenía que hacer algo y rápidamente.
– Vamos -dijo, corriendo hacia el agua sin esperarla. En el agua, ella se portaba como una cría, buceando durante largo rato para reaparecer de nuevo cuando él empezaba a preocuparse-. Eres una bruja. Ven aquí, está subiendo la marea -añadió, al sentir la presión del agua. Pero ella no le hacía caso y se metía mar adentro, llamándolo.
Nick dio un par de brazadas decididas y la tomó de las manos, atrayéndola hacia sí. Al mismo tiempo, una ola la empujó contra él. El roce de la piel femenina hacía que su cabeza diera vueltas. Podía sentir cómo su pulso se aceleraba y tenía dificultades para respirar. Katie se apretaba contra él, con los brazos alrededor de su cuello.
– Gracias por salvarme, Nick -sonrió ella.
– Tonterías -gruñó él-. No tengo que salvarte de nada -añadió, mientras salían del agua. Nick luchaba para disimular su reacción masculina, rezando para que ella no se diera cuenta.