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Tumbado sobre la arena, Nick podía sentir los latidos de su corazón y cerró los ojos para no tener que hablar. No podría hablar con Katie en aquel momento. El calor parecía bañarlo, evaporando sus pensamientos…

Cuando se despertó, se encontró a sí mismo tumbado bajo una sombra, con una agradable sensación de paz. Parpadeó y se dio cuenta de que la sombra era la de la sombrilla que Katie había llevado y que ella sostenía sobre su cabeza.

– ¿Has estado sujetando la sombrilla todo este tiempo? -preguntó él, conmovido.

– Todo el tiempo no. Al principio la clavé en la arena, pero después el sol se ha movido, así que tuve que cambiarla de posición. Al final me he cansado de moverla y la estoy sujetando.

– Muchas gracias, Katie. ¿Para esto es para lo que has traído la sombrilla?

– Claro. Siempre te quedas dormido.

– Es que soy un anciano -bostezó él.

– No digas tonterías. Estás en lo mejor de tu vida.

– No es verdad -dijo él, recordando el momento en el agua-. Ya estoy para el arrastre.

Ella lanzó una carcajada y el sonido hizo que sintiera un escalofrío.

– Mira lo que tengo -dijo, mostrándole el periódico-. Hay una feria en Stavewell y me encantaría ir, Nick. A menos que te sientas demasiado decrépito, claro.

– Bueno, supongo que podré arrastrar mis viejos huesos hasta allí.

Durante la comida, Nick estudió un mapa y descubrió que Stavewell estaba a unos treinta kilómetros. Katie estaba tan feliz como una niña y Nick la miraba con ternura.

Pero al día siguiente ocurrió algo que le hizo preguntarse si realmente la conocía.

Capítulo 9

El día había empezado mal. Mientras conducían por el pueblo, el coche había empezado a hacer ruidos extraños y, unos minutos más tarde, salía humo del motor.

– Me temo que algo está fallando -dijo Nick-. Lo siento, Katie.

– Pero aún podemos ir a la feria -dijo ella, ansiosamente-. Hay un taller al lado de la carretera. Podemos dejar el coche allí e ir a Stavewell en autobús.

– ¿Treinta kilómetros en autobús por estas carreteras? Probablemente, la gente llevará cajas de gallinas.

– Por favor, Nick -suplicó ella-. Es el último día de la feria y quiero ir.

– Bueno, está bien -aceptó él-. Pero que conste que sólo lo hago por ti.

– ¿Lo dices de verdad?

Por un momento, Nick estuvo tentado de decirle que haría cualquier cosa para verla sonreír, pero se controló a tiempo.

– Quería decir que haría cualquier cosa para no oírte todo el día quejándote de que no hemos ido a la feria por mi culpa. Iremos. En un autobús, rodeado de gallinas y pollos o a dedo. Pero iremos.

– Qué bien. Pero date prisa, ¿eh? El autobús sale en media hora.

Nick no confiaba mucho en dejar su coche nuevo en un destartalado taller de pueblo, pero el dueño le indicó rápidamente cuál era el problema y le prometió tenerlo reparado por la tarde.

Mientras caminaban hacia la parada del autobús, Nick tenía que admitir que Katie estaba preciosa con aquella blusa naranja y los vaqueros blancos. Iba canturreando mientras andaban y daba saltitos de vez en cuando.

– ¿Cuántos añitos tienes? -bromeó él.

– Me gustan las ferias de los pueblos -dijo ella-. Despiertan a la niña que llevo dentro -añadió. Su sonrisa desapareció en aquel momento y se quedó parada-. ¿Qué es eso?

Nick se quedó escuchando un momento y, de repente, oyó el llanto de un niño. Katie corrió hacia un callejón en el que había una niña llorando desolada.

– ¡Mami! -lloraba la cría-. ¡Mami, mami!

– No llores, bonita -intentó calmarla Katie, tomándola en sus brazos. La niña se aferró a su cuello, llorando desesperadamente-. ¿Qué estás haciendo aquí solita? ¿Dónde está tu mamá?

– Su madre debe estar en la panadería. Vamos a ver -dijo Nick.

Pero en la panadería nadie sabía nada sobre la niña. No era del pueblo y los panaderos sugirieron llamar a la policía.

– Esperemos que lleguen pronto o perderemos el autobús -susurró Nick. Ella no le contestó, concentrada en calmar a la cría, que no dejaba de llorar.

Por suerte, la comisaría estaba cerca y una mujer policía apareció enseguida, presentándose como la sargento Jill Henson.

– Pobrecita. ¿Les ha dicho su nombre?

– ¿Cómo te llamas, bonita? -preguntó Katie.

La niña siguió llorando durante unos segundos, antes de calmarse.

– Katie -contestó por fin.

– Yo también me llamo así -dijo Katie, entusiasmada-. ¿Y cuál es tu apellido? -preguntó. Pero la niña no contestaba-. Vamos, yo te diré el mío si tú me dices el tuyo. Yo me llamo Deakins, ¿y tú?

La pequeña Katie la miraba sin comprender.

– ¿Tiene usted prisa, señor? -preguntó la sargento al ver que Nick comprobaba su reloj.

– Tenemos que tomar el autobús.

– Váyanse entonces. Yo me llevaré a Katie a la comisaría hasta que encontremos a sus padres.

Jill alargó los brazos para tomar a la niña, pero ella no parecía querer soltar a Katie y volvió a ponerse a llorar.

– Me parece que se siente segura conmigo. Lo siento, Nick, pero no puedo dejarla así.

– No, claro -dijo él un poco sorprendido. Acariciaba a la cría con tal ternura que parecía otra Katie.

– Pobrecita -susurraba-. No te preocupes. Vamos a encontrar a tu mamá.

El panadero le llevó un pastel y un vaso de leche, pero la pequeña no parecía querer soltar el cuello de Katie. Sólo cuando ella le dio el vaso, la pequeña decidió aceptarlo. El pastel y la leche la calmaron un poco y pudo decirles que se llamaba Katie Jensen y que su mamá se había caído, pero no podía decirles dónde.

– Será mejor que vayamos a la comisaría -dijo la sargento-. Tengo que hacer unas llamadas.

Mientras se dirigían hacia allí, el autobús que iba a la feria pasó por su lado, pero Katie ni siquiera se dio cuenta. Tan concentrada estaba en la pequeña.

La comisaría de Mainhurst era tan grande como un comedor y estaba amueblada con antiguos bancos de madera.

La pequeña se había quedado dormida sobre el hombro de Katie y Nick pensaba que cualquiera se quedaría dormido si era acariciado por unas manos tan suaves. Pero desechó aquel pensamiento apresuradamente.

– La he encontrado -anunció la sargento-. La señora Jensen se cayó en la calle y la llevaron al hospital en una ambulancia, pero parece que nadie había visto a la niña. Menos mal que la hemos encontrado, porque está preocupadísima -dijo, mirando a las dos Katies-. Sé que es mucho pedir, pero ¿les importaría venir conmigo?

– Claro que no -contestó Katie.

Tardaron media hora en llegar al hospital y, cuando entraron en la habitación, se encontraron a la señora Jensen de pie y profundamente abatida hasta que vio a la niña.

– No puedo creerlo -dijo tomando a su hija en brazos-. Nunca le han gustado los extraños, pero parece muy apegada a usted.

– Es que las dos nos llamamos Katie -sonrió ella-. Y eso es muy importante, ¿verdad, Katie?

La pequeña asintió con la cabeza, sonriendo.

– Ha sido muy amable, de verdad. No sabe cómo se lo agradezco.

– No se preocupe. Espero que lo suyo no sea nada importante.

– No es nada -sonrió la mujer, tocándose el vientre-. Es que estoy embarazada y me ha dado un mareo. Espero que tenga usted muchos niños, porque veo que se le dan muy bien.

De repente, Katie se puso colorada. Era la primera vez que Nick la veía reaccionar de aquella forma y tuvo que sonreír.

– Tenemos que irnos -dijo la sargento-. Me alegro de que no haya sido nada.

Katie acarició la cara de la niña, que alargó los bracitos hacia ella. La señora Jensen las miraba con los ojos humedecidos.

– Su mujer es una persona muy especial -le dijo a Nick-. Es usted un hombre de suerte.

– Sí… es verdad -contestó él, mirando a Katie.