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Llegué a mi casa jadeante, sin fuerzas, la náusea en la garganta, las piernas bamboleantes, el cerebro hueco. Mi madre puso cara de alarma:

– Pero, hijo, ¿qué te ha ocurrido?

Afortunadamente no me habían visto, volví a decirme. Me sentía igual que si acabara de sortear un peligro inminente. Los había visto yo a ellos. No había sido un sueño ni una pesadilla. Era una realidad. Una de esas realidades que los mayores se empeñan siempre en desmentir. Seguramente, de habérselo contado al tío Rodolfo hubiera intentado convencerme de que todo aquello era producto de la fiebre. Por eso callé. No quería más embustes. Nada de comedias, de sofismas, de mentiras.

Mi madre me obligó a meterme en la cama y me dio una aspirina. Luego le rogó a la vecina que avisara al doctor Tramacho (entonces aún no teníamos teléfono en casa). El tío Rodolfo no tardó en llegar. Comenzó a examinarme con aire preocupado. Apenas contesté a sus preguntas. Me lo impedían las mías, las que no hacía, las que se iban pudriendo por dentro a fuerza de acogotarlas. Mi madre comentó:

– Debe de estar muy enfermo porque apenas habla.

Y me besó en la frente con los labios húmedos, los ojos inquietos y el gesto crispado.

Fue un proceso largo. Entonces cualquier enfermedad era morosa. No había antibióticos, ni sulfamidas, ni hidracidas. Pasé las vacaciones navideñas en la cama. Una tarde estuvo a verme el padre Celestino. Me preguntó si quería comulgar el día de Navidad. Le contesté que no. Se quedó mirándome de aquella forma penetrante que en tiempos no muy lejanos, me había impresionado. Casi podía percibir el roce de su fluido en la frente. Pero aquella vez mi cráneo era de hierro: imposible al taladro. El padre Celestino ya no me impresionaba: me lo impedían la ira y el despecho y la vergüenza de saberme atado a unos hilos invisibles que tiraban tan arbitrariamente de mí. El padre Celestino cambió súbitamente de tema. Bromeó sobre mi hipotética carta a «los Reyes». Mi madre dejó escapar una carcajada. Su risa era molesta. Las risas en labios húmedos lo eran siempre. El padre Celestino le siguió el juego. Habló de la Navidad, de lo bonitas que eran las fiestas que se avecinaban, de lo unidos que debíamos estar todos los cristianos aquel día… Y yo me preguntaba: «¿Por qué ese día? ¿Por qué no todos?» Me fastidiaba aquel convencionalismo. No: las fiestas de Navidad no eran bonitas. Eran tristes. Terriblemente tristes. Angustiosas como los remiendos demasiado visibles, o los sinapismos sobre el tórax, o las vendas de una herida.

– ¿Sabes, Carlos? No hay fecha más importante en la historia de la humanidad. Dios hecho hombre… Dios adoptando nuestra carne…

Pensé entonces que acaso también el padre Celestino estuviera mintiendo. No me cabía en la cabeza que Dios hubiera querido humanizarse siendo los hombres tan inestables, tan absurdos y tan falsos. Así empecé a dudar de la existencia de Dios. Así comenzó aquel largo éxodo de oscuridades que me obligaron, años más tarde, a dar bandazos como un barco a la deriva. Mi madre intervino:

– Carlitos, haz el favor de escuchar lo que te están diciendo. De un tiempo a esta parte te has vuelto muy extraño, hijo. Cualquiera diría que la Navidad no te importa.

Tenía razón. No me interesaba. No la comprendía. Hasta aquel momento la religión, para mí, había sido otra cosa. Algo mucho más profundo que el hecho de sentarse a una mesa para tomar pavo relleno o turrones de Jijona. Pero mi madre insistía:

– Una fecha tan hogareña… Tan agradable… y alegre.

Y recordaba sus desvelos por adornar la casa, el belén, el muérdago, el acebo… Y las tiras plateadas y las campanillas de mentirijillas: «Acércame el musgo, Carlitos», decía cuando la ayudaba a montar el Belén: «Aquí pondremos los pastores…» Comprábamos el corcho en la feria de la Catedral. Había empujones; olía a humedad, a barro cocido, a hierba: «El Rey Melchor tiene la cabeza rota: hay que comprar otro juego de reyes…» Así un año y otro. Siempre con la nostalgia luchando contra la alegría, pero venciendo la última.

Aquel año no. Aquel año la nostalgia y la desilusión lo estaban dominando todo. «Una comedia.» ¿Para qué tanta historia meliflua, si faltaba lo esenciaclass="underline" aquello que, según decían todos, provocaba el festejo? La miré desde aquel rencor que ya no podía reprimir:

– No me gusta que me llamen Carlitos -repuse secamente.

El padre Celestino carraspeó. Su voz surgió más apagada que de costumbre:

– Tiene razón, señora: Carlos es ya una persona mayor. Un hombre.

Efectivamente, era ya un hombre. Un hombre con todos los atributos de los demás; descreído, desilusionado y escéptico. Ignoro si el padre Celestino lo dijo para halagarme. No me halagó. La toma de conciencia de mi hombría era demasiado dolorosa.

Al levantarme había dado un estirón tan grande que la ropa ya no me servía. Me miré al espejo: un bozo negro asomaba agresivo, sobre mi labio superior y bajo el mentón. Me asombré de mi propio aspecto. Parecía un chivo. Era difícil admitir que aquel muchacho flaco, de pelos lacios y ojos hundidos, pudiera ser yo.

No lo era. El yo que echaba de menos había muerto. Tenía plena conciencia de aquello. Pero el nuevo yo era incómodo: no me gustaba, me daba miedo. Mi madre me observaba asombrada:

– ¡Qué pena, Carlitos! Ya no eres un niño. El padre Celestino tenía razón.

Sin embargo, no apeaba: continuaba llamándome Carlitos. Era increíble que, alguna vez, aquel diminutivo hubiera llegado a gustarme. En aquellos instantes lo odiaba como odiaba cualquier recuerdo de mi adolescencia.

También el tío Rodolfo seguía utilizando aquel vocablo:

– Hay que hacerte ropa nueva, Carlitos.

Él mismo me acompañó al sastre para elegir mi indumentaria. Me encargó pantalones bombachos. Decía que, por muy alto que yo fuera, a los trece años no se podía llevar pantalón largo. Lo acepté. No me quedaba otra solución. El que pagaba era él. Además, todo era mejor que la indumentaria antigua.

A veces el tío Rodolfo se me quedaba mirando insistentemente. Debía de preocuparle mi aspecto, mi desgana de todo, mi sumisión sin comentarios.

– Tomarás un reconstituyente y pasarás muchas horas al aire libre. No volverás al colegio hasta que estés completamente repuesto.

Empezaron los paseos matutinos con mi madre. Me llevaba a Montjuich: le gustaba presenciar los preparativos para la futura exposición. «Va a ser un espectáculo increíble, Carlitos. El mundo entero se asombrará de nuestra hazaña.» Decía «nuestra», como si parte de aquel proyecto le perteneciese; como si todo lo que se fraguaba para inaugurarla fuera un poco idea suya: «La de Sevilla va a quedarse en mantillas.» A pesar de su origen madrileño, mi madre se sentía catalana: no podía remediarlo. Barcelona, para ella, era «la ciudad»: las demás ciudades, incluyendo Madrid, eran sólo capitales de provincia. Su filia por Cataluña era tan grande, que a veces rompía a hablar en catalán sin darse cuenta de lo mucho que su acento la delataba. El tío Rodolfo, cada vez que la oía, estallaba en risas: «No te va, Remedios: no te va. Lo quieras o no, eres hija de tierra adentro.» Ella se enfadaba con los enfados mohinosos de las amantes que saben, a pesar de todo, dominar la situación: fingiendo más enfado del que sentía, pero dejando entrever que aquel enfado era pura broma.