Recuerdo que mi suegra, al observar aquel cambio, se llevó el pañuelo a los ojos: «Si el pobre Alberto pudiera verlo…»
Fue aquel día cuando empecé a sondear el terreno para que se me concediera la medalla del mérito al trabajo. Paco, de acuerdo conmigo, había lanzado la «posibilidad», como quien lanza una afirmación: «Nadie como tú merece una distinción de ese tipo…» Yo me hacía el remolón: «Vamos, hombre: no digas tontadas…» Y el representante del ministro ponía cara de circunstancias: «No es mala idea, no, señor: sería muy justo, muy justo…» Y yo: «De ninguna manera: yo nunca he sido partidario de esas cosas… El trabajo se demuestra trabajando: no con medallas.» Tan aferrado me vio Paco a mi negativa que llegó a recriminarme cuando nos quedamos un instante solos: «Serás animal… A lo mejor te toman en serio y adiós medalla.»
– Para eso estás tú, idiota: para contradecirme. Siempre se ha hecho así.
También el obispo puso su granito de arena:
– Hombres como el señor Hondero son los que necesita España para prosperar…
Y yo, hinchado de orgullo, agachada la cabeza como si me abrumase el peso de tanta adulación.
Como era de esperar, mi efigie fue reproducida en los periódicos. Mi suegra recortó cuidadosamente todas las alusiones de la prensa al «Acto de inauguración de las nuevas dependencias de la Banca Salcedo.» Y repetía que había sido un día memorable que difícilmente se podría olvidar.
Pocos días después, recibí una carta del obispo: me felicitaba, me auguraba grandes éxitos y me rogaba que fuera a visitarlo al Palacio Episcopal para tratar de un asunto de sumo interés para la ciudad.
– Querrá pedirte un donativo -opinó Alicia-. No me extraña. ¡Tanta ostentación, tanto tapiz y tanta «tintinería…» tienen su parte adversa…!
Paco, en cambio, fue menos suspicaz y más agorero:
– Ése se ha enterado de tu lío y quiere sermonearte.
Serena fue más idealista:
– A lo mejor quiere consultarte sobre la posibilidad del divorcio. Se está hablando mucho de un futuro Concilio: vete a saber si quiere saber la opinión de los seglares.
Ninguno de ellos acertó. El obispo quería verme para hablarme de un proyecto importante relacionado con la indigencia de los ancianos.
Se había propuesto fundar una especie de institución (por barrios) para atender las necesidades de los viejos que careciesen de fortuna. Un tipo de seguro distinto al que se venía aplicando hasta aquel momento… «Algo que dignifique a los ancianos indigentes y los rescate del lamentable abandono en que la mayoría están sumidos…»
Me pareció una idea plausible. Esbocé esquemas, di ideas, proyecté posibilidades, propuse estructuras. Primeramente había que reunir a unas cuantas potencias de la región para nombrar una Junta Administrativa: «Una Junta que diera nombre y fama a la persona que perteneciese a ella.» Luego sería preciso dividir el trabajo en zonas: cada zona debería regirse de una forma autónoma, pero dependiendo de la Junta Central. Lo esencial debía consistir en que los asegurados consiguieran todas las garantías mediante una cuota mínima…
El obispo se entusiasmaba: «Por supuesto, usted, Hondero, sería el presidente.» Protesté: yo no era digno… Pero el obispo también protestó: «Una organización de esa envergadura requiere hombres de envergadura…»
Me rogó que le diera nombres. Confeccioné allí mismo una lista convencionaclass="underline" «Todavía prematura…»
Encabecé la lista con Plácido Rampardal, por honesto y millonario (por supuesto omití el episodio de Christian Dior). Seguí con Sobri-Sobra. Por parte de padre, representante de la nobleza catalana. Por parte de madre, sobrino segundo del ministro de Trabajo (me acordé de la medalla y pensé que favor con favor se paga). Introduje a Paco Moraldo (por influyente y futuro conde de Remo, lo cual equivalía a ser un futuro Onassis). Y, por descontado, añadí innumerables nombres de industriales, banqueros y gente pudiente, que estarían encantados de colaborar con Su Ilustrísima en cuanto se les ofreciera la posibilidad de formar parte de la Junta.
Cuando Paco se enteró de la proposición del obispo, empezó su acostumbrada retahíla de aspavientos: «Así que ahora te tratas con obispos… Dentro de poco te veo disfrazado de cardenal. ¡Y tú eras el que decía que los obispos sólo servían para adornar procesiones…!»
– No te desboques, Paco: también tú formarás parte del Consejo…
Se quedó perplejo:
– ¿Y eso por qué? ¿Qué has alegado? ¿Que soy un burgués devoto? ¿O acaso un campeón de bridge dispuesto a merendarse las fortunas de las viejas viciosas?
– He alegado que eras amigo mío. Al obispo le basta.
Me apuntó con el índice y rompió a reír:
– ¡Menuda jugarreta le has gastado a ese señor…! ¿De dónde voy a sacar el dinero…?
– Eso corre de mi cuenta -le dije-. La cuestión es que tú figures entre los consejeros.
Sabía que aquello iba a halagarlo mucho. Era el único Consejo al que Paco podía aspirar.
Serena, cuando supo aquella nueva actividad mía, dio muestras de preocupación:
– Intuyo lo que va a pasar: los curas van a influir en ti… Un buen día me dirás: «Serena, hay que ser precavido…»
– No seas absurda: el obispo no se mete en la vida privada de la gente.
– Sin embargo, ahora no podrás separarte de Alicia.
– Nunca tuve intención de separarme. Te he explicado mil veces la causa. A lo máximo que aspiro es a que Alicia me deje en paz. Y desde que sale tanto con Victoria debo reconocer que lo consigo.
Era cierto; el repentino interés que Victoria demostraba por ella, había modificado nuestra situación. Aunque todavía áspera, me había liberado algo de sus continuas insidias, de su decaimiento y de sus reproches.
Pero su desconfianza crecía. Podía apreciarlo en las indirectas que me lanzaba, en la adustez de sus frases: «Nunca imaginé que un tipo de tu clase fuera capaz de embobar a un obispo…»
Se burlaba de mis continuas visitas al obispado, de las llamadas telefónicas de los curas: «Vivir para ver…»
De pronto se liaba a hablar sola: «Daba gusto verlo campar por sus respetos en el Banco de mi padre… Desplegando un abanico de plumas prestado…»
– ¿Qué andas rezongando?
– Pensaba, Carlos. Pensaba en que la vida ha sido siempre eso para ti: un préstamo. Un préstamo para escapar a tu condición de pelagatos.
Y como yo no chistara, continuó pensando en voz alta: «Gestionándose medallas, haciéndose nombrar presidente de todos los Consejos imaginables…»
– Basta, Alicia.
– ¿Por qué, Carlos? ¿Por qué no permites que hable conmigo misma?
Se le habla puesto un tono de voz tranquilo, de mujer ecuánime y dueña de sus actos:
– Todo lo admito en ti, todo menos una cosa: el fraude que me has hecho valiéndote de mi padre.
– No sé a qué te refieres.
Alicia cruzó las piernas, miró al techo y respiró hondo:
– No voy a tolerar que mi fortuna esté en tus manos -dijo escuetamente-. Así que vete preparando porque vas a perderla.
– Fue una disposición de tu padre.
– En primer lugar, mi padre no te conocía. En segundo lugar, la ley dejará de ampararte en cuanto yo pida la separación.
Me fijé en ella: no bromeaba. Ni siquiera sonreía. Continuaba sentada frente a mí, algo recostada en el respaldo del sofá, los brazos tendidos a lo largo del asiento.
– ¿Así que vas a pedir la separación…? ¿Y qué piensas alegar?
– Adulterio, malos tratos, sevicias… Abuso de confianza.
– Estás mal informada, Alicia: en primer lugar, el adulterio hay que probarlo. Y tú no puedes probar nada. Los malos tratos exigen hechos; jamás te he pegado. En todo caso ha sido al revés. Las sevicias hay que especificarlas: siempre has hecho tu santa voluntad. En cuanto al abuso de confianza… Podrías quejarte si os llevara a la ruina, pero precisamente está ocurriendo todo lo contrario. Nunca la empresa Salcedo ha estado tan alta como ahora. Además -añadí- perderías a Carlota.